Graziella Pogolotti •
7 de Enero del 2017
Enero convida a meditar sobre la función social del conocimiento. La
rápida traducción práctica de los saberes científicos en aplicaciones
tecnológicas que transforman el trabajo humano, introducen cambios en
nuestra en nuestra cotidianidad. Multiplican productos de toda índole y
conduce a valorar en términos de beneficios económicos tangibles la
contribución al desarrollo. Desde ese punto de vista, la experiencia
cubana demuestra que las inversiones en este terreno redundan en
beneficios comerciales por la venta de artículos de alto valor agregado.
No se ha divulgado de la misma manera el significado del conocimiento
en la construcción de hegemonías. En un proceso secular, la burguesía
se valió de ese recurso para desplazar a la nobleza parasitaria. La
ciudad fue su ámbito natural. En ella se fundaron universidades, se
configuraron las llamadas profesiones liberales. De ella se nutrieron
médicos, juristas, pensadores abiertos al humanismo, administradores
constituidos en simiente de las ideas mercantilistas. La Gran Bretaña
afirmó su poderío en el dominio de los mares. Para acelerar los cambios,
Cromwell encabezó una revolución. Más tarde la enciclopedia ofreció una
síntesis del saber acumulado y la Revolución francesa estremeció el
mundo al derribar estructuras periclitadas y al internacionalizar la
ideología de la burguesía triunfante.
Un señor llamado Gutenberg inventó la imprenta. El libro sustituiría a
los manuscritos, obra de pacientes copistas, conservadas en conventos.
Dotado de esa capacidad multiplicadora, el conocimiento se diseminaba,
cruzaba fronteras, viajaba en las bodegas de los barcos.
Cada vez más, los centros de poder se constituyen en monopolios de la
producción de conocimientos. Al amparo de normas internacionales
protectoras de propiedad intelectual, las ganancias benefician al
capital, prescindiendo de consideraciones éticas respecto al uso social
de esos adelantos. El investigador de hoy ha dejado de ser el alquimista
solitario del Medioevo. Necesita sofisticados laboratorios y tiempo
para la validación de sus experimentos. Ha pasado a ocupar la condición
de asalariado altamente remunerado, aunque sin capacidad de decisión
respecto al uso de su trabajo. Por ese motivo, las preocupaciones éticas
ocupan un lugar creciente en el universo de los científicos.
Al abordar estos temas por la opinión pública y el entorno del saber
común cotidiano no menos importante, prevalece la tendencia a asociar el
concepto de ciencia a las llamadas exactas y naturales, frecuentemente
denominadas ciencias duras. Ciertas expresiones economicistas
contribuyen a soslayar el papel de las ciencias sociales, decisivo a la
hora de diseñar un proyecto de país y de participar en el importante
debate acerca de las amenazas que pesan sobre el destino de nuestra
especie, debido a las repercusiones del cambio climático y también en
cuanto a la fractura radical entre el mundo de las cabezas que define el
rumbo del mundo y las manos, ejecutoras de tareas, ajeno a la toma de
decisiones. Hace medio siglo estas realidades no se manifestaban con
tanta claridad. En el contexto del proceso descolonizador, la tradición
latinoamericana se valió del análisis de los problemas derivados del
subdesarrollo y la dependencia para analizar la realidad de nuestros
países.
Apareció una generación de economistas que, en muchos casos,
prestaron servicios a la naciente Revolución Cubana, dedicada
empeñosamente a la formulación de propuestas. Esta perspectiva de
análisis influyó en sociólogos, historiadores y en un repensar el
concepto de cultura. La contraofensiva fue violenta. Bajo el manto de
las dictaduras de nuestra América, se instauró el dogma neoliberal con
sus bien conocidas consecuencias en la vida de los pueblos.
Al proponer las bases de una política científica para nuestro país,
Fidel se planteó una perspectiva integradora que, recolocada en aquel
contexto, ofrece claves indispensables para el debate contemporáneo.
Para edificar un futuro de hombres de ciencias y de pensamiento, era
necesario establecer vínculos sólidos y flexibles entre los distintos
componentes de la realidad, favorecer la convergencia entre saberes,
actuar simultáneamente en varios ámbitos.
Los institutos de la Academia de Ciencias abordaron temas
relacionados con el estudio de la sociedad. Incorporaron a especialistas
que, en condiciones adversas, habían explorado esas zonas del saber.
Por otra parte, el Centro Nacional de Investigaciones Científicas
(CNIC), matriz del impresionante desarrollo en el terreno de la
biología, se integraba al proceso de transformación de la Universidad.
La singularidad de esta concepción se manifiesta en el modo de
simultanear la edificación del provenir y la superación de la herencia
del subdesarrollo. El proyecto se estaba forjando mientras se preparaban
las condiciones para emprender la Campaña de Alfabetización, punto de
partida para el rescate de talentos, algunos de los cuales han sido
protagonistas de logros notables.
La realidad contemporánea nos sitúa ante caminos que se bifurcan. Un
error de apreciación puede poner en juego, tanto el destino de nuestro
pueblo como el de la humanidad. Subordinar la apertura hacia el
conocimiento a la obtención de ganancias prescindiendo de
consideraciones éticas y de las exigencias reales de la sociedad es
tentación suicida. En sentido inverso, colocar la investigación al
servicio del desarrollo humano establece la coherencia necesaria entre
la formulación de los propósitos de la educación, así como el justo
equilibrio entre el impulso a las ciencias exactas, naturales y
sociales, para comprometer a la sociedad en su conjunto en un debate
dirigido a la superación de nuestros actuales quebrantos en el plano
concreto del funcionamiento de la economía y en el rescate de nuestros
mejores valores. Por esa vía, la apuesta a favor del conocimiento
potencia el valor cultural de la ciencia, tal y como lo comprendieron
siempre los fundadores de la nación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario