Por: Alina Perera •
27 de Agosto del 2016
Si hubiera contado con antelación esta historia a mi querido
colega Michel Contreras, él, con su fino y vertiginoso sentido del
humor, hubiera dicho en clara alusión a cómo muchas veces termino
escribiendo aquello que se salió de lo monótono y me tocó: «Habrá
crónica…».
Pues sí, tiene que haberla después de lo que me ha sucedido y que se
destaca por bueno. Tiene que haberla, porque así como la maldad duele y
nos incita a comentarla y lamentarla, cada gesto de virtud, como uno del
cual hace pocos días fui destinataria, alivia y ampara.
La historia es que salí en busca de un servicio a través del cual
optimizaría el funcionamiento de la computadora que es herramienta de mi
oficio. Del taller, estatal, ubicado en la habanera esquina de Infanta y
Zanja, regresé un buen día a casa muy complacida por la calidad del
trabajo de reparación. Y a la mañana siguiente recibí una llamada
telefónica mediante la cual una muchacha me notificaba la necesidad de
regresar al taller, pues debían devolverme un dinero que por error
numérico habían cobrado de más.
Una vez allí me explicaron que el precio de las piezas utilizadas ya
no era el mismo de otros tiempos, y que yo debía firmar, por segunda
ocasión, dos comprobantes de los cuales uno se iría conmigo.
Debo confesar que sentí sorpresa mientras atendía la llamada
telefónica. Pensaba —y aquí está el núcleo de la reflexión—, que debemos
preocuparnos cuando episodios de la honradez nos resultan, más que
naturales, inesperados.
En mi imaginación desfilaron, tras recibir la agradable noticia,
diversas variantes de posibles trampas: podrían haber desaparecido los
modelos viejos y en su lugar, con la firma que yo había estampado,
aparecer otros; podría yo no haberme enterado jamás del error
enmendando, y estar feliz por la excelencia del servicio.
Pero la integridad tocó sobre mi hombro. Reparé en cómo por una
suerte de reflejo condicionado nos hemos puesto a esperar, al doblar de
cada esquina, más por el pillaje que por la rectitud, lo cual es una
secuela de estos años difíciles en que el desgaste y las urgencias
materiales han alcanzado las dimensiones del alma.
Con mucha frecuencia, entre colegas y amigos, nos hemos preguntado
últimamente en nombre de qué muchos de quienes lidian con «recursos»,
con bienes materiales, tienden a medrar, a sacar cuentas extrañas, a
dañar al otro a toda costa. ¿Acaso porque se ha impuesto una infinita
cadena de necesidades y hay que resolver de cualquier modo? ¿Acaso
porque la vida está cara y va a galope y no hay tiempo de mirar a la
decencia, y se impone el desafuero, ya sea detrás de una pesa, o en un
almacén, o detrás de un mostrador, o contabilizando y cobrando algún
servicio al ciudadano?
Las circunstancias, esas que cada uno de nosotros conoce y vive un
día detrás del otro en la Isla, pueden explicar —como dice un colega y
maestro— la naturaleza de la conducta, pero no justificarla si en ella
va la negación de lo mejor que el ser humano, tras siglos de batalla
consigo mismo, ha podido depurar y cultivar.
Pienso que en toda elección que el Hombre hace, en cada camino que
toma tras saltar una encrucijada, incluso la más dura, habita un asunto
de conciencia. La situación material gravitará con su severo peso, pero
siempre habrá un umbral donde nos revelaremos contra lo que nos
convierta en rehenes dóciles de los impulsos más básicos.
Es cierto que seremos mejor sociedad cuando el bienestar, sostenible y
tangible, abone el terreno donde pueda darse con mejores bríos la flor
de la virtud. Mas desde ahora es un deber luchar porque los gestos de
honradez, más que rara avis, sean episodios naturales. Cuando ese afán
sea una realidad, sí podremos sentir (aunque a la casa le sigan faltando
objetos) que hemos crecido donde más importa: las moradas de los
sentimientos y de la conciencia.
Tomado de Juventud Rebelde.
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