Autor de El principito,
Antoine de Saint–Exupéry fue uno de los pioneros de la aviación
comercial. Gran parte de su obra literaria se inspira en la experiencia
de los pilotos que se aventuraban en aparatos de pequeño porte para
volar a baja altura y escasa velocidad. Los accidentes se producían con
frecuencia, pero la precariedad del vehículo favorecía que, en muchas
ocasiones, pudieran escapar a la muerte. Uno de sus relatos narra la
historia de un colega iniciador de los vuelos trasandinos. El avión cayó
en un alto picacho cubierto de nieves perpetuas. Sin saber dónde se
encontraba, carente de recursos, el navegante no tenía otra alternativa
que caminar sin descanso y sin rumbo. El tiempo transcurría y el
agotamiento se volvía insostenible. Echarse a dormir un rato lo llevaría
a perecer congelado. Tuvo la tentación de hacerlo. Recordó entonces
que, de no aparecer el cadáver, sus allegados no tendrían derecho a
reclamar el seguro. Optó entonces por dejarse rodar por la ladera del
monte. Llegó de ese modo a un valle donde pudo ser rescatado. El poder
de la subjetividad lo había dotado de la energía que permite
sobreponerse a las circunstancias más adversas.
Pocos visitan nuestro Museo de Bellas Artes, donde se exhibe y preserva el patrimonio forjado, en solitario y en circunstancias adversas, por nuestros pintores y escultores. Marginados durante la República neocolonial por una sociedad indiferente, se empecinaron en sembrar obra con vistas a un porvenir más promisorio que, con toda probabilidad, no llegarían a conocer. Vivieron en la pobreza y, en algunos casos, como el de Ponce y Víctor Manuel, en la miseria extrema.
Recuerdo los días de mi infancia en el ahora mítico Hurón Azul. Es una modestísima casa de madera, situada en el actual municipio de Arroyo Naranjo. Dispone apenas de una pequeña habitación para dormir, de una sala iluminada por un mural de bañistas y de una reducida cocina. Una breve escalera conduce al estudio, dotado de un camastro, de un caballete y de ancho ventanal abierto a un verde paisaje punteado de palmas. Una vez por semana, el artista convocaba a sus amigos, colegas suyos en muchos casos, pero también escritores e intelectuales que ejercían distintos oficios para ganar el sustento. Había tragos, es cierto, tal y como lo cuenta la leyenda, aunque la motivación fundamental de aquellos encuentros residía en la necesidad de romper el aislamiento para intercambiar ideas y compartir inquietudes en torno a los problemas de la cultura y al destino de la nación.
Carlos Enríquez se identificaba con Tilín García, el héroe justiciero de una de sus novelas y con el personaje de La vuelta de Chencho, texto lamentablemente olvidado, quien regresa de la muerte para repartir bienes entre los desamparados de su vecindario. Como Chencho, Carlos Enríquez sufrió padecimientos atroces en el hospital Calixto García. Una mañana apareció su cuerpo sin vida en el portal del Hurón Azul. A su lado, permanecía tan solo, fidelísimo, el perro Calibán. Pero, vencedor de la adversidad, nos legó para siempre El rapto de las mulatas.
En ocasión de la feria del libro, ha vuelto a circular el Diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes. El Padre de la Patria conoció en carne propia lo que José Martí ofreció a Máximo Gómez al comprometerlo con la nueva empresa libertaria: la ingratitud probable de los hombres. Escrito para sí en frases telegráficas llenas de abreviaturas, los apuntes ofrecen un testimonio desgarrador de quien lo entregó todo al servicio de la patria ante las intrigas que condujeron a su deposición como Presidente de la República en Armas. La miopía de hombres dispuestos a dar su vida por la causa socavaba desde dentro la resistencia ante un enemigo dotado de superioridad en armas y recursos. Al emprender la lucha, en el batallar por la independencia del país el aristócrata refinado ofrendó bienes y familia. Afrontó las más duras privaciones materiales. Separado de su alta responsabilidad, se le privó de su pasaporte para viajar al exilio y de escolta que lo protegiera en su apartado refugio. Irreductible, no renunció a sus principios. Delatado, no se entregó al enemigo. Se defendió con su pobre arma maltrecha y cayó por un barranco. En todos los órdenes de la vida, mantuvo en alto su dignidad de hombre. Reducido a la pobreza extrema, con vestimenta raída por el uso, mantenía la disciplina del aseo y del impecable afeitado «a la americana». Los victimarios exhibieron el cadáver en Santiago de Cuba. La vileza del gesto no laceró la imagen del cuerpo pequeño, gastado por la edad y las penalidades. Todo lo contrario. Engrandecido por el sacrificio y por la insobornable consecuencia entre la conducta y las ideas, aún despojado de bienes y honores, se instaló definitivamente en el sitial conquistado en la memoria de los cubanos.
Los factores objetivos contribuyen a configurar el tiempo de la historia. Sin embargo, el poder de la subjetividad no puede descartarse. En la conciencia humana residen valores nutricios de resistencia frente a la adversidad, sueños que conforman el empecinado batallar por el mejoramiento de la especie.
Pocos visitan nuestro Museo de Bellas Artes, donde se exhibe y preserva el patrimonio forjado, en solitario y en circunstancias adversas, por nuestros pintores y escultores. Marginados durante la República neocolonial por una sociedad indiferente, se empecinaron en sembrar obra con vistas a un porvenir más promisorio que, con toda probabilidad, no llegarían a conocer. Vivieron en la pobreza y, en algunos casos, como el de Ponce y Víctor Manuel, en la miseria extrema.
Recuerdo los días de mi infancia en el ahora mítico Hurón Azul. Es una modestísima casa de madera, situada en el actual municipio de Arroyo Naranjo. Dispone apenas de una pequeña habitación para dormir, de una sala iluminada por un mural de bañistas y de una reducida cocina. Una breve escalera conduce al estudio, dotado de un camastro, de un caballete y de ancho ventanal abierto a un verde paisaje punteado de palmas. Una vez por semana, el artista convocaba a sus amigos, colegas suyos en muchos casos, pero también escritores e intelectuales que ejercían distintos oficios para ganar el sustento. Había tragos, es cierto, tal y como lo cuenta la leyenda, aunque la motivación fundamental de aquellos encuentros residía en la necesidad de romper el aislamiento para intercambiar ideas y compartir inquietudes en torno a los problemas de la cultura y al destino de la nación.
Carlos Enríquez se identificaba con Tilín García, el héroe justiciero de una de sus novelas y con el personaje de La vuelta de Chencho, texto lamentablemente olvidado, quien regresa de la muerte para repartir bienes entre los desamparados de su vecindario. Como Chencho, Carlos Enríquez sufrió padecimientos atroces en el hospital Calixto García. Una mañana apareció su cuerpo sin vida en el portal del Hurón Azul. A su lado, permanecía tan solo, fidelísimo, el perro Calibán. Pero, vencedor de la adversidad, nos legó para siempre El rapto de las mulatas.
En ocasión de la feria del libro, ha vuelto a circular el Diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes. El Padre de la Patria conoció en carne propia lo que José Martí ofreció a Máximo Gómez al comprometerlo con la nueva empresa libertaria: la ingratitud probable de los hombres. Escrito para sí en frases telegráficas llenas de abreviaturas, los apuntes ofrecen un testimonio desgarrador de quien lo entregó todo al servicio de la patria ante las intrigas que condujeron a su deposición como Presidente de la República en Armas. La miopía de hombres dispuestos a dar su vida por la causa socavaba desde dentro la resistencia ante un enemigo dotado de superioridad en armas y recursos. Al emprender la lucha, en el batallar por la independencia del país el aristócrata refinado ofrendó bienes y familia. Afrontó las más duras privaciones materiales. Separado de su alta responsabilidad, se le privó de su pasaporte para viajar al exilio y de escolta que lo protegiera en su apartado refugio. Irreductible, no renunció a sus principios. Delatado, no se entregó al enemigo. Se defendió con su pobre arma maltrecha y cayó por un barranco. En todos los órdenes de la vida, mantuvo en alto su dignidad de hombre. Reducido a la pobreza extrema, con vestimenta raída por el uso, mantenía la disciplina del aseo y del impecable afeitado «a la americana». Los victimarios exhibieron el cadáver en Santiago de Cuba. La vileza del gesto no laceró la imagen del cuerpo pequeño, gastado por la edad y las penalidades. Todo lo contrario. Engrandecido por el sacrificio y por la insobornable consecuencia entre la conducta y las ideas, aún despojado de bienes y honores, se instaló definitivamente en el sitial conquistado en la memoria de los cubanos.
Los factores objetivos contribuyen a configurar el tiempo de la historia. Sin embargo, el poder de la subjetividad no puede descartarse. En la conciencia humana residen valores nutricios de resistencia frente a la adversidad, sueños que conforman el empecinado batallar por el mejoramiento de la especie.
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