Una de las páginas más infames de la historia, la
esclavitud a la que fueron sometidos por siglos mujeres, hombres y niños
procedentes del continente africano, solo terminó en Cuba a la altura
de 1886, mucho tiempo después que en la mayoría de los territorios del
hemisferio occidental.
Si bien el 13 de febrero de 1880 la Corona española decretó una ley que proclamaba “el cese del estado de esclavitud en la isla de Cuba”, los dueños de esclavos continuaron explotando a estos amparados por el artículo 3 de un documento que establecía el derecho de los patronos “de utilizar el trabajo de sus patrocinados”. Una jerga legal eufemística disimuló la continuidad de un brutal régimen de explotación.
Hubo que esperar seis años más para que el llamado Patronato se extinguiera. El final de la esclavitud en la Isla no fue un regalo de la metrópoli colonial ni de la necesidad de actualizar las relaciones de producción, sino el resultado de largos años de lucha abolicionista que, en el caso de Cuba, estuvo vinculada a la lucha por la independencia. El gesto de Carlos Manuel de Céspedes al iniciar la insurrección anticolonial el 10 de octubre de 1868 resultó elocuente: al alzarse en armas dio la libertad a sus esclavos. Mucho tiempo antes, en 1812, José Antonio Aponte, negro libre, artesano y pintor, lideró una conspiración para independizar a Cuba y emancipar a los esclavos.
El comercio trasatlántico de esclavos africanos y la explotación de esa mano de obra en las plantaciones azucareras y cafetaleras constituyó la base de la acumulación capitalista de los países europeos. La modernización de la economía de los países desarrollados occidentales —incluyendo a Estados Unidos— no puede explicarse sin el régimen esclavista.
Mas no se trata de ver las cosas desde un ángulo estrictamente económico. El historiador Pedro Pablo Rodríguez describió la esclavitud como “una verdadera patología social y cultural, muchos de cuyos aspectos significativos han quedado ocultos bajo el velo del tiempo, todo ello condicionado a su vez por los intereses y las perspectivas afines o surgidos de ella”.
Lo que la doctora María del Carmen Barcia, con dolor, expresa acerca del sufrimiento de los seres arrancados de sus tierras durante la travesía trasatlántica —“por muchos datos que los historiadores hayamos acopiado es imposible reconstruir toda la iniquidad, la vileza, el desamparo, la humillación y las crueldades que los africanos sufrieron”, nos dice—, es válido para asomarnos al horror del barracón, el látigo sobre los cuerpos, los castigos en el cepo, la violación de las mujeres, la destrucción de las familias y la sobrexplotación productiva de no se sabe cuántos esclavos, incluso de los nacidos bajo esa condición en nuestra tierra.
Nada de esto puede ser olvidado, como tampoco la resistencia que dio lugar al cimarronaje. Ni la incorporación masiva de los antiguos esclavos a las gestas independentistas. Ni los aportes que esos africanos, preteridos y ninguneados, hicieron, pese a la voluntad de sus explotadores, a la forja de la nación y la cultura cubanas.
Es por ello, como observó el poeta y antropólogo Miguel Barnet, que “tomar conciencia plena de lo que significó el gigantesco holocausto de la trata esclavista moderna para los pueblos subsaharianos, yo diría que el más terrible que haya conocido la humanidad, es también tener presente la profunda huella estampada por hombres y mujeres que atados por gruesas cadenas llegaron a nuestras costas para nunca más regresar a sus tierras, a sus familias y a sus culturas”.
Estos presupuestos no solo deben animar la conmemoración del aniversario 130 de la abolición de la esclavitud en Cuba, sino también la sistemática promoción del conocimiento de nuestra historia y el cultivo de una sensibilidad que nos haga entender íntegramente, sin fracturas ni vacíos, nuestra identidad.
Las jornadas conmemorativas llaman la atención sobre acontecimientos y procesos, pero las lecciones que se desprenden de estos únicamente se asimilan y trascienden cuando encarnan de manera permanente y creativa en el tejido social y la memoria individual de quienes en esta época proyectan y construyen el futuro.
El 4 de septiembre de 1998, durante una visita a la Sudáfrica de Mandela, Fidel Castro, sintetizó una realidad: “Sin África, sin sus hijos y sus hijas, sin su cultura y sus costumbres, sin sus lenguas y sus dioses, Cuba no sería lo que es hoy”.
TOMADO DE GRANMA
Si bien el 13 de febrero de 1880 la Corona española decretó una ley que proclamaba “el cese del estado de esclavitud en la isla de Cuba”, los dueños de esclavos continuaron explotando a estos amparados por el artículo 3 de un documento que establecía el derecho de los patronos “de utilizar el trabajo de sus patrocinados”. Una jerga legal eufemística disimuló la continuidad de un brutal régimen de explotación.
Hubo que esperar seis años más para que el llamado Patronato se extinguiera. El final de la esclavitud en la Isla no fue un regalo de la metrópoli colonial ni de la necesidad de actualizar las relaciones de producción, sino el resultado de largos años de lucha abolicionista que, en el caso de Cuba, estuvo vinculada a la lucha por la independencia. El gesto de Carlos Manuel de Céspedes al iniciar la insurrección anticolonial el 10 de octubre de 1868 resultó elocuente: al alzarse en armas dio la libertad a sus esclavos. Mucho tiempo antes, en 1812, José Antonio Aponte, negro libre, artesano y pintor, lideró una conspiración para independizar a Cuba y emancipar a los esclavos.
El comercio trasatlántico de esclavos africanos y la explotación de esa mano de obra en las plantaciones azucareras y cafetaleras constituyó la base de la acumulación capitalista de los países europeos. La modernización de la economía de los países desarrollados occidentales —incluyendo a Estados Unidos— no puede explicarse sin el régimen esclavista.
Mas no se trata de ver las cosas desde un ángulo estrictamente económico. El historiador Pedro Pablo Rodríguez describió la esclavitud como “una verdadera patología social y cultural, muchos de cuyos aspectos significativos han quedado ocultos bajo el velo del tiempo, todo ello condicionado a su vez por los intereses y las perspectivas afines o surgidos de ella”.
Lo que la doctora María del Carmen Barcia, con dolor, expresa acerca del sufrimiento de los seres arrancados de sus tierras durante la travesía trasatlántica —“por muchos datos que los historiadores hayamos acopiado es imposible reconstruir toda la iniquidad, la vileza, el desamparo, la humillación y las crueldades que los africanos sufrieron”, nos dice—, es válido para asomarnos al horror del barracón, el látigo sobre los cuerpos, los castigos en el cepo, la violación de las mujeres, la destrucción de las familias y la sobrexplotación productiva de no se sabe cuántos esclavos, incluso de los nacidos bajo esa condición en nuestra tierra.
Nada de esto puede ser olvidado, como tampoco la resistencia que dio lugar al cimarronaje. Ni la incorporación masiva de los antiguos esclavos a las gestas independentistas. Ni los aportes que esos africanos, preteridos y ninguneados, hicieron, pese a la voluntad de sus explotadores, a la forja de la nación y la cultura cubanas.
Es por ello, como observó el poeta y antropólogo Miguel Barnet, que “tomar conciencia plena de lo que significó el gigantesco holocausto de la trata esclavista moderna para los pueblos subsaharianos, yo diría que el más terrible que haya conocido la humanidad, es también tener presente la profunda huella estampada por hombres y mujeres que atados por gruesas cadenas llegaron a nuestras costas para nunca más regresar a sus tierras, a sus familias y a sus culturas”.
Estos presupuestos no solo deben animar la conmemoración del aniversario 130 de la abolición de la esclavitud en Cuba, sino también la sistemática promoción del conocimiento de nuestra historia y el cultivo de una sensibilidad que nos haga entender íntegramente, sin fracturas ni vacíos, nuestra identidad.
Las jornadas conmemorativas llaman la atención sobre acontecimientos y procesos, pero las lecciones que se desprenden de estos únicamente se asimilan y trascienden cuando encarnan de manera permanente y creativa en el tejido social y la memoria individual de quienes en esta época proyectan y construyen el futuro.
El 4 de septiembre de 1998, durante una visita a la Sudáfrica de Mandela, Fidel Castro, sintetizó una realidad: “Sin África, sin sus hijos y sus hijas, sin su cultura y sus costumbres, sin sus lenguas y sus dioses, Cuba no sería lo que es hoy”.
TOMADO DE GRANMA
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