martes, 29 de diciembre de 2015

A Alamar en guayabera



Por  Yuris Nórido

La populosa ciudad dormitorio, en la capital cubana, cuenta desde hoy con un nuevo centro cultural polivalente que presta servicios en una antigua fábrica de textiles.
Desde hoy por la mañana ya están abiertas las puertas de «Enguayabera», el nuevo centro cultural polivalente de la barriada habanera de Alamar. La noticia pudiera parecer menor, si no fuera por una circunstancia: es la primera obra de su tipo inaugurada por el Ministerio de Cultura en una zona de alta densidad poblacional que hasta ahora no contaba con una propuesta cultural a la altura de las demandas.




«Enguayabera», que se ubica en una antigua fábrica de textiles (conocida en la zona precisamente como «la fábrica de guayaberas»), reúne en una sola instalación varios servicios culturales, recreativos y gastronómicos, asumidos con una vocación integradora.

  
 

Las personas que acudan tendrán acceso a una librería, cuatro salas de cine bien equipadas, una sala de teatro (ideal para puestas de pequeño formato), un café literario, tiendas de Artex y del Fondo Cubano de Bienes Culturales, una sala de fiestas (más amplia que la Casa de la Música de Galiano), una heladería, un restaurante con escenario para espectáculos musicales, un área deportiva, un parque infantil y una zona Wifi que permitirá el acceso a la red de redes…
Ahora mismo en La Habana hay pocos espacios como este —el referente más cercano debe ser la popular Fábrica de Arte, ubicada en el Vedado—, ninguno en zonas consideradas periféricas. Pero lo cierto es que en Alamar viven más de cien mil personas, que hasta ahora debían trasladarse al centro de la ciudad para disfrutar opciones culturales que ya tienen a su alcance.
El acceso al centro será gratuito, se cobrarán los servicios puntuales, siempre teniendo en cuenta las posibilidades del público a los que están dirigidos. Una de las premisas de «Enguayabera» es lograr en alguna medida el sostenimiento económico, porque la inversión ha sido importante.
Aquí, de alguna manera, se experimentarán nuevos esquemas que pudieran extenderse a otras barriadas populosas de La Habana y quizás más allá de la ciudad.
La programación, aseguran los responsables del nuevo complejo cultural, será de calidad, garantizada por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), el Consejo Nacional de Artes Escénicas, el Instituto Cubano de la Música y el Instituto Cubano del Libro.
Esta obra no hubiera sido posible sin el concurso decidido del Gobierno y el Partido de la provincia, que acompañan al Ministerio de Cultura en su empeño de rescatar instituciones en todos los municipios.
«Enguayabera» ha sido fruto de un trabajo serio, concienzudo, inspirado… la comunidad tiene ahora la responsabilidad de cuidar las instalaciones que son, en definitiva, una avanzada cultural en el centro mismo de la ciudad dormitorio.

El Gran Teatro de La Habana reabre sus puertas el Primero de Enero.

 
Por: Ismael Francisco, Mónica Rivero


Coronado con victorias aladas en sus esquinas, entre las calles San Rafael, San José, Consulado y Prado, el Gran Teatro de La Habana “Alicia Alonso” correrá telones nuevamente el 1ro de enero luego de tres años de reparación capital y a un siglo de su inauguración con el aspecto que le conocemos hoy.
En 2013 cerró al público para acometer una reparación que abarcó todo el inmueble. En el transcurso de estos dos años, mediante la inversión de unos 50 millones de pesos, se han restaurado fachadas, vestíbulos, palcos, cubierta y tabloncillo. Asimismo, mobiliario, telones, sistema de climatización, acústica, mecánica escénica, salones de ensayo, y más de 20 camerinos y baños son nuevos.
Además de la restauración de las antiguas instalaciones, se abren otras nuevas. Es el caso del Ópera Café, ubicado en el antiguo Correo de la esquina de Prado y San José, con 71 plazas; el Tablao Flamenco, con capacidad para 152 personas y ubicado en el antiguo Cabaret Nacional, donde se realizó un trabajo para finalmente aislar el sonido de este espacio, que contará además con un bar y una cava.
Uno de los cambios más significativos es que el vestíbulo de la sala García Lorca fue ampliado a partir de la desaparición del Café Adagio. En este espacio será develada una escultura de Alicia Alonso —quien da nombre al teatro desde septiembre, obra de José Villa.
En la primera planta del inmueble se situó la Sala Monográfica Zoom, que propone un recorrido por la historia del teatro y del Ballet Nacional de Cuba; la sala de conciertos Ernesto Lecuona, con 220 plazas; un Centro de Documentación donde será posible acceder a material de archivo sobre le teatro; y la Galería Orígenes, del Fondo Cubano de Bienes Culturales y el Consejo Nacional de las Artes Plásticas, la cual presenta desde este domingo una exposición dedicada a premios nacionales de la manifestación. En cada uno de estos espacios, será Artex quien ofrezca los servicios.
La segunda planta acoge la Sala Carpentier, con un escenario y capacidad para 890 personas sentadas; así como un bar. Este será un espacio destinado a presentaciones literarias o de otro tipo, eventos o conciertos de diverso formato, en el ánimo de diversificar las propuestas artísticas del teatro, hasta ahora concentradas casi exclusivamente en la danza.
Aun así no cabe duda de que ese sello continuará distinguiendo al GTH. De hecho, su reapertura acontecerá con la tradicional Gala que realiza el Ballet Nacional en ocasión del aniversario del Triunfo de la Revolución.
El programa seleccionado incluye el primer acto de Giselle, el segundo de El lago de los cisnes y el tercero de Coppélia, todos con coreografía de Alicia Alonso; protagonizados por Anette Delgado, Dani Hernández, Sadaise Arencibia, Alfredo Ibáñez, Viengsay Valdés y Víctor Estévez respectivamente.
El domingo 3 de enero, a las 5 de la tarde, el Gran Teatro presentará el mismo programa. Las entradas ya están a la venta en la taquilla de la institución ubicada en Prado 458 entre San Rafael y San José, los días 28, 29 y 30 de diciembre y 2 y 3 de enero, entre 9 de la mañana y 5 de la tarde. Los precios, como es habitual, varían según la posición dentro de la sala: platea 30 pesos, primer y segundo balcones 25, y tertulia y paraíso 10.
Todo el diseño, la planificación, la creación del manual de identidad, fue a cargo del grupo Espacio, que tuvo especial cuidado en que los códigos modernos no perjudicaran la identidad del teatro ni su estilo original.
“Tres cosas tiene La Habana que causan admiración: El Morro, la Cabaña y la araña del Tacón” es un viejo dicho popular que halagaba la lámpara de esta sala. La actual es nueva y hecha con cristal de Bohemia. De hecho, es nuevo y de primera generación todo el sistema de iluminación y acústico.
Asimismo, se trabajó por la optimización de espacios en función de la comodidad: se agrandó el foso donde se ubica la orquesta, las butacas son más amplias y de mayor confort, si bien con ello disminuyan las capacidades generales de la sala.
En general, las funciones están programadas para fines de semana. El resto de los días abrirá al público para ofrecer visitas guiadas por valor de 5 pesos y 5 adicionales si se desea hacer fotografía.

Segunda reapertura

De lo que fuera originalmente el Teatro Tacón, el más grande y lujoso de América Latina y el tercero del mundo, desde 1906 solo se conserva la sala García Lorca, la mayor y principal del edificio. En ese año la Sociedad de Beneficiencia de Naturales de Galicia compró el teatro primigenio y la manzana en que se ubicaba, por 525 mil pesos. El edificio actual se construyó entre 1907 y 1915, con un costo de 1 millón 800 mil pesos, para albergar la sede del Centro Gallego de La Habana. El proyecto del belga Paul Belau fue seleccionado entre varios que se presentaron a concurso.
Cien años después, este teatro que conoce tantos pasos, tantas notas, vuelve a tener una inauguración. Vuelve a ser nuevo.
 (Tomado de Cubadebate)

Fin de año en Cuba



Por: Ciro Bianchi Ross
26 de Diciembre del 2015 
El año es ejemplo de proceso cíclico; guarda una relación analógica con procesos tales como el día, la vida humana,  el devenir de una cultura… todos con una fase ascendente y otra, descendente. El fin de un año es siempre para el ser humano ocasión de balance y recuento;  momento propicio para repasar éxitos y fracasos, y contrastar lo conseguido con lo que no se alcanzó. A las 12 de la noche del 31 de diciembre se cierra una etapa que da paso enseguida a otra que se abre con nuevas metas, que a veces vienen de antes como esos siempre anhelados e invariablemente incumplidos propósitos de abandonar el cigarrillo, visitar a la vieja tía enferma o rebajar el peso corporal. Se dice: «Año nuevo; vida nueva».
Las fiestas navideñas y de fin de año comienzan con bastante anticipación. Desde que entra diciembre los grandes comercios nos recuerdan, con motivos alegóricos y tímidas rebajas de precio, su cercanía, y la puesta del arbolito, con sus luces y bolas de colores, es una fiesta para la familia. Crece el júbilo y el ritmo laboral decrece. Las enfermedades dan un respiro. O la gente da un respiro a sus enfermedades y, aunque los males sigan ahí, se aplaza hasta enero la visita al médico. Los que muy de tarde en tarde prueban las bebidas alcohólicas, no vacilan entonces,  por aquello de que «un día es un día», en darse su trago, y a veces más de uno, y el que mira hacia otro lado para no saludar a nadie, hay que aguantarlo para que no apurruñe entre los brazos al vecino. Llegan las tarjetas de felicitación. Dicen más o menos lo mismo: «Felices fiestas y Próspero año nuevo».
Son las fiestas por el nacimiento del Niño Dios. Pero en Cuba, al igual que sucede en otros muchos países, la celebración se ha desacralizado y esos días pasaron a ser grato motivo de reunión familiar y de reencuentro de amigos, aunque los templos católicos se llenen de feligreses, no siempre devotos, para escuchar la Misa del Gallo, que se oficia a las 11 de la noche del 24 y que ahora puede ser a las nueve o a cualquier otra hora.

Lo que sobró

La cena del día 24, la Nochebuena propiamente dicha, es el centro de la celebración. Ese día —puede ser también el 31— para muchos es importante estrenar una pieza de ropa, sea una chaqueta o un calzoncillo. La familia cubana no tiene, en la ocasión, una hora fija para cenar. Se impone, sí, en la mayoría de la Isla, hacerlo en familia, y se espera tenerla toda a la mesa para empezar a degustar los frijoles negros dormidos y el arroz blanco desgranado y reluciente, la yuca con mojo, el puerco asado o el guanajo relleno o sin rellenar que, junto con los postres caseros, como los buñuelos de navidad, y una amplia gama de dulces en almíbar y turrones españoles, son los platos —también el guineo en salsa negra— que conforman la comilona de la fecha que, en un país sin tradición ni cultura vinícola, se riega por lo general con cerveza helada. No son frecuentes en la Nochebuena cubana el cordero ni los pescados y mariscos, tampoco el bacalao, habituales en otras latitudes.
En una fina evocación de la cocina cubana escribía el poeta Miguel Barnet:
«No escapan a mi memoria las nochebuenas de mi casa marina, con el lechón al pincho, el pavo gigante o el pargo asado a la catalana, todo acompañado de plátano maduro frito, tostones rubicundos o yuca con mojo de ajos».
Sabe el escribidor que en la Cuba de hoy no todos comen siempre lo que quieren.  Pero está convencido de que no hay familia cubana que se acueste sin comer. Por modestos que sean sus recursos, siempre se reserva algo especial o al menos distinto para esa noche.
Decía uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano promedio no es tan importante lo que llevó a la mesa en la Nochebuena, sino lo que sobró, a fin de poder comentar que hubo tanta comida que en su casa no se hizo necesario cocinar al día siguiente. En realidad, la cubana no suele meterse en la cocina el 25, que es el día de la llamada montería, esto es, de comer lo que quedó  de la noche anterior.
Se quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar la botella que quedó mediada de la noche  o para aliviar el ajetreo de jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los últimos años la cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para celebrar la fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo ciclo con el almuerzo del 1ro. de enero.
Tanta proeza metabólica deja, al que más y al que menos, con el aparato digestivo sobresaltado. Queda aún un día más, el de la llegada de los reyes magos, los tres sabios que aparecen en los Salmos y que, como una representación omnisciente de la humanidad toda, rindieron homenaje al niño de Belén.
Con ellos, se acaban las fiestas. Queda en un rincón, nadie sabe por cuántos días más, el arbolito ya oscuro y cada vez más empolvado. Si se montó con la ilusión de los días por venir, quitarlo se convierte en una tortura que se pospone una y otra vez hasta que alguien en la casa se llena de valor y lo desmonta para guardar con cuidado las bolas de colores y las luces que se utilizarán de nuevo al final de ese año.

El muñeco y la maleta

Hay en esto del fin de año costumbres que se mantienen y nuevos usos que pugnan por perpetuarse.
El escribidor, que está ya a las puertas de los 70 años, no recuerda haber visto nunca antes de 1959 salir a nadie, a las 12 de la noche del 31 de diciembre, con una maleta en la mano a fin de darle la vuelta a la manzana. Se trata de una costumbre que ahora se va extendiendo y los que la practican refieren que es la forma de asegurarse un viaje al exterior. O de propiciarlo. Tampoco vio el escribidor quemar un muñeco que simbolizara el año viejo, como se hace hoy en algunas localidades, con el pretexto de eliminar lo malo del período que termina. Un muñeco de trapo que conforman los más jóvenes de la zona y que, con nuevos añadidos,  va engrosando día a día hasta el final. En algunas ciudades, como Remedios, en la región central del país, el 24 de diciembre es la fecha de la celebración de sus célebres Parrandas. Los remedianos entonces cenan temprano para estar en la plaza central cuando se inicie una fiesta en que «carmelitas» y «sansaríes» discutirán el triunfo a cohetazo limpio.
Cuando yo era niño, el lechón, que era como le llamábamos, o, en su defecto, el pernilito, se asaba en la panadería. Llegado el 24, la familia sacaba del cuarto de los trastos la tártara o  plancha, guardada desde el año anterior, que el panadero metería en el horno y que, ya asado el animal o su pata, oficiaba como una especie de parihuela para trasladarlo a la casa. La cosa se ponía fea cuando el reloj empezaba a correr, llegaban las ocho o las nueve de la noche, la ansiedad comenzaba a hacer estragos y el lechón no regresaba de la panadería, aunque desde temprano en la mañana se había solicitado el servicio. Y es que debía esperar su turno.  De aquella época vienen a la memoria del escribidor los nombres de algunas panaderías, todas en el reparto Lawton: El Buen Gusto, en Concepción esquina a Armas; San Francisco, en la calle del  mismo nombre entre Delicias y Diez de Octubre;  La Princesa, en 16 esquina a Concepción y El Bombero, en Porvenir esquina a B, que es, creo, el único de estos cuatro establecimientos que permanece abierto.
Tanto si se asaba en la panadería o en la casa, el proceso tenía sus complejidades. Se mataba el animal el día antes y se recogía la sangre para las morcillas. Se le echaba  agua hirviendo, y se frotaba con un ladrillo para sacarle la piel y blanquearlo. Se afeitaba y enjuagaba. Se abría y se extraían las vísceras. Se enjuagaba entonces por dentro y se colgaba para que escurriera. Se adobaba por la noche y al día siguiente se escurría ese adobo y se ponía el cerdo en la parrilla. Si se había decidido asarlo en la casa una opción era de la abrir en la tierra un hueco de medio metro cuadrado, abastecerlo de carbón o leña suficiente, y colocar la parrilla sobre cuatro estacas. El asado se alejaba de la candela a medida que el animal se cocinaba. Mientras el puerco se asaba, las vísceras fritas, que era  lo primero que se comía, acompañaban el ron o la cerveza. Todo eso era parte del folclor.

Aguinaldo

Se aproximaban las fiestas de fin de año y los recogedores de basura y los que barrían la calle tocaban a las puertas de las casas para felicitar a las familias. Las habían servido durante los meses precedentes  y con su saludo sugerían una pequeña recompensa, el  llamado «aguinaldo». La sugería también el cartero, que dejaba, al igual que los otros, una pequeña tarjeta con un mensaje amable y esperanzador. Todo a cambio de la clásica peseta; los 20 centavos que era lo que por lo general se obsequiaba. Llegada la fecha, el bodeguero recompensaba a sus clientes: una lata de dulces en almíbar, un turrón o una botella de ron o de vino, una dádiva que estaba en proporción con el gasto en que el cliente hubiera incurrido durante el año y que aseguraba que el sujeto siguiera haciendo allí sus compras. Entonces, todavía no éramos usuarios.
Todavía hasta los primeros años de la Revolución se anunciaba en la prensa el saludo del cuerpo diplomático acreditado al Presidente de la República y el coctel con que el mandatario correspondía al saludo  el día primero del año en el Salón de los Espejos de Palacio. El 31 de diciembre de 1966 se celebró el aniversario del triunfo de 1959 con una cena gigante en la Plaza de la Revolución, a la que asistieron los principales dirigentes y funcionarios del Estado.

El cubo

Una tradición que ha resistido todas las épocas es la del cubo. Cuando el reloj va a marcar las 12 del día 31, tiene ya el cubano preparado detrás de la puerta un cubo lleno de  agua que lanza a la calle con la duodécima campanada, con la esperanza de que se lleve todo lo malo y que, por bueno que fuera el año que se va, sea mejor el que llega. Están las 12 uvas y la copa de champán o de sidra, una tradición que ha vuelto. Pero nunca antes que el cubo que se lanza a la calle con alegría y esperanza.
Hemos tenido fines de año mejores que otros. El 31 de diciembre de 1898 cesó en Cuba la soberanía española. La nueva situación provocó sentimientos encontrados en el cubano de a pie. Unos lloraban, otros reían, escribía el cronista Federico Villoch. Era una conmoción nerviosa difícil de contener. No se luchó durante tantos años para que al final fuera la bandera norteamericana la que tremolara en la Plaza de Armas y en el Morro. Pero la salida de España, luego de 400 años de dominación, ocasionaba alivio y alegría.
Sesenta y un  años después, el agua del  cubo del fin de año de 1958 arrastraba a Batista y a su camarilla. Y a todo un régimen social. Por primera vez en la historia la frase «Año nuevo; vida nueva» empezaba a ser una realidad para los cubanos.
(Tomado de Juventud Rebelde)

El uno en la cola



Daniel Chavarría
26 de Diciembre del 2015
En el Hurón Azul de la Uneac, para libar a bajo costo, yo me reunía con un grupito de escribas borrachones. El talentoso dramaturgo José Ramón Brene, hombre humilde, bondadoso, muy lúcido y de frases oportunas, mencionó una vez ciertas desventuras suyas que lo llevaran a convertirse en un alcohólico impenitente, y se declaró el mayor comemierda de Cuba. Y yo, con ánimo de aliviarlo un poco y compartir su tristeza del momento, aduje que ese título lo merecía yo; y para demostrárselo le conté la siguiente historia.
En los años 80  Armando Hart, entonces ministro de Cultura, solía invitar a escritores a apreciar de cerca ciertos logros económicos e industriales de la Revolución, con idea de inspirarnos a escribir sobre ellos. En una ocasión se programaron tres días en los alrededores de Cienfuegos. En la lista de invitados figuraban Pablo Armando Fernández, el vasco Eguren, Manuel Cofiño, Rafael Alcides, Marilyn Bobes, Osvaldo Navarro, Miguel Mejides, Sergio Chaple, y una decena de jóvenes literatos con sus novias. Se nos anunció que visitaríamos una central termoeléctrica de tecnología soviética en construcción, una enorme planta productora de fertilizantes, obras portuarias, fincas agrícolas, escuelas, hospitales. En todas partes, nuestro compromiso ante el MINCULT era asistir a coloquios con miembros de la dirigencia y el sindicato. Luego se nos ofrecería algún refrigerio.
Ya en Cienfuegos, durante la segunda mañana nos anunciaron la visita a una quesería de Cumanayagua y Rafael Alcides me comentó que esa debía ser la fábrica que produjo el famoso queso de la Reina.
––¿Y cuál queso es ese? ––le pregunté yo.
––Coño, Chava: no puedo creer que un escritor de novelas de espionaje no conozca esa historia.
Y me explicó que el municipio de Cumanayagua mantenía viejas relaciones con la corte británica, consumidora de uno de sus quesos de excelencia. Yo me pregunté qué excelencia podría ofrecer Cumanayagua a los paladares de Buckingham Palace, tan cercanos a las 500 variedades de exquisitos quesos franceses, holandeses, españoles e italianos. Pero como soy una persona ingenua, muchas veces rechazo las advertencias del sentido común contra posibles falsedades que me gustaría fuesen ciertas.
Por la noche, un historiador cienfueguero, a pedido de Alcides, me informó que Winston Churchill, antes de hacerse famoso visitó Cuba y se aficionó al tabaco de Pinar del Río y al queso de Cumanayagua; y durante el reinado de Eduardo Séptimo, su hijo, el futuro Jorge Quinto, probó el queso en casa de Churchill y lo recomendó a su familia que lo aceptó en pleno; pero a principios de los años 60, la hostilidad de los EE.UU. contra la Isla los indujo a interceptar el anual envío de 200 kilos del Queso de la Reina con idea de envenenarlo para luego divulgar que en Cuba habían enloquecido y decidido liquidar a la dinastía real británica. Patrañas de este tipo eran  creídas y divulgadas por los anticomunistas de entonces. Se llegó a decir que la Revolución planeaba quitar la patria potestad a los padres y enviar a sus hijos a la URSS para ser convertidos en corned beef y embutidos varios.
El siniestro plan de la CIA no llegó a consumarse gracias a la contrainteligencia cubana que impidió el arribo del tósigo a Londres; pero cuando quedaron los hechos al desnudo, la CIA salió ganando porque sus sempiternos aliados creyeron, o fingieron creerse, la versión gringa y desestimaron la cubana.
Como es lógico, aquí se optó por no magnificar la infamia y echarle cuanto antes tierra al asunto. Y muy poca gente conoció en Cuba los detalles del macabro intento.
Al día siguiente de informárseme todo aquello, unas 20 personas visitábamos la quesería, y en una nave, un técnico nos estaba explicando cierto procedimiento para la elaboración de un queso verdoso presentado en horma octaédricas. Para catar su sabor, una empleada pasó con una bandeja y nos lo dio a probar en generosas cuñas. A todos nos gustó mucho. Yo lo encontré muy parecido al Gouda y pensé que no solo merecía hallarse en las despensas de Buckingham Palace, sino en todas las cortes reales y casas de gobierno en países del Primer Mundo.
En determinado momento, Alcides interrumpió al expositor para preguntarle si ese era el...
––¿Usted se refiere al Queso de la Reina? ––lo interrumpió el técnico.
Y tras un gesto de contrariedad, con evidente irritación, el hombre le dijo:
––Sí, es este; pero eso es todo lo que puedo decirle.
––Es que yo quería saber...
––Por favor, compañero, olvídese de eso y déjeme seguir explicando su elaboración.
Cuando montamos en el autobús de regreso al hotel, oí que el vasco Eguren, sentado detrás de mí, llamaba a Alcides y se ponía a regañarlo:
––Coño ¿tú eres bobo, chico? ¿No ves que esa preguntica tuya va a provocar que ahora vuelvan a decir que los escritores somos una partida de conflictivos?
––¿Y acaso está prohibido hablar de eso?
––Yo no sé si está prohibido, pero al técnico lo encabronó tu pregunta y por algo sería. Pero como tú eres un indiscreto, querías seguir...
––Ese tipo es un comemierda, y tú un comunista Neanderthal. Y yo no estoy aquí para aguantar ahora tus teques de comisario político estalinista.
Mientras seguía la discusión, Mejides, sentado a mi lado me daba codazos y me decía en voz baja:
––¿Ves? Ya empezaron con la mariconá.
En ese momento, yo sentí angustia y al intervenir para aplacar los ánimos, propuse que en vez de alterarnos, debíamos escribir una novela colectiva.
Pablo Armando y Cofiño me apoyaron, y otro sugirió que yo, como escritor de aventuras políticas, debía concebir una trama, definir los respectivos contenidos y luego distribuirlos entre los participantes.
Yo me lo tomé muy en serio y pregunté si en el Ministerio del Interior estarían dispuestos a suministrarnos información; y en una especie de colectivo autoral improvisado, se aprobó que yo me dirigiera a la Dirección Política del Minint e hiciera la consulta en persona.
A esas alturas yo mismo me había entusiasmado tanto que concebí una trama en dos momentos: meteríamos un romance de Churchill con una lugareña; y en tiempos modernos una intriga de la CIA para desacreditar a Cuba y forzarla a incumplir sus compromisos, al tiempo que por la vía diplomática se presionaría al gobierno de Her Majesty para abandonar toda relación comercial con la isla comunista.
Aprobados con aplausos los dos períodos de mi trama, llegamos a nuestro hotel de Pasacaballos donde yo seguí dándole vueltas a la idea.
Después de la cena me interceptó un cincuentón que se presentó como capitán del Ministerio del Interior y jefe de la seguridad del hotel. De paso me informó que cuando el caso del queso envenenado, él fue uno de los investigadores enviados a la planta de Cumanayagua para interrogar al personal; y yo aproveché para preguntarle si él creía que el Ministerio aprobaría una novela que tratara el asunto del sabotaje.
Él se encogió de hombros, me dijo que no podría afirmarlo, pero estimaba que nada perdería yo con intentar.
Durante la tarde del regreso a La Habana, cuando los supuestos coautores vieron los crecientes bríos con que yo me metía en aquel laberinto y ante mi decisión de presentarme al Minint para indagar sobre el inexistente affaire del Queso de la Reina, se apiadaron de mí, y de paso por Guanabo me llamaron al fondo de la guagua y me confesaron que todo el asunto del queso de Cumanayagua era una engañifa del grupo para ver hasta dónde llegaban mis impulsos creativos.
Me explicaron que el historiador, el técnico de la quesería, y el jefe de la seguridad del hotel, se habían complotado para contribuir al verismo de la historia: en realidad no habría novela colectiva ni yo necesitaba para nada ir al Minint: gracias a mi pasión narrativa y fertilidad, ellos le habían dado el empujoncito inicial a una excelente trama en la que debía continuar yo solo.
En realidad eso me alegró, porque entusiasmado con el proyecto que ahora sería de mi exclusiva incumbencia, avizoraba buenas posibilidades para una novela muy original y divertida.
Esta fue mi narración a José Ramón Brene aquella noche en el Hurón Azul, y él insistió en ser un gran comemierda pero no tanto como yo. Y desde entonces cuando me lo encontraba acodado al mostrador de una taberna cercana al Icaic, o sentado en un murito de la calle 12, tomando guarfarina casera junto a otras esponjas del barrio, de acera a acera me gritaba:
—Chava, tienes el uno en la cola.

 (Tomado de Juventud Rebelde)