Por: Silvio Rodríguez. Publicado 31 de julio en Blog Segunda Cita.
Ayer estaba grabando con Trovarroco y tuve que interrumpir la sesión para ir hasta el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde los que viajaremos a Washington a ver izar nuestra bandera tuvimos un encuentro con nuestro Canciller. Fue un contacto informativo general, sobre el itinerario de la ida y el regreso; sobre cómo será el acto y en qué lugar del jardín nos corresponderá estar, tomando en cuenta que el edificio que se transformará en nuestra embajada no tiene mucho espacio, sobre todo afuera, alrededor del mástil donde irá nuestra enseña.
Vi que seré parte de una delegación que abarca
prácticamente todos los sectores de la vida nacional: mujeres, hombres y
jóvenes destacados en diferentes actividades y períodos de las últimas seis
décadas. Hay personalidades históricas como Ricardo Alarcón de Quesada,
compañero de José Antonio Echeverría en las luchas estudiantiles contra
Batista, y Ramón Pez Ferro, asaltante al cuartel Moncada. Hay representantes de
la Asamblea Nacional,
de los obreros, de los campesinos, de la ciencia y la salud, de la cultura, de
las iglesias, del deporte, y unos muy jóvenes delegados de la Federación de
Estudiantes de la
Enseñanza Media.
Creo poder decir que había un
espíritu optimista en el encuentro, y no era para menos. Tener el
privilegio de estar en Washington en el momento en que volverá a ondear la
bandera cubana será como asistir a un breve acto victorioso, luego de más de
medio siglo de ardua resistencia. Y haber sido escogido para integrar ese
pequeño grupo es una distinción que, estoy seguro, ninguno de los allí
presentes imaginábamos. Quizá cada delegado tenga en mente, como yo, una lista
de personas que merecerían estar presentes. Algunos de mi inventario no
llegaron vivos a este momento. Otros se lo perdieron por extravíos diversos.
Estos años a veces han sido como una larga carrera de fondo en que los
corredores por momentos hemos quedado solos con nuestras conjeturas, mientras
una presunta meta pasaba de la realidad a la utopía, y viceversa. Yo mismo
hasta hace poco pensaba que no me tocaría ver lo que estoy viendo.
Cuando volví a incorporarme al trabajo en el
estudio, le conté a mis compañeros que iba a viajar de corre-corre a Washington
–donde hicimos un concierto juntos hace un lustro–, y me dijeron que lo habían
leído. Después hice silencio, escuchando un tumbao de son, y no sé por
qué, de repente, toda la historia de estos años me cayó encima y me aplastó
contra la silla, como bajo muchas gravedades, y ante mis ojos desfiló una
hilera de acontecimientos en los que me involucré desde muy joven, convencido
de estarme jugando la suerte junto a la de mi Nación.
Abrumado por aquel sentimiento de cotidianidad
transfigurada en algo inexorable, me pregunté cómo hubiera sido la vida
si nuestros vecinos, en vez de hostiles, hubieran sido comprensivos.
Me pregunté cómo hubiera sido no sólo la existencia de los que abrazamos la Revolución, entendiendo
que así defendíamos a nuestra Patria, sino también la de los que escogieron el
camino opuesto. Cuán diferente hubiera resultado la suerte de todos. En qué
clase de mundo viviríamos hoy, si aquella vez hubiéramos logrado
entendernos.
Fue muy fuerte lo que sentí ayer cuando al fin me
senté, creía yo, a continuar mi trabajo. Fue como si toda mi vida, mis padres,
mis hijos, los hijos de mis hijos, mis canciones y todo lo que existe fueran el
resultado de un albur.
Qué extraño sentimiento.
Y pensé si acaso estaremos viviendo el comienzo de otra oportunidad.
Y pensé si acaso estaremos viviendo el comienzo de otra oportunidad.
¿De qué manera nos condicionará? ¿Para
hacernos mañana qué tipo de preguntas?
Interrogantes que inevitablemente afloran.
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