lunes, 4 de junio de 2018

¿Me entretengo o pienso?

Hace bastante tiempo –tenía 19 años y estudiaba  en la Universidad– le pregunté a mi profesor Mario Rodríguez Alemán si no era capaz de sentarse a ver una película con la visión de un simple espectador, es decir, sometido en exclusivo al «entretenimiento».
Mario me confesó que lo había intentado, pero le resultaba imposible aislarse de los aspectos de la realización y, en especial, de su contenido. –Si algún día te da por dedicarte a la crítica de cine sabrás que es imposible hacerlo– me dijo. Y así mismo fue.
El tratar de ver más allá de la fachada es consustancial a cualquier profesión: un ingeniero –para poner un solo ejemplo– nunca mirará una obra sin que se le disparen los resortes valorativos que le permitan hacerse un juicio de ella.
En el caso del crítico de cine, o de cualquier otra especialidad artística, decir públicamente, después de valorar, es la función primordial, no para establecer categorías del pensamiento ni imponer juicios absolutos, sino simplemente para que el público tenga un punto de referencia a partir del cual pueda conformar su propio criterio.
Muchos espectadores crecieron intelectualmente frente a la pantalla, e igualmente con la crítica acompañante de lo que vieron, acicates para activar neuronas sin renunciar al clásico entretenimiento que  también los críticos buscan y aplauden cuando está bien hecho.
Otros espectadores establecieron una remarcada afinidad hacia un tipo de cine  comercial y reiterativo y no soportan que nadie atente contra su santuario «del gusto reiterado», ese que muy  bien sabe trabajar la industria del cine porque de él se enriquece. Piensan, además, que cualquier opinión que los contraríe atenta contra su libertad de ver lo que quieran.
En mi trabajo aparecido en estas páginas, «Las fórmulas y su eterno retorno», hablé sobre la arremetida contra los rusos, al mejor estilo de la Guerra Fría, que se desprendía del filme Operación Red Sparrow, una maniobra política  de regular entretenimiento al  que no pocos críticos de diversos países han calificado como un filme de «la era Donald Trump».
Varios comentarios de los lectores se recibieron en la página digital de Granma con diversos puntos de vista –no pocos sosteniendo la tesis del trabajo, otros alegando que se habían entretenido con el venenazo– pero uno de ellos me llamó la atención porque traía filo contra la profesión. Fue firmado por Juan y helo aquí: «Qué difícil debe ser para un crítico de cine, no saben y no disfrutan una película, si bien es cierto todo lo que puede decir incluso ya algunos lo pensamos (el crítico no es el único inteligente para ver las segundas intenciones), nos dejamos llevar y disfrutar la película y en esta en particular como película logra entretener, mantenerte en tensión, ver una buena actuación, para eso es el cine. Lo otro un libro o un artículo de sociología».
Pobre crítico, él solo pretendía que Juan, si quería, se entretuviera, pero invitándolo, al mismo tiempo, a que no dejara pasar por alto la  toxicidad política e ideológica  infiltrada en la película.
Más o menos lo que escribió Janet, opinión a la que me permito editar quitándole referencias personales: «pues me considero de las personas que aunque disfrute o no de una película, u otro producto audiovisual y de la lectura de un libro, nunca lo aíslo del contexto, o de lo que puede aportar o no, de las segundas intenciones…».
¿Pensar mientras me entretengo?
De la respuesta pudiera medirse la estatura frente a lo que vemos.

TOMADO DE GRANMA

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