En ciclo inalterable, año tras año, los días se
abrevian como si el Sol, esa fuente de luz y de vida, se fuera retirando
paulatinamente. Desde los tiempos más remotos, la humanidad aprendió
que tanta oscuridad sería pasajera y que, de manera imperceptible, las
jornadas volverían a extenderse. Supo que la naturaleza habría de
regular su existencia toda.
En los países templados del hemisferio norte, el solsticio de invierno anunciaba los tiempos duros en que el pasto había de escasear para los animales. Era un momento que exigía resguardarse al calor del hogar. En ese difícil paréntesis habitaba una esperanza, porque los días volverían a alargarse, la primavera florecería y llegaría el solsticio de verano con sus celebraciones colectivas en torno a la recogida de las cosechas.
Olvidados los remotos orígenes, en países que no conocen la nieve, más allá de la diversidad de creencias, el 24 de diciembre es ocasión de encuentro familiar. Pero, según el calendario vigente, el solsticio de invierno, ese instante en que apunta el regreso de la luz, se produce entre el 21 y el 22 del propio mes. Coincide con la jornada en que rendimos homenaje a los educadores, fecha conmemorativa del fin de la Campaña de Alfabetización. La coincidencia tiene una poderosa carga simbólica. El permanente renacer descansa en los escolares que, sucesivamente, transitan por nuestras aulas. No siempre reconocida en todo su alcance, la figura del maestro desempeña un papel social de primer orden. En ella reside la garantía del futuro que se va haciendo día a día en un mundo de aceleradas transformaciones que imponen constantes reajustes en los contenidos de los programas, en los métodos de enseñanza y en la renovación de la didáctica.
Me pregunto a veces acerca de las razones de mi inclinación temprana por el magisterio. No me viene por tradición familiar. Todo lo contrario. Mi padre tenía una posición antiacadémica. Preocupado por mi porvenir, me recomendaba seguir un camino más utilitario. En mi recorrido, desde los primeros grados hasta la Universidad, tuve profesores que dejaron huella en lo más íntimo de mi sensibilidad. Admirados por su saber y su vocación de servicio, permanecen en mi memoria, sobre todo, por valores asentados en principios de equidad insoslayable y por la capacidad de reconocer, en un conglomerado numeroso, los rasgos característicos de cada personita, con el propósito de ofrecer el aliento necesario en el parpadeo de angustia que atraviesa las vidas de todas las criaturas. En esos detalles del actuar cotidiano se forjan los valores de justicia y solidaridad. Entre tantos recuerdos de mi primerísima juventud, se mantiene el de Raúl Ferrer.
Aparecía de tarde en tarde y relataba con pasión sus experiencias de maestro en la escuelita rural de Yaguajay. Andar por la vida implica transitar por momentos de realización plena y asimilar contrariedades y desencantos. Al cabo de un largo recorrido, no me arrepiento de mi entrega a la enseñanza.
La época es otra y los desafíos tienen una envergadura ayer impensable. Ante la presencia acrecentada de la tecnología, la figura del maestro parece desdibujarse. En nuestro complejo contexto económico, los salarios no constituyen un estímulo suficiente, a pesar de los esfuerzos realizados ante el déficit en el logro de la plena cobertura docente. Y, sin embargo, en esa luz que asoma en el solsticio de invierno está el futuro de la nación. Corresponde a la sociedad en su conjunto emprender acciones que otorguen al docente el prestigio y el reconocimiento merecidos. No basta con el homenaje de un día en el ámbito reducido de la escuela. Es tarea permanente diseñada a mediano y largo plazos. El país dispone de una tradición pedagógica que comenzó a pensar en cubano desde los días de la colonia y mantuvo la reafirmación identitaria durante la neocolonia. Hay que modificar jerarquías impuestas por la costumbre y situar en lugar cimero al maestro que funda los cimientos en la infancia. Hay que otorgar visibilidad pública a quienes entregaron a la enseñanza una prolongada trayectoria y también a aquellos que, ahora mismo, se empeñan desde el anonimato al mejor ejercicio de sus funciones.
El perfeccionamiento de la educación es un proceso ininterrumpido. En el ámbito académico y en el espacio público se ha debatido ampliamente acerca del estudio de la historia para entender de modo más efectivo qué somos y de dónde venimos. El asunto reviste indiscutible importancia. Similar urgencia reclama la defensa y rescate del idioma. Es medio de comunicación entre los seres humanos y el canal de acceso al conocimiento. Padece ahora agresiones de toda índole.
Las más recientes y activas proceden de la simplificación de los mensajes transmitidos por vía electrónica. Influye también la progresiva pérdida de los hábitos de lectura y la decreciente fluidez en el desciframiento del texto escrito.
Ante la presencia absorbente del audiovisual, desde el recinto privilegiado del aula hay que encontrar métodos eficaces para defender la palabra, esa conquista de nuestra especie, portadora de conceptos y de matices que enriquecen lo más íntimo de nuestra sensibilidad. En el mundo contemporáneo parece tarea de gigantes, sin embargo, no podemos renunciar a afrontarla.
El solsticio de invierno constituye la primera señal de un año que está llegando a su término. Son días de celebraciones. Pero las jornadas de asueto deben convocar también a la meditación necesaria.
En los países templados del hemisferio norte, el solsticio de invierno anunciaba los tiempos duros en que el pasto había de escasear para los animales. Era un momento que exigía resguardarse al calor del hogar. En ese difícil paréntesis habitaba una esperanza, porque los días volverían a alargarse, la primavera florecería y llegaría el solsticio de verano con sus celebraciones colectivas en torno a la recogida de las cosechas.
Olvidados los remotos orígenes, en países que no conocen la nieve, más allá de la diversidad de creencias, el 24 de diciembre es ocasión de encuentro familiar. Pero, según el calendario vigente, el solsticio de invierno, ese instante en que apunta el regreso de la luz, se produce entre el 21 y el 22 del propio mes. Coincide con la jornada en que rendimos homenaje a los educadores, fecha conmemorativa del fin de la Campaña de Alfabetización. La coincidencia tiene una poderosa carga simbólica. El permanente renacer descansa en los escolares que, sucesivamente, transitan por nuestras aulas. No siempre reconocida en todo su alcance, la figura del maestro desempeña un papel social de primer orden. En ella reside la garantía del futuro que se va haciendo día a día en un mundo de aceleradas transformaciones que imponen constantes reajustes en los contenidos de los programas, en los métodos de enseñanza y en la renovación de la didáctica.
Me pregunto a veces acerca de las razones de mi inclinación temprana por el magisterio. No me viene por tradición familiar. Todo lo contrario. Mi padre tenía una posición antiacadémica. Preocupado por mi porvenir, me recomendaba seguir un camino más utilitario. En mi recorrido, desde los primeros grados hasta la Universidad, tuve profesores que dejaron huella en lo más íntimo de mi sensibilidad. Admirados por su saber y su vocación de servicio, permanecen en mi memoria, sobre todo, por valores asentados en principios de equidad insoslayable y por la capacidad de reconocer, en un conglomerado numeroso, los rasgos característicos de cada personita, con el propósito de ofrecer el aliento necesario en el parpadeo de angustia que atraviesa las vidas de todas las criaturas. En esos detalles del actuar cotidiano se forjan los valores de justicia y solidaridad. Entre tantos recuerdos de mi primerísima juventud, se mantiene el de Raúl Ferrer.
Aparecía de tarde en tarde y relataba con pasión sus experiencias de maestro en la escuelita rural de Yaguajay. Andar por la vida implica transitar por momentos de realización plena y asimilar contrariedades y desencantos. Al cabo de un largo recorrido, no me arrepiento de mi entrega a la enseñanza.
La época es otra y los desafíos tienen una envergadura ayer impensable. Ante la presencia acrecentada de la tecnología, la figura del maestro parece desdibujarse. En nuestro complejo contexto económico, los salarios no constituyen un estímulo suficiente, a pesar de los esfuerzos realizados ante el déficit en el logro de la plena cobertura docente. Y, sin embargo, en esa luz que asoma en el solsticio de invierno está el futuro de la nación. Corresponde a la sociedad en su conjunto emprender acciones que otorguen al docente el prestigio y el reconocimiento merecidos. No basta con el homenaje de un día en el ámbito reducido de la escuela. Es tarea permanente diseñada a mediano y largo plazos. El país dispone de una tradición pedagógica que comenzó a pensar en cubano desde los días de la colonia y mantuvo la reafirmación identitaria durante la neocolonia. Hay que modificar jerarquías impuestas por la costumbre y situar en lugar cimero al maestro que funda los cimientos en la infancia. Hay que otorgar visibilidad pública a quienes entregaron a la enseñanza una prolongada trayectoria y también a aquellos que, ahora mismo, se empeñan desde el anonimato al mejor ejercicio de sus funciones.
El perfeccionamiento de la educación es un proceso ininterrumpido. En el ámbito académico y en el espacio público se ha debatido ampliamente acerca del estudio de la historia para entender de modo más efectivo qué somos y de dónde venimos. El asunto reviste indiscutible importancia. Similar urgencia reclama la defensa y rescate del idioma. Es medio de comunicación entre los seres humanos y el canal de acceso al conocimiento. Padece ahora agresiones de toda índole.
Las más recientes y activas proceden de la simplificación de los mensajes transmitidos por vía electrónica. Influye también la progresiva pérdida de los hábitos de lectura y la decreciente fluidez en el desciframiento del texto escrito.
Ante la presencia absorbente del audiovisual, desde el recinto privilegiado del aula hay que encontrar métodos eficaces para defender la palabra, esa conquista de nuestra especie, portadora de conceptos y de matices que enriquecen lo más íntimo de nuestra sensibilidad. En el mundo contemporáneo parece tarea de gigantes, sin embargo, no podemos renunciar a afrontarla.
El solsticio de invierno constituye la primera señal de un año que está llegando a su término. Son días de celebraciones. Pero las jornadas de asueto deben convocar también a la meditación necesaria.
TOMADO DE JUVENTUD REBELDE
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