lunes, 11 de julio de 2016
El orgullo es una virtud
Graziella Pogolotti •
9 de Julio del 2016
Era una aldea, un pedazo de campo en los linderos de la capital. Forma parte ahora del Cotorro, un barrio industrial. Sobrevive en Santa María del Rosario su iglesia del siglo XVIII con las pinturas del primer artista plástico cubano reconocido por su nombre. Hace años, un párroco descubrió bajo el piso antiguos enterramientos. Alejo Carpentier lo relata en una de sus crónicas. Allí casó con Lilia Esteban Hierro, portadora de un marquesado que nunca reivindicó. En la plaza principal de la localidad radica la morada de los condes de Casa Bayona, sus fundadores. El último descendiente de la familia, José María Chacón y Calvo, tampoco hizo gala del título nobiliario. Al parecer, la casa se ha convertido en un centro gastronómico. El conjunto podría constituirse en lugar de atracción para visitantes, no solo turistas de otros países, sino cubanos deseosos de romper rutina y de conocer mejor su Isla.
Los conquistadores tuvieron la manía de fundar ciudades en una isla casi deshabitada, sobre todo a partir del día en que Hernán Cortés arrancó hacia México atraído por el oro y la plata y cargó sus naves con emprendedores recién radicados en la Isla. Aquellas ciudades mostraban un trazado urbano con la definición del sitio para la iglesia y el ayuntamiento, rodeado de callejuelas con casitas de adobe, madera y yagua, presa fácil de los frecuentes incendios.
Así, a lo largo de medio milenio, se fue conformando nuestro patrimonio edificado, testigo de la sucesión numerosa de vacas gordas y flacas. Tras la impronta de palacios señoriales con patrocinio de criollos adinerados, está el trabajo manual de artesanos olvidados. Por debajo, en la fuente de la riqueza básica, se encontraba el barracón. Todavía sobreviven algunos y vale la pena preservarlos para recordar qué somos y de dónde venimos.
Debemos en gran medida a Eusebio Leal que muchos habaneros se reconciliaran con su ciudad vieja. Su acción traspasa la operación de salvamento del centro histórico. Atenido a las tendencias más modernas, no ha optado por preservar un museo inanimado, sino por devolver ese ámbito a sus habitantes, porque mantenerla viva es su mejor salvaguarda. Aparejado a su labor tangible, Leal nos enseña a ver la ciudad y, por tanto, a hacer conciencia de sus valores con el de aprender a amarla y a ofrecer resistencia ante los ataques depredadores.
Era yo joven cuando los habaneros aspiraban a la desaparición de los antiguos cascarones. Solo unos pocos iluminados se escandalizaban con la ejecución delirante de lo que debió ser terminal de helicópteros, proyecto de una burguesía mimética con ambiciones niuyorkinas. Así surgió el espantoso cajón, tan difícil de asimilar por el entorno, donde otrora estuviera la Universidad de San Jerónimo.
La Habana tiene otros sitios deshilachados dignos de rescate y conservación. Olvidamos a veces que somos una nación joven, acicateada por el espíritu de sus mejores representantes de construir un país. Es un sueño compartido por muchos territorios asociados al llamado Tercer Mundo, privilegiados por contar con la imagen reciente de sus apóstoles. En medio de los contratiempos de la colonia y la neocolonia, la voluntad de existir nos ha llevado a construir una cultura, tangible en nuestras ciudades, pero también en zonas menos visibles.
Nuestro patrimonio data de pocos siglos. Sus tesoros se guardan en archivos y museos, en sus bibliotecas. Las obras de nuestros artistas plásticos se exhiben en salas y se acumulan en almacenes inadecuados. La riqueza documental padece las adversidades climáticas en las ciudades más importantes de la Isla. Allí están las fuentes primarias indispensables para articular la historia local con la de la nación toda.
Conscientes de estar haciendo historia, los mambises tuvieron extremo cuidado en la preservación de documentos. En la convocatoria para la lamentable destitución de Carlos Manuel de Céspedes, los asamblearios llegaron al campamento con las ropas deshechas. Cargaban con los archivos de la institución. En plena campaña, el Generalísimo Máximo Gómez no abandonaba la papelería acumulada en cajones que lo seguían a todas partes. Hoy constituyen fuentes de primerísima importancia para los investigadores que acceden a nuestro Archivo Nacional. En los momentos más difíciles, el empeño en resguardar papeles evidenciaba una inmensa confianza en el porvenir. Los protagonistas podían perecer en un combate. Los documentos eran un legado para el pueblo de Cuba, porque en su espíritu y en su memoria reside la esencia del patrimonio, el alma de la nación. Es el interlocutor viviente de quienes, héroes y mártires, pensadores, escritores artistas, hombres y mujeres comunes, sembraron y edificaron con sus manos y ya no están con nosotros.
Del reconocimiento de lo hecho contra viento y marea, nace nuestro más legítimo orgullo y nuestra razón de ser. Son nuestros antepasados, iniciadores de una larga cadena que incluye nuestra participación personal en el hacer de cada día, ese ladrillo mínimo que colocamos en la tarea que nos toca, en la voluntad de superación y en la crianza de nuestros hijos.
Suelen confundirse vanidad y orgullo. La primera tiene un componente patológico fundado en la incapacidad de tomar la medida de uno mismo y requerir la permanente compensación en el elogio de los otros. Es una fisura que abre las puertas a la manipulación. El orgullo afinca la dignidad personal y el sentido de pertenencia. Se expresa en el sentimiento de participación en la obra común. Se reconoce en la satisfacción personal ante el crecimiento de los hijos, en el resultado feliz del trabajo propio y en la conciencia de integrarnos al quehacer de nuestros antepasados en un largo proceso de éxitos y caídas. Por eso, aunque no lo sepamos, somos portadores de un patrimonio intangible.
TOMADO DE JUVENTUD REBELDE
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