lunes, 16 de noviembre de 2015

Los males del alma



Fabio, las esperanzas cortesanas / Prisiones son do el ambicioso muere / Y donde al más astuto nacen canas. 
Andrés Fernández de Andrada
Así rezan los primeros versos de la Epístola moral a Fabio, uno de los clásicos de la literatura española recogido en las cien mejores poesías de la lengua por Marcelino Menéndez y Pelayo. La antología era de estudio obligatorio en el bachillerato en mi época. Contenía deliciosos textos del Marqués de Santillana, de Garcilaso de la Vega, de Góngora y Quevedo.
Para los antiguos, el alma se asociaba al último aliento que escapa de los labios del moribundo. Equivale, por tanto, a la esencia de la vida, y en cierto modo, a la defensa de la felicidad. Padece enfermedades, tan dañinas como las que afectan nuestra condición física. Son un ácido corrosivo de efectos nefastos a medida que transcurren los años. Pueden combatirse tan solo mediante la permanente autovigilancia. A modo preventivo, la cultura, en la tradición heredada de las fuentes más remotas de Oriente y Occidente, ha enviado señales que se han constituido casi siempre en códigos de conducta moral y de convivencia social.
La envidia, suele pintarse de amarillo, el color de la bilis. Nace de la observancia sistemática de los bienes y las recompensas obtenidos por otro, acompañada de la incapacidad de valorar lo propio en la vida familiar, en la incapacidad de disfrutar lo hermoso, en la imposibilidad de saborear los resultados del obrar con las manos o con la inteligencia. Mi prolongado vínculo con la docencia me ha proporcionado numerosas alegrías ante el éxito de antiguos estudiantes. Quienes me conocen han escuchado una apostilla que, por suerte, pronuncio con frecuencia: «Fulano fue alumno mío». Reconozco con orgullo la semilla sembrada, aun cuando sus logros superan los que otrora pude alcanzar.
Consecuencias de lo anterior, la amargura es una ponzoña que devora el cuerpo y el alma. El rictus incontrolable produce arrugas y afea el rostro. El más dramático, sin embargo, se produce con la invasión de termitas que socavan la capacidad de seguir dando gracias a la vida. Todos sufrimos pérdidas dolorosas, somos lacerados por traiciones y deslealtades, descubrimos mezquindades tras máscaras sonrientes. Como Caperucita, somos víctimas de la seducción del lobo. Las zonas más ásperas de la realidad mellan las ilusiones juveniles hasta aprender que lo perfecto es enemigo de lo bueno. Observamos la doble moral en escaladores de poca monta, incapaces de afrontar el desafío de subir montañas que «hermana hombres». Hemos visto troncos quebradizos ante la tempestad donde creímos alguna vez haber dejado buena siembra. Estas experiencias lamentables no pueden borrar lo más precioso, bien guardado en el tesoro de nuestra memoria.
Insidiosas, las bacterias nocivas se infiltran desde edades tempranas en el niño vanidoso que exhibe ante sus compañeritos los bienes que no están al alcance de todos, en la comisión de minúsculos fraudes al amparo de sus padres a fin de eludir el esfuerzo propio y recibir sin avergonzarse premios que no le corresponden. Algo más tarde, recopilará fotos de sus 15 resultantes de una coreografía que no corresponde a su vida real. Así se falsea la memoria personal de sus nutrientes verdaderos basados en vínculos afectivos, emocionales, el ámbito familiar, los amigos de entonces, los primeros amoríos, de esos objetos ya inservibles que conservamos toda la vida, casi olvidados hasta que, al tropezar con ellos, se desgarra el telón y regresa un ayer límpido, borrada por el tiempo toda mácula.
Los pequeños fraudes de la infancia conducen a rodar por una pendiente hacia rozar las fronteras del delito, al uso de la zancadilla para eliminar al competidor potencial, a convertir la mezquindad en motor de la conducta, a soslayar soluciones para afincar en la rutina un minúsculo pedazo de poder. La mediocridad es grisura aplastante que cierra todos los caminos, y no obedece a limitaciones de la inteligencia. Es consecuencia de los males del alma consumida por el brete y la visión miope, incapaz de proyectar la imaginación hacia anchos horizontes. Se expresa en la ignorancia prepotente. Paraliza el eficaz ejercicio de la política, asentada en el análisis de los rumores de la sociedad y de los seres humanos que la componen.
En los procesos históricos, teoría y práctica se retroalimentan constantemente. Si esos caminos se bifurcan por interrupción del diálogo necesario, la capacidad para los cambios tropezará con obstáculos que harán más difícil y compleja la tarea. Aislada de la realidad, la teoría se reducirá a mera abstracción, a un intercambio académico de lenguajes crípticos autorreferenciados. Reducida a un mero hacer, la práctica se encontrará apresada en las exigencias de la coyuntura. Los fundadores del marxismo tuvieron clara conciencia de esta verdad. Marx llegó a conclusiones a partir de profundizar en el conocimiento del desarrollo del capitalismo según el modelo entonces dominante, la Gran Bretaña, y analizó rasgos específicos de las relaciones entre política y sociedad a través de la trayectoria de la Francia revolucionaria. En crítica a la Comuna de París, advirtió el papel creciente del capital financiero. Su enjundiosa labor teórica no lo condujo a perder el contacto con las masas para crear conciencia del papel protagónico que les correspondía. La salud del alma es indispensable para el cultivo de los imprescindibles frijoles.







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