lunes, 26 de junio de 2017

Hacer y pensar la nación

 Graziella Pogolotti
Graziella Pogolotti
24 de Junio del 2017
Tan activa y trabajadora era Francisca que la muerte salió a buscarla y terminó su jornada, exhausta, sin haberla  encontrado. Así transcurre un conocidísimo cuento de Onelio Jorge Cardoso. Pero hay temporadas en que la señora de las sombras, a pesar de todo, logra buena cosecha. Acabamos de transitar por una de ellas. La siega ha afectado de manera particular los ámbitos del pensamiento y la cultura.
Durante muchos años, Beatriz Maggi fue profesora de literatura. Dejó su impronta en generaciones de graduados universitarios. Su propósito era ante todo, enseñar a leer,  descubrir, tras la palabra, las intenciones soterradas del texto. Acababa de fallecer cuando salió de la imprenta Las palabras y los días, recopilación de ensayos con el sello de Ediciones Unión, un texto útil para quienes se interesan por conocer su método de trabajo. También dedicado a las letras, Guillermo Rodríguez Rivera, poeta, narrador y ensayista, se proyectó hacia el espacio público como activo partícipe en el debate de ideas, acicateado siempre por definir el contorno de la nación.
La nación se construye con las manos de todos, en el bregar de una cotidianidad compleja, a veces turbulenta y siempre desafiante, porque en ella, a cada momento, se bifurcan caminos y hay que seleccionar la senda mejor. La hacen quienes extraen los frutos de la tierra, quienes se afanan entre el cemento y las cabillas, quienes trabajan en las aulas y quienes prestan asistencia médica. La hacen también los que analizan los conflictos del presente, los sitúan en sus contextos y exploran los antecedentes en la permanente relectura del pasado. Así lo hicieron quienes trabajaron cuesta arriba en los tiempos de la colonia y se lanzaron a la batalla por la independencia. Tuvieron continuadores durante la República Neocolonial, y de ese legado hemos sido seguidores todos cuantos asumimos con lucidez, desde cualquier función, este medio siglo de vivir revolucionario. Por eso, cada pérdida estremece y convida a la reflexión.
En los 60 del pasado siglo, vivimos días y noches de vigilia. Eran tiempos de sobrevivir, consolidar y fundar. La época exigía, así mismo, una intensa producción intelectual. La hubo, aunque muchas veces la hemos olvidado. Los libros que se publicaron y las revistas que entonces aparecieron brindan testimonios de un cruce de ideas que encontró resonancia más allá de los límites de la Isla. Desde la perspectiva revolucionaria, había puntos de vista diversos. El debate fue útil y creativo. En su entorno, surgieron nuevas voces.
Revisitar la historia es una necesidad de primer orden, porque ella constituye un arma de combate. En su batallar incansable, José Martí dedicó tiempo a escribir sobre contemporáneos y predecesores. Era un modo de ir unificando los eslabones de un proceso que daba sentido a su lucha por la independencia. Para él, ante todo, lo impostergable era sumar. Fidel estableció pautas en esta dirección al conmemorarse el centenario de La Demajagua.
Hurgar entre papeles e ir escribiendo en la marcha acelerada que reclamaban los tiempos, fue la tarea que asumió, hasta la hora última de su reciente fallecimiento, el historiador Jorge Ibarra. Con modestia proverbial, casi desde el anonimato, entregó al Minfar su manual de historia de Cuba. Al mismo tiempo, la publicación de su ensayo  Ideología mambisa tenía amplia resonancia.
Jorge Ibarra comprendió que la imprescindible actualización de nuestra epopeya mambisa requería completarse con el estudio de la República Neocolonial, área que no ha recibido la necesaria atención. Sin embargo, ese lapso en el que crecieron varias generaciones de cubanos y se agudizaban las contradicciones de un proceso de formación, representa el eslabón entre el ayer heroico y las circunstancias que condujeron al triunfo de la Revolución. Ahí están nuestros padres y en ese contexto nacimos nosotros. Al desbroce de esa temática, se entregó Ibarra hasta el último instante de su vida. La valoración de su obra debe salir del ámbito reducido de los especialistas. De hacerse resultaría un justo y útil homenaje.
La muerte de Fernando Martínez Heredia ha producido un fuerte impacto dentro y fuera de Cuba. Cayó en plena faena, junto a su computadora. Su formación intelectual se había fraguado en los polémicos 60 del pasado siglo. Entonces, el estudio y la investigación se imbricaban  miembro estrechamente con la acción práctica, en medio del fragor de la construcción revolucionaria. Se aprendía en los libros y en la confrontación cotidiana con los acontecimientos que marcaban, al mismo tiempo, el debate internacional y las tareas del vivir cotidiano. La tradición marxista se asumía como pensamiento vivo, abierto a las perspectivas que imponían las circunstancias del presente: desde la situación específica de Cuba se valoraban la herencia recibida y los nuevos desafíos. El legado histórico cobraba nuevos sentidos en el contexto de la emergencia de los movimientos de liberación nacional. Para los países del sur, nación y revolución se tomaban de la mano. La experiencia cubana corroboraba este modo de entender los procesos históricos que se estaban viviendo.
Por eso, desde su etapa inicial, el pensamiento de Fernando Martínez Heredia se caracterizó por un diálogo intenso con América Latina. Su presencia en este ámbito se acrecentó cuando el derrumbe del campo socialista se reflejó en el desconcierto y el silenciamiento de una zona del pensamiento de izquierda. Entonces, la palabra de Fernando Martínez Heredia siguió convocando al análisis de las realidades y al rediseño de políticas. Se vinculó a los movimientos sociales que se iban configurando. Era un universo heterogéneo, en el que la capacidad de dialogar se tornaba decisiva. Entre tanto ajetreo, confiado en la importancia de las ideas, siguió publicando textos y abriendo espacios para el debate. Ese es su mensaje final. En medio de la tormenta, la lucidez se vuelve imprescindible.
TOMADO DE JUVENTUD REBELDE.

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