28 agosto,
2015 por
Hace ya algún tiempo sugerí a Elier Ramírez este discurso de Carlos
Rafael Rodríguez en el VI Congreso de la UNEAC, efectuado en enero de 1988. Gracias a
Elier, que me avisa hoy lo ha publicado en su blog Dialogar dialogar, por sacarlo del papel y traerlo a la Internet. Es también
un homenaje a ese consecuente y brillante intelectual comunista que merece ser
más leído en nuestros días.
Regresamos
con el recuerdo a aquellos días, hace más de 26 años, en que la Revolución celebró su
primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas.
¡Qué confusión tan maravillosa y
creativa pero, a la vez, colmada de peligros la de entonces!
Coincidían
en aquella época quienes convertían el Evangelio en un instrumento de combate
reaccionario y otros, desesperadamente asidos al Dios que no querían abandonar
y hondamente atrapados, a la vez, por una Revolución que parecía exigírselo.
Confluían allí los que habían ido a la Sierra en busca de una renovación en el marco
burgués y se negaban a aceptar otra premisa con quienes, llegados a la
guerrilla sin comprender lo que era el socialismo lo habían asimilado en pocos
meses y se situaban ahora en la posición intransigente de todo neófito.
Escritores y artistas honestos que trabajaron su obra casi en la soledad sin
comprometerse con lo prevaleciente, que siempre habían abominado, pero sin
suscribir tampoco la tesis de la izquierda, que les parecían ajenas e
incomprensibles, compartían sus aspiraciones –hasta ese día frustradas- de una
cultura distinta, libre y poderosa, con las de colegas, no menos afamados,
mílites en el marxismo-leninismo durante largos años de confrontaciones y
amarguras. Escritores, pintores, músicos, que no necesitaban demostrar quiénes
eran porque sus obras lo justificaban, compartían los asientos del Congreso con
otros hombres y mujeres que traían entre sus manos la obra inédita y aspiraban
a situarse en el ámbito cultural como un resultado de la Revolución.
Así
nació la UNEAC,
en instantes en que, para recordar a Alfonso Reyes, habría que realizar, aún,
“el deslinde”.
Poco
después se marcharon los que pretendían enfrentar a la Revolución y el
Evangelio al que temporal y oportunistamente se adscribieron. En la fuga
dejaron abandonado el Cristo en el que no creían. Los otros, los auténticos
poseídos de la fe, supieron darles a su Dios y a su Revolución lo que a cada
uno debía corresponderle. Ellos están aquí.
Los
revolucionarios fortuitos y convencionales y sus consocios, casi todos
mediocres con solo uno que otro escritor verdadero, se fueron a rumiar el
rencor de no haber podido agenciarse las posiciones que, sin merecer,
ambicionaron. El sectarismo quedó extirpado, como una mala hierba, y los
neófitos volcados al izquierdismo inmaduro, encontraron en definitiva el camino
accidentado y complejo de la participación revolucionaria.
La Revolución les dio enseguida a los adultos
–a quienes la falsa República condenara al retraso- la ortografía y la
gramática que les permitieron dar mejor forma a sus ricos hallazgos literarios
espontáneos.
De
las aulas de nuestra Revolución Educacional, en las que ya no quedaban afuera
ni los ayer pobres y desvalidos hijos de obreros y de abrumados campesinos,
surgieron nuevos literatos, pintores y músicos, que no necesitaban vender su
alma al diablo de la politiquería para conseguir una plaza en el Conservatorio
o en la Escuela
de Arte.
Como
símbolo del sitio que la
Revolución quería ubicar a la cultura, allí, en el lugar
mismo en que la burguesía había tenido su “club” aristocrático más exclusivo, a
las cercas del cual no permitían ni asomarse al negro curioso, se situaban las
Escuelas de Arte, malogradas arquitectónicamente algunas de ellas por quienes
no supieron subordinar la audacia de sus líneas a los requerimientos de la
enseñanza.
Así,
en estos 27 años, los que soñaban escribir o pintar, o componer, pero no habían
podido quebrar el cerco de la ignorancia formal y acceder a las escuelas,
jóvenes o viejos, tuvieron en la
Revolución la oportunidad que anhelaron. Ella los nutrió de
los instrumentos culturales. A los que llevaban soterrado su talento se lo sacó
a la luz, y hoy están entre nosotros, con sus antiguos colegas de antecedentes
revolucionarios o aquellos que, sin tenerlos, no los necesitaron, porque la Revolución no se los ha
pedido y ha mirado tan sólo a su obra y su actitud.
¿De
qué hablar en este Congreso al que se llega con el mismo enfebrecimiento con
que arribamos al otro tres décadas atrás y en el que se nos abren al examen
tantos conflictos que antes permanecían cerrados por la estulticia o por la
inercia?
Estamos
en el natalicio de Martí. Nos encontramos en el rumbo hacia los 60 años del
“Guerrillero” admirable. Montaigne dijo alguna vez que el intelectual era
heroico “hasta la muerte exclusive”. Martí y el Che supieron ser heroicos
incluida su hermosa y desgarrada muerte. A ellos sí podemos considerarlos
intelectuales plenos, y ellos nos inducen a partir en nuestro examen del intelectual
de la Revolución
y, desde luego, del artista y el músico.
Nos
referimos, claro está, a aquellos a quienes Gramsci llamó “intelectuales
orgánicos”, y a los que denominó con sagacidad “servidores de la
superestructura”, lo que provoca de inicio en los demás una cierta desconfianza
que es necesario vencer.
Lenin
descubrió el origen de esa reserva instintiva de los trabajadores hacia los
hombres del arte y la cultura cuando aludió al “señoritismo intelectual” que
afecta a la mayoría de ellos y que él supo delimitar magistralmente en una
cierta actitud de superioridad respecto a los iletrados que se transparentaba,
en medida mayor o menor, aún en tierra como la nuestra.
Lo
primero que habría que anotar es que ese espíritu que tiende a separar a los
protagonistas de la cultura de los demás va siendo vencido entre nosotros. La
obra de arte la realizan hoy en buena parte hijos de obreros o gentes surgidas
de una familia campesina. Pero hemos de reconocer que, pese a eso, todavía no
se ha podido eliminar frente a los escritores y artistas cierta reticencia de
quienes pueblan las fábricas o cortan la caña. Lo sabe bien Tomás Alvarez,
intelectual del pueblo, antiguo trabajador del campo que no quiere dejar de
serlo; pero a quienes sus antiguos compañeros consideran, por confesión propia
“distinto”.
El
acercamiento cada vez mayor de intelectual y pueblo debe romper en definitiva
esas barreras. Y para conseguirlo es de suma importancia que los escritores y
artistas cubanos hayan comprendido cada vez más que están muy lejos de ser la
“conciencia crítica” de la sociedad. No lo han sido nunca. Cuando Gramsci los
califica como “servidores de la superestructura”, no olvida el papel subalterno
a que durante siglos estuvieron condenados, pese a la rebeldía sutil de
Sócrates o a individualismo desafiante de Miguel Angel. El ascenso burgués
concedió, sin duda, algunas ventajas y permitió a intelectuales y artistas
aparentes osadías pero los obligó a hablar, siempre, a tono con las fuerzas
dominantes que les dictaban el tema o los condenaban a vivir al margen de la
sociedad en un asilamiento a veces espléndido pero no pocas veces sobrecogedor.
Recordemos tan solo a Verlaine o a Kafka.
No,
la sociedad no tiene una conciencia crítica predeterminada. Si en nuestra Cuba
socialista algún grupo pudiera reclamar ese papel, es el Partido; pero no lo
hace. Porque el Partido sabe demasiado bien que su fuerza rectora le viene de
tener las raíces enclavadas en los redaños de la clase obrera y de todos los
sectores del pueblo y que para convertirse en guía político e ideológico debe
respetar las actitudes críticas de aquéllos y recibirlas como su acervo más
importante.
Libre
de las pretensiones de convertirse en el reservorio crítico de la sociedad,
enriquecidos por su modestia histórica, nuestros escritores y artistas podrán
acercarse más a ser “testigos de la verdad”.
Nada
más y nada menos que eso les pediríamos que fuesen. Al proponérselo, quedarán
libres de caer en ese “discurso artístico-literario de tono apologético, y
moralizante, carente de búsquedas y de problematización, basado en fórmulas
rudimentarias de dudosa eficacia movilizativa” del que el Informe Central ante
el Congreso se quejaba como síntoma de los malos momentos de nuestra cultura.
Porque
es necesarios que nos entendamos. La Revolución a que se llama a servir al escritor y
al artista no es una vía acotada en la que caben apologistas y acólitos.
Se
ha mencionado con razón en este Congreso un documento que tendrá ya para
siempre valor permanente en nuestras tareas de la cultura, las Palabras a los
Intelectuales” de Fidel. En aquella tarde, cuyo resplandor nos ilumina todavía,
en medio de dicterios subrepticios y de medias palabras deliberadas, se fue
abriendo paso la imagen necesaria de nuestra cultura de hoy de mañana. Se repite
con frecuencia la frase magistral: “Dentro de la Revolución, todo:
contra la Revolución
nada”. En el debate sobre el Informe, se analizó si a esa frase le correspondía
una interpretación estrecha que pone fuera de la Revolución a todos los
que no pueden ser considerados como revolucionarios. Me asocio al criterio
expuesto por Roberto Fernández
Retamar. Me atrevo a sostenerlo no sólo porque me correspondió
el privilegio de estar junto a Fidel
en los momentos previos “un caso digno de tenerse muy en cuenta…un caso
representativo del género de escritores y de artistas que muestran una
disposición favorable hacia la
Revolución y desean saber qué grado de libertad tienen dentro
de las condiciones revolucionarias para expresarse de acuerdo con sus
sentimientos”.a su discurso, en un encuentro inolvidable con quienes entonces
tenían la responsabilidad orgánica de conducir nuestro trabajo cultural, sino
porque la frase no fue una expresión accidental, sino la culminación de un
análisis en el que queda muy claramente expresada la función abarcadora de la Revolución en la
cultura.
“La Revolución
–dijo en ese discurso Fidel un poco antes de pronunciar su histórica
definición- no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean
o no escritores o artistas, marchen junto a ella. La Revolución debe aspirar
a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario. La Revolución debe tratar
de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar
a contar con la mayoría del pueblo; a contar –concluyó- no sólo con los
revolucionarios sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no tengan
una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella.”
“Nadie
ha supuesto nunca –dijo en aquella tarde- que todos los hombres, o todos los
escritores, o todos los artistas, tengan que ser revolucionarios”.
Y
señaló, con admirable precisión:
“La revolución sólo debe renunciar a aquellos que sean
incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente
contrarrevolucionarios”.
Así
fue, compañeros y compañeras, recordémoslo, la respuesta de Fidel ante un
escritor católico que había preguntado si podía hacer una interpretación desde
su punto de vista idealista de un problema determinado. Fidel consideró esa
inquietud como
“un caso digno de tenerse muy en cuenta…un caso representativo del
género de escritores y de artistas que muestran una disposición favorable hacia
la Revolución
y desean saber qué grado de libertad tienen dentro de las condiciones
revolucionarias para expresarse de acuerdo con sus sentimientos”.
Es
bueno recordar no sólo la frase definitoria sino sus antecedentes inmediatos,
porque más de una vez en el pasado se quiso interpretar aquélla por la vía
estrecha para imponer decisiones extemporáneas o criterios de capilla en nombre
de la Revolución
y del Partido. El Partido nos guía, como un gran conductor que sólo podrá
cumplir sus tareas cimeras si toma en cuenta todos los factores que componen
nuestra sociedad y conforman nuestra realidad. De la historia reciente los
intelectuales y artistas han aprendido que no deben ver al Partido como alguien
detrás de un buró, en el Comité Central, dictando directivas, bien
intencionadas tal vez pero inconsultas o esterilizadoras. Es mucho más que eso.
Poseer el título de militante es, para un escritor revolucionario, no sólo la
prueba de que ha aprendido a manejar el marxismo-leninismo como instrumento de
profundización y de amplitud al interpretar la vida sino el recuerdo de modo permanente
de que su conducta ejemplar no le ha dado nuevos privilegios sino que le ha
traído mayores responsabilidades. Pero no poseer el carné del Partido está muy
lejos de ser denigratorio. La
Revolución es mucha más amplia, mucha más heterogénea, mucho
más complicada que el Partido. En el turbión revolucionario caben todos los que
no están opuestos a nuestras aspiraciones, a nuestros postulados. Siguiendo esa
concepción fidelista, la
Revolución Cubana podía decir también que su divisa no es
“los que no están con nosotros están contra nosotros” sino aquella otra: “los
que nos están contra nosotros están con nosotros”.
No
se trata, no, de mermar el significado y el sentido que los intelectuales
militantes del Partido adquieren en el torrente de la intelectualidad. Muy
lejos de ello. Recordando que ese tipo de revolucionario “pone la Revolución por encima
de todo lo demás”, Fidel en aquella ardiente tarde puntualizó:
“El artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a
sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución”.
La
imagen de Rubén Martínez
Villena, con su pureza diamantina, flotó en ese momento
sobre nosotros.
Ese
es, compañeras y compañeros, nuestro punto de partida. El camino hacia el
comunismo es menos fácil de lo que nos parecía a algunos hace 50 años. Tenemos
que transitarlo en la diversidad y con la diversidad.
El
primero de los Lineamientos que se le han presentado al Congreso en el Informe
define plenamente la responsabilidad fundamental de los artistas y escritores,
de los hombres y mujeres de la cultura, en esta etapa. Se declara allí como
indispensable “fortalecer el papel de la cultura en la sociedad cubana de hoy”.
Nada
resulta más necesario. Hemos realizado una hermosa, profunda, abarcadora,
Revolución educacional, pero nos falta incorporar a esa Revolución el
ingrediente indispensable de la cultura. No se trata –y estoy seguro de que
ustedes me comprenden- de atiborrar a nuestros estudiantes de referencias
culturales, de nombres de autores o referencias de obras. Eso no es la cultura,
sino tan sólo uno de los ingredientes culturales. La cultura es, ante todo, una
forma de vida. Cuando, ante el comportamiento de unos campesinos españoles,
Chesterton pudo decir: “¡Qué cultos son estos analfabetos¡”, le daba a la
cultura esa significación omnicomprensiva. Confesemos, es una obligación
revolucionaria, que todavía estamos lejos de lograr entre nosotros como patrón
de vida las formas culturales que corresponden a nuestra sociedad socialista.
Tenemos un pueblo cada vez más instruido, pero todavía no tenemos un pueblo
culto.
Yo
recuerdo con amargura, hace pocos años, haber asistido a un acto en el cual,
después, después de escuchar una charla magistral de nuestro siempre presente Nicolás Guillén, el locutor
anunció, para nuestra sorpresa: “Y ahora, compañeras, comienza el acto
cultural”. Y venía detrás un combo de segunda clase.
No
se trata de reproducir la vieja y falsa contraposición entre lo culto y lo
popular sino de incorporar a lo popular el sentido enriquecedor de lo culto. Se
ha dicho con verdad que cultura es todo lo que no es naturaleza. Pero la
cultura de la Revolución
no puede ser una creación imperfecta. Varela, Luz, Martí, Alejo, Juan
Marinello, Portocarrero, fueron la cultura; Nicolás, Alicia, Mariano, Leo,
Roberto, son la cultura; Pablo y Silvio son también la cultura, como los
Irakere, Portillo de la Luz,
José Antonio y Sandoval, como la Danza Moderna o el Conjunto Folclórico. Pero que
el bacalao lleve o no lleve papa no es necesariamente la cultura a la que
aspiramos. Hay que atreverse a decirlo, si es que realmente queremos como se
proponen las resoluciones, “fortalecer el papel de la cultura en el socialismo
cubano de hoy”. Es bueno diferenciar lo popular auténtico de la chabacanería
con pretensiones de pueblo.
Se
alega con frecuencia de que hay que partir de nuestros niveles culturales.
Correcto. Pero partir de ese nivel no significa adaptarse a él, Lenin, que se
nutría como nadie del pueblo, y Fidel, leninista contemporáneo, han sabido
tomar al pueblo como punto de partida para una incesante proyección hacia
arriba. Sepámoslo hacer nosotros, librémonos de las excrecencias populistas.
Si
algo se nos puede reprochar es no haber sido lo necesariamente exigentes. Es
una muestra de eso que suelo denominar “resignación socialista” el no haber
peleado lo suficiente por introducir desde nuestra enseñanza primaria la
educación artística de nuestros niños y jóvenes. Si saber disparar un arma en
nuestra Patria de hoy es condición indispensable para todo ciudadano, esto no
puede conducirnos a olvidar apreciar a Degas o a Picasso, a Bethoven o a
Prokofiev, es también importante (APLAUSOS)
¿Por
qué hemos de condenar a quienes laboran voluntariamente en la microbrigada, o
dan 120 horas de su tiempo libre al esfuerzo común, a que tengan todavía que
contemplar personajes que recuerdan demasiado a los de “Crusellas” y
“Palmolive”?, a pesar de que reconozcamos los esfuerzos de la televisión por
acercarse a la cultura. Un pueblo como el nuestro, además de confirmar cada día
que ama a la Revolución,
ha dejado atrás el analfabetismo y tiene una clase obrera que en su conjunto
aspira a cumplir los nueve grados de educación, no merece ser alimentado
espiritualmente con productos adulterados. Tiene derecho a lo mejor, y estamos
en la obligación de proporcionárselo.
Se
oye hablar de “cultura masiva”. Para mí la cultura “masiva”, no es cultura. Yo
creo en la cultura hacia las masas, con las masas y para las masas. Son cosas
distintas, aunque luzcan semejantes.
Cabe
que nos preguntemos si estamos ya en el camino de esa cultura, a la vez
revolucionaria y abarcadora, a que aspiramos.
Creo
que no debemos dudarlo.
Porque
es cierto que –como aquí se ha dicho- lo que nos han faltado no son las
definiciones y las líneas de política. Las empezamos a tener en ese discurso de
Fidel de 1961, y las encontramos, reforzadas por una experiencia de 16 años, en
la Resolución
del I Congreso del Partido. De lo que hemos carecido es de la capacidad para
ponerlas en práctica. Ahora el Partido, impulsado por la rectificación, que
sitúa la conciencia política en el plano central de sus preocupaciones, trabaja
por transformar aquellas palabras rectoras de entonces en una línea permanente
de acción. Y ahora también el Congreso de la UNEAC da a los escritores y artistas de nuestro
país la coherencia y la voz necesarias para dejar de ser una fuerza amorfa y
subalterna y convertirse en parte de esa gran batalla renovadora.
Los
intelectuales cubanos no pueden retrasarse. Les tocará, como a los demás, poner
el ladrillo, mezclar la arena, levantar así las viviendas, el consultorio del
médico de la familia, los círculos infantiles. Pero tienen además su propia,
específica, irrenunciable tarea que no pueden traicionar. Les corresponde
realizar la obra seria en lo literario, en lo musical, en lo plástico, a la que
el crecimiento revolucionario los conmina. Les toca, por encima de eso, la
hermosa y alta tarea de llevar esa obra, y las obras de sus antecesores cubanos
y no cubanos –porque la palabra “extranjero” debe ser abolida de la cultura – a
millones de hombres y mujeres que esperan por ellas. Mientras haya galerías de
arte sin espectadores, mientras los niños no tengan acceso, por inercia de
quienes los educan, al museo; mientras Mozart siga siendo un buen pretexto para
la comedia musical de turno; mientras Pushkin y Shakespeare resulten
desconocidos para cientos de miles que los disfrutarían si se les acercara a
ellos, la misión de los promovedores de la cultura no habrá terminado.
Nadie
tiene derecho a esperar. A cada cual le toca lo suyo. El Partido orienta, pero la UNEAC y sus miembros tienen
su órbita propia, y la inercia los hará culpables. No es momento de querellas
sino de conjunciones, pero si hay inmovilidad oficial las armas de la crítica
están ahí para usarlas. La
Revolución, que condena la pelea innecesaria, ha respaldado
siempre la pelea justa, lo que rechaza es la quietud pesimista (APLAUSOS).
Y
si se quiere estar mejor preparado para esa batalla, en que conjuntamente han
de participar el Partido y la UJC,
los ministerios, los sindicatos, sin duda que la UNEAC debe preocuparse más
por la incorporación a ella de nuestra juventud intelectual.
Creo
que no tendré que jurar ante ustedes que no tengo nada contra los viejos. Pero
me asusta que en este Congreso, en que los literatos y los artistas han logrado
expresar su combatividad, aunque sea a la manera pausada del gremio, apenas un
2% de los participantes tenga menos de 30 años. Menos de 30 años tenía José
Martí cuando empezó su faena liberadora sin tregua; a Mella no le permitieron
llegar a los 30 años. Entre los firmantes de la “Protesta de los 13”, muy pocos pasaban de los
25 años. No tenían 30 años los editores de la “Revista Avance”, ni Nicolás
Guillén cuando escribió “Sóngoro Cosongo”. Con poco más de 20 años, Roa, José
Antonio Portuondo, Mirta Aguirre y otros se paseaban ya en las letras cubanas
de su tiempo. Y, para decirlo de una sola buena vez; el protagonista de “La Historia me Absolverá”,
ese Manifiesto de Montecristi de nuestra época, no había rebasado, cuando se
puso al frente de su pueblo, los 27 años (APLAUSOS). Y aquí, entre 518
delegados, solo 9 no pasan de los 30 años.
Mal
síntoma sería si ello se debiera a la desconfianza; peor aun si se originara en
la inmadurez. Creo que el origen de esa ausencia está, más bien, en una falta
de perspectiva.
Permítaseme
una sola reflexión final.
En
la Resolución
se nos propone también “el rechazo de toda desviación ética, política e
ideológica, que pretenda erosionar nuestra voluntad de luchar por el
socialismo” y se proclama la aspiración de estar “tan lejos del dogmatismo como
del liberalismo, tan lejos de la intolerancia como de la complacencia”.
Al
llevarlo a la práctica, no debemos olvidar sin embargo que, aunque el
liberalismo es peligroso y la complacencia inaceptable, más peligroso todavía,
en el terreno de la cultura y la ciencia, son la intolerancia y el dogmatismo
(APLAUSOS). Aquéllos no pueden penetrar –por su signo político- en nuestra
unida y fuerte Revolución. Pero si no vencemos el dogma nos corroerá y nos
cerrará el camino hacia la amplia y noble cultura del socialismo, en la cual la
del Hombre tiene que ser, como lo proclamaba Máximo Gorki, “una hermosa palabra”.
Patria
o Muerte (OVACIÓN)
Tomado del Periódico Granma, 29 de enero de 1988
Publicado en el Blog La pupila insomne