Los seres humanos somos animales
de opinión. Una fuerza interna nos impulsa a exponer con vehemencia lo que
consideramos verdades; algo que pareciera natural si no fuese por un simple
detalle: hasta ahora ningún humano ha demostrado tener la verdad absoluta sobre
nada.
Hace unos días salí a la calle y
alguien me dijo: “Caramba, muy bueno ese artículo que publicaste. A todo el
mundo le ha gustado”. Media cuadra después otra persona me haló por la manga:
“Muy malo ese artículo que publicaste. Todo el mundo lo está criticando.” Tras
el instante de perplejidad, recordé una máxima de Nietzsche: “El mundo real es
mucho más pequeño que el mundo de la imaginación”.
Ciertamente, no somos objetos, sino sujetos: por eso somos más subjetivos que
objetivos. Ironizo, desde luego, pero tome un cilindro en la mano, colóquelo
frente a una luz, y verá que la sombra proyectada alguna vez será un círculo y
otra un rectángulo: depende de cómo lo movamos. Semejante espejismo —que en
otro nivel de sustancia nos remite a Platón— quizá sea lo que provoque cierto
tipo de “anorexia expresiva”. Determinadas proyecciones internas hacen que
veamos gorda nuestra opinión aunque esta sea puro esqueleto, y luego, ni
siquiera acudiendo a la verdad pura de las matemáticas (kilogramos de peso por
centímetros de altura), hay quien pueda convencernos de lo contrario.
Pero los humanos también somos
personas juiciosas: quizá por eso hemos inventado tantas filosofías,
sociedades, partidos, clubes, congregaciones, castas, gremios, comunidades y
religiones. Por alguna razón nos parece que una media verdad dicha por muchos
termina por hacerse redonda. Ni siquiera importa que esta sea cuadrada o apenas
de cuarto menguante: ay de aquel que se oponga como Galileo.
Naturalmente, si un solo
periódico o medio da una opinión, no todos la aceptan; pero si el mismo
criterio aparece en varios, aun cuando estos pertenezcan a un mismo dueño —o a
otros que en realidad son clones de aquel— para muchas personas lo dicho
parecerá un axioma. Esa es la razón por la cual se crean los “Conglomerados
Mediáticos”.
Tengo una alerta de Google para
Cuba. De cada noticia en cuyo titular aparezca la palabra Cuba, Google manda un
breve resumen a mi correo electrónico. Así puedo ver cómo funcionan
determinadas “corrientes de opinión” que, con frecuencia, fomentan campañas con
el fin de satanizar a personas e instituciones. En apariencia, las opiniones
provienen de distintos medios y usan palabras diferentes —da la impresión de
que el mundo ha logrado unanimidad por esa vez… Sin embargo, cuando empiezas a
desenredar la madeja, descubres cosas muy interesantes.
Por ejemplo, el Grupo español
PRISA, campeón en la orquestación de campañas mediáticas a escala mundial,
cuenta con más de 1 250 estaciones de radio en 22 países, cada una con su
respectiva versión en la Web.
Por si esto fuera poco, también es dueño —o sustancial
accionista— de publicaciones globales como El País, As, Cinco
días, El Huffington Post, y MeriStation; de editoriales
orientadas a la enseñanza como Santillana educación, y Alfaguara infantil y
juvenil; o de importantes televisoras como Mediaset, Telecinco o Cuatro en España;
TVI en Portugal y V-me en Estados Unidos. Cuando el gerente general de PRISA
expresa una opinión personal, esta sí que parece dicha por el mundo.
Una de esas “corrientes de
opinión” anuncia que yo aquí —apenas por vivir aquí— no soy un intelectual independiente,
y, en consecuencia, tampoco tengo libertad de expresión. Desde luego, yo
pudiera argumentar que lo afirman porque quisieran verme repetir las medias
verdades suyas en vez de las mías: ¡vaya paradoja de una libertad que pretende
esclavizar el pensamiento!
También pudiera decir que nada
atenta más contra mi libertad de expresión que una campaña global donde por
todas las vías se remacha que por vivir aquí yo no la tengo. Quizá por ahí vaya
su real propósito: pretender —mediante la intimidación y la infamia— que no
goce de credibilidad la opinión adversa que llegue desde Cuba.
Yo, sin embargo, tengo un
criterio muy propio de lo que es independencia intelectual, ¡atiendan a la
paradoja!, por eso afirmo no poseerla. Subrayo lo dicho: no soy un intelectual
independiente. Y no porque alguien soborne mi palabra o susurre en mi oído lo
que debo decir, sino porque mi opinión depende de una ideología, una memoria
histórica, una cultura, ciertos principios morales, y lo que entiendo por
ética.
No puedo sintetizar un hecho
ignorando contextos, fundamentos sociales o procesos dialécticos que lo
generan, porque esto sería una inconsecuencia. No puedo reducir a un adjetivo o
a un tópico lo que es diverso y complejo en la condición humana, porque esto
cosifica a las personas. No puedo pretender que mi juicio sea himno de todos,
porque tan solo es una nota en la dinámica del consenso.
Pero también mi opinión depende
de una estética, por ello en modo alguno puede ser libre (o tal vez debiera
decir libertina). Si lo que importa es altercar y no dialogar, la tarea es
fácil; mas no por gusto el homo sapiens recorrió un largo trecho entre el
gruñido y la palabra. Tras inventar la alfarería, a seguidas los humanos
empezamos a colocar dibujos en las vasijas de barro. ¿Para qué sirven las
cenefas en un puchero, si con ello no se protege mejor el alimento? Tal vez el
más importante salto evolutivo de nuestra especie fue desarrollar un sentido
para la belleza.
Pero no solo la forma obliga. En
esa labor flauberteana también procuro librarme de estereotipos, vanas
retóricas, perogrulladas, muletillas, lugares comunes y pobre imaginación. En
fin, no doy un sesgo ni acudo a malabáricos verbales para eludir un fenómeno
complejo; todo lo contrario: irrumpo en otro igual de controversial. Estoy
absolutamente convencido de que uno siempre puede expresar la opinión más
polémica. Solo que ardua resulta la palabra cuando se considera al lector,
cuando uno mismo se respeta.
Tomado de la
Jiribilla.
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