lunes, 27 de junio de 2016

Una sociedad próspera y digna




Si en el entendimiento común prosperar es mejorar, el factor material, indudablemente, ocupa un lugar protagónico. Más allá de satisfacer necesidades básicas, conseguir progresivamente un nivel de vida en el que acceder a determinados bienes y servicios no implique tensiones apremiantes, ni agobiantes incertidumbres, ni frustraciones paralizantes.
Se trata de una aspiración razonable y de alcance universal, aun cuando sabemos que tan siquiera se vislumbra en el horizonte de buena parte de los grandes conglomerados humanos que habitan el planeta a la altura de la segunda década del siglo XXI.
Que un país pequeño en extensión y de limitados recursos naturales, históricamente subdesarrollado, con deformaciones estructurales heredadas de un pasado colonial al que sobrevino medio siglo de sometimiento neocolonial, víctima luego, cuando asumió al fin su propio destino, de una agresión económica de proporciones inauditas; que una sociedad zaran­deada por la pérdida de socios, mercados y alianzas políticas en el último decenio de la pasada centuria, sobreviviente y resistente en medio de crisis globales y que no se halle exenta de fenómenos negativos endógenos, se proponga seriamente objetivos alcanzables, medibles y posibles de desarrollo, constituye un indicador de realismo y madurez política, y a la vez, exige de todos y cada uno de nosotros responsabilidad cívica, compromiso consciente y voluntad participativa.
Todo no vendrá de golpe o a la vez, pero tampoco son admisibles dilaciones innecesarias, ni  postergaciones indefinidas, ni movedizas definiciones. Entre estas habrá que tener bien claro que la prosperidad en modo alguno significa opulencia.
Un crecimiento económico sostenido y sostenible debe tener una expresión social. La prosperidad, por tanto, es para nosotros un concepto que comprende no solo la esfera material sino también un componente espiritual.
Si difícil y complejo pero imprescindible resulta que los avances macroeconómicos se traduzcan en adelantos perceptibles y sin retrocesos en la economía familiar y personal, de igual modo se nos presenta como noción indispensable la articulación entre el mejoramiento de las condiciones materiales de existencia y el ensanchamiento de las expectativas y apetencias culturales.
Los efectos de una fractura entre ambas esferas puede conducirnos a un sinsentido que sería la negación misma de los fundamentos de nuestro proyecto social: la preminencia de grupos e individuos enajenados de su condición humana. Una condición a la que es consustancial la dignidad.
Ese valor irrenunciable fue situado por nuestro José Martí al frente de sus ideales republicanos y se halla consagrado en la Constitución cubana. Pero no basta con su enunciación en el principal cuerpo legal de la nación; es menester que encarne en las convicciones y los sentimientos de quienes apostamos por una Cuba  real y auténticamente posible.  
En consecuencia debemos reflexionar —y más aún, interiorizar en nuestro modo de ser y actuar— acerca de un principio rector de nuestro modelo, explícito en el documento sobre su conceptualización, que discutió el 7mo. Congreso del Partido, se difundió  públicamente y será objeto de debate por la militancia de la organización política, los jóvenes comunistas, representantes de las organizaciones de masas y amplios sectores de nuestra sociedad.
Me refiero a su esencia humanista, a la cual se corresponde un concepto de prosperidad que imbrica orgánicamente el desarrollo económico, las políticas sociales, las perspectivas alcanzables de materialización de proyectos de vida y los valores éticos compartidos.
Tomado de Granma



Cerrado por inventar (io)




16 de junio de 2016
Cuando más esperas algo, suele ralentizarse su llegada; mientras más lo buscas, menos lo encuentras. O peor, te hallas por respuesta un boomerang de incertidumbres, absurdos y justificaciones. Después de todo, lo absurdo y lo injustificable no tienen muchas opciones de credibilidad frente a la lógica de la vida y sus problemas cotidianos.
El pasado domingo me llevó de nuevo ante esa encrucijada de la búsqueda por necesidad y lo irracional por contestación. Eran las 3:10 de la tarde y a esa hora tenía pocas variantes cercanas para encontrar lo que me hacía falta. Con el Sol a punto de horno, llegué hasta el centro comercial de Galerías de Paseo y, sorprendida de ver el acceso principal cerrado, le hice un gesto de “explíqueme que no entiendo” a un empleado en el interior de la tienda. Él, gentil y hasta preocupado, me comentó: “estamos cerrados por inventario”.
Mi instinto de ir por más información —tan propio de cualquier cubano e imprescindible en esta profesión— se vio casi amputado al primer swing. “Es que nosotros cerramos por inventario los terceros domingos de cada mes, pero como este coincidirá con el Día de los Padres” se adelantó, me respondió de tajo. Pregunté entonces por qué cerrar en un horario donde hay pocos establecimientos de su tipo abiertos en las vecindades, por lo que dirigirse a allí no es solo la mejor opción, sino muchas veces La Opción. Entonces él, anticipado y cortés, concluyó: “disculpe, yo soy solo un trabajador”.
La puerta volvió a interponerse entre los de adentro y los de afuera, y yo —junto a otros clientes con las mismas necesidades insatisfechas— me vi en la disyuntiva de la urgencia del momento y terminé absorta por la frustración de la “tolerancia” y resignación involuntarias, las que con frecuencia nos topamos como sociedad y pagamos como individuos.
Lo peor de esa secuencia es lo reiterativo en la palestra social, sin una solución contundente a estas alturas. Quizá porque depende más del respeto a la población, del sentido común y de la cultura de la negociación y los servicios, que de fórmulas exógenas o asignación de recursos. Y lo digo no porque discrepe con que la administración de una entidad decida, merecidísimamente, homenajear a los padres de su colectivo. Eso lo aplaudo a todo volumen. Lo que me indigna es lo habitual de los inventarios por excusa, sin información previa o en un horario inoportuno para quien, en concepto, es su razón de ser: el cliente.
Me preocupa también, que este no es un ejemplo aislado ni eufemístico. Poco tiempo atrás, parecía oírle el cuento a esta historia otra aún más inaudita. Estaba entonces en la farmacia ubicada en el ángulo de 11 y 22, en el Vedado, para comprar el medicamento indicado en el tarjetón de mi esposo, el cual le debía ser administrado muy pronto. Al indagar por el último de la fila, responde una de las trabajadoras que no iba a atender a nadie más “porque iban a cerrar por inventario”. Tras inquirir el porqué de la decisión —a las 11 y algo de la mañana— cuando en una unidad de ese tipo se expenden productos altamente sensibles, me dijo (y no de la mejor manera) que le preguntara a la administradora.
Enseguida pedí verla, pero ante la demora en salir, me dirijo nuevamente a la empleada que había anunciado el cierre. Desde la cola, una vecina se impacienta: “A ver si a usted le responden, periodista”. De repente, mi espera llega a su fin, y quien debía atenderme, sale ahora en señal de solución y me comunica que no me preocupe, pues todo había sido un “malentendido” y la farmacia seguiría abierta.

A quienes la urgencia los llevó con el disgusto y la receta a otro lugar, nadie les rectificó ni reparó en tantas explicaciones. El derecho ciudadano —a estos efectos el del consumidor— está por encima de cualquier profesión, no hace distinciones. Sin embargo, hay quienes le temen más a salir en un periódico que a acumular usuarios insatisfechos.
Si a eso le sumamos par de escenas más o menos similares, ocurridas a diferentes horas en la tienda sita en la intersección de Línea y 12, en el mismo reparto, la lista de pruebas se sigue alimentando.

El problema no tiene fronteras ni discrimina el objeto social del establecimiento. Para hacerle gala a su universalidad aquí, hay historias de todo tipo, unas más desatinadas, otras más folclóricas, aunque la mayoría con la misma falta de pertinencia y casi igual resultado. Con la salvedad de que adquirir una frazada de piso (si bien no era la meta en ninguno de los casos) puede esperar al día siguiente, pero un medicamento para una enfermedad crónica no puede sentarse a expensas de la distensión de la burocracia o de los subterfugios que en ella se escudan.
El día que sepamos emplear el tiempo de cada tarea en lo que es, sin tener que desfasar la atención al cliente por no llevar la contabilidad como se debe —al día—, la bandera de las justificaciones absurdas se quedará sin seguidores y a media asta. El día que alguien se tome el trabajo de velar porque en su pedacito no haya cobija para esta práctica contagiosa, de la invención más que del inventario, habremos superado uno de los mayores enemigos del sector de los servicios en Cuba. Y comentarios como este serán totalmente innecesarios. Hasta que ese momento llegue, no nos queda de otra que seguir denunciándolos.
Tomado de Granma.

Un millonario que lo dio todo por Cuba



Osviel Castro Medel
22 de Junio del 2016 
A algunos podrá parecerle «teque», pero no me canso de repetir que quienes vivimos este tiempo necesitamos mirar mucho más el espejo de aquella generación que, privándose de caudales inimaginables, se marchó a los zarzales y a los campos para tratar de fundar una nación auténtica.
Ahora mismo estoy pensando, por ejemplo, en el hombre que José Martí llamó «el millonario heroico, el caballero intachable, el padre de la república».
Me refiero a Francisco Antonio Vicente Aguilera, el bayamés nacido el 23 de junio de 1821, quien llegó a poseer casi tres millones de pesos y más de 4 100 caballerías de tierra y que murió sin haber cumplido los 56 años, congelado por el frío de Nueva York, con los zapatos agujereados y el alma tristísima por no ver la patria levantada.
Podía haberse pasado el tiempo, como otros, recostado en la almohada cómoda o pavoneándose por sus fincas; pero una frase suya, pronunciada cuando le consultaron sobre la decisión de quemar la ciudad de Bayamo, donde estaban algunas de sus propiedades, resume su filosofía: «Nada tengo mientras no tenga patria».
Y pudo, incluso, haberse alimentado de intrigas cuando le deslizaron la posibilidad de asumir la jefatura independentista por encima de Céspedes, quien adelantó el levantamiento; porque Aguilera era el líder de la Junta Revolucionaria de Oriente, creada 14 meses antes de la insurrección. Sin embargo, él había entendido que lo importante era servir desde cualquier puesto.
¡Qué grandes lecciones para esta era, en la que algunos pasan la existencia ideando cómo escalar a cualquier precio no para servir sino para servirse, y en la que ciertos personajes creen que un baúl de dinero puede comprar cualquier idea o sentimiento!
Con Aguilera nos pasa igual que con otros: lo recordamos en las «fechas cerradas», pero no en el resto de los días. Y, al final, lamentablemente, lo desconocemos.
No basta que en estos días de junio, como hace 14 años, sesione en la Ciudad Monumento un evento teórico sobre su vida, ni que haya un preuniversitario con su nombre, tampoco que una escultura lo recuerde encabezando el bayamés Retablo de los Héroes.
A este hombre que fue bachiller en Leyes y ocupó diversos cargos públicos antes de lanzarse a la manigua, le debemos más homenajes diarios a lo largo de nuestra geografía y no solo en la ciudad donde nació y reposan sus restos. A este cubano que llegó a ser Lugarteniente de Oriente, Secretario de Guerra y Vicepresidente de la República en Armas necesitamos acudir con mayor frecuencia.
Algunos se han preguntado por qué no está representado en nuestros billetes numismáticos, por qué un mayor número de instituciones no llevan su nombre en la nación, por qué no divulgamos más su obra entre los pinos nuevos. Y no les falta la razón.
Con su historia se ratifica que estar fuera de fronteras no significa una afrenta porque Aguilera partió en 1871 y aun desde la lejanía no dejó de latir por la causa de los suyos hasta que murió enfermo de la laringe seis años después.
Con su existencia se ratifica que nuestro pasado está lleno de ejemplos, anécdotas, glorias... mujeres y hombres que no estudiamos cuando en realidad deberían estar en nuestra mismísima cabecera de todos los días.
Tomado de Juventud Rebelde





Diseño y buen vivir




 
Graziella Pogolotti
25 de Junio del 2016 19:48:19 CDT


Regreso con retraso a la reciente Bienal de Diseño. Sabido es que la cartelística de los 60 del pasado siglo alcanzó renombre internacional. Más importante para mí es que muchos afiches se convirtieron en íconos para los jóvenes de entonces. Los acompañaban en la intimidad de sus habitaciones y en los espacios compartidos de la beca. Menor repercusión interna alcanzaron el mobiliario exportado a algunos mercados de élite y la producción de cerámica, cuya atractiva singularidad muchos descubrieron en La Faralla del Parque Lenin, bajo los auspicios de Celia Sánchez. La creación de la ONDi y del Instituto de Diseño Industrial debían sentar las pautas para la comunicación gráfica y la fabricación de productos.
En el contexto de la Bienal de Diseño se ha iniciado un imprescindible rescate de la memoria, útil para entender los procesos vividos y proyectarnos en la práctica según nuestras dimensiones, necesidades y posibilidades concretas. Habíamos olvidado a Clarita Porset, matancera y pionera del diseño latinoamericano. Su suerte fue similar a la de otros cubanos progresistas de mitad del siglo XX. Emigró a México para escapar de la represión que siguió a la Huelga de 1935. Otra cubana, Calixta Guiteras, hermana de Tony, tuvo el mismo destino después del asesinato del fundador de la Joven Cuba. Allí se convirtió en prominente antropóloga. Clarita, por su parte, dedicada a su profesión, encontró en el vecino país el clima adecuado para desarrollar una importante obra personal y hacerse cargo de un magisterio al que nunca renunció. Casada con el muy reconocido artista plástico Xavier Guerrero, se radicó definitivamente en México.
Llamada a colaborar con la Revolución, Fidel le encargó el mobiliario de la escuela Camilo Cienfuegos, en la Sierra Maestra. El Che, por su parte, solicitó su colaboración para fundar un departamento de diseño adscrito al Ministerio de Industrias. Conocedora de las corrientes más avanzadas de la modernidad, Clarita se adscribió a lo que llamaríamos hoy una filosofía del buen vivir.
En efecto, tomó esencias fundamentales de la tradición, aquellas que consideran las características del clima y terminan convirtiéndose en rasgos identitarios. En Cuba, aprendimos a tener en cuenta el movimiento de la brisa y la protección de la sombra frente a los embates del sol. En los 50 del pasado siglo, la incorporación del aire acondicionado y la imitación acrítica llevaron a desplazar la sabrosura de los aires libres por el atrincheramiento en bares herméticos. Los tomadores consuetudinarios, a veces solitarios, se acodaban a las barras. Se privaban del disfrute de la conversación y de la contemplación del movimiento de la ciudad.
Alérgica al ornamento gratuito, Clarita optó por la funcionalidad de un mobiliario y la selección de materiales adecuados al ámbito circundante, todo lo cual favorecía el buen uso de los pequeños espacios.
Esta reflexión es de extrema actualidad en el proceso de actualización del modelo económico. Se proyecta hacia la exportación y hacia la producción de bienes para el mercado interno con alto valor agregado. Ofrece una vía efectiva para identificarnos en el exterior, con los embalajes, el etiquetado y la presentación y para acentuar la singularidad de nuestras propuestas. Somos un pequeño país que no dispone de redes de maquiladoras dispersas por el mundo. Lo nuestro tiene que competir en virtud de su calidad. Para satisfacer progresivamente las necesidades de nuestro pueblo, el respeto por la calidad es un principio de alcances políticos y económicos. Nuestras shoppings han introducido paradigmas en valores y modos de vida. Lo bueno viene de «afuera». El buen diseño, atemperado a las necesidades del cubano, contribuye a reconocer en la práctica concreta, que lo mejor puede hacerse aquí sin caer por ello en estrechos proteccionismos.
De la cultura cubana bien asimilada procede un importante legado. A través de la historia, en el pensamiento, en el arte y en las costumbres, supimos aprender de aquí y de allá para ajustarlo a las demandas de nuestra realidad. Viajeros del siglo XIX observaron detalles reveladores de esa singularidad. Las mujeres prescindían del tocado, tenían un modo propio de andar y los altos ventanales de las casas permanecían abiertos a la calle. El sello de la Isla aparecía, según los medios disponibles, en todas las clases de la sociedad, aun entre los privilegiados que frecuentaban las capitales del mundo. La sabrosura no se relaciona necesariamente con la sensualidad. Es un modo de disfrutar la vida y de regalarnos, a pesar del ajetreo cotidiano, el deleite íntimo de encontrarnos con nosotros, con lo que somos.
El urbanismo, la arquitectura y el diseño forman parte del aire que nos rodea. Edificados  por el hombre, contribuyen a modelar cultura e identidad. Influyen en la calidad de vida. La desidia y el abandono estimulan a los depredadores. Trabajé algunos años en las escuelas de arte de Cubanacán. Allí, en el breve espacio de un ladrillo, los pájaros hacían su nido con extrema delicadeza. Era el hogar para los recién nacidos, obra de perfecta artesanía, el sitio seguro donde tan bien habrían de estar. Obnubilado por ambiciones y vanidades, el bípedo pensante renuncia a veces al disfrute de lo hermoso en el detalle sencillo de lo cotidiano. Hecho a la medida de nuestras necesidades, el diseño merece, desde ahora mismo, una atención prioritaria.

Tomado de Juventud Rebelde