viernes, 9 de octubre de 2015

Bien, yo respeto



8 de octubre de 2015

Cuando me preguntaron mi escritor preferido dije sin titubear: José Martí. Hubiera dado la mis­ma respuesta ante la palabra mártir, o per­sona, pero me preguntaron escritor. Y hu­bo un si­lencio. Observé unos segundos a la cara de mi in­ter­locutor: ¿Te parece raro? Dijo que no, sin em­bargo su cara decía palabras duras como: mientes; inadmisible; absurdo. Más silencio. Me acodé so­bre la mesa y descansé en la mano la barbilla. Lue­go dijo: Per­dona, ¿estás seguro? Me le­vanté y me fui.
Ahora lo pienso, pasado el tiempo, y me parece cómico. Pero es en realidad inadmisible. Eso es lo inadmisible. Que haya gente, aún, en­trada en años, cuya experiencia grande no ad­mita a un Martí joven, redivivo, para hoy. ¿Dón­de está?, preguntan ellos. ¿Peleando ga­llos? ¿Es­cribiendo grafitis? ¿Gritando obscenidades a viva voz?
Pues no. No está, les digo. No ahí. Y esa es la base del problema. Parece ser que han hecho, envueltos en el afán por preservarlo, un Martí distinto a ojos de los jóvenes. Lo han hecho ellos. Mis interlocutores. Un Martí vie­jo, enmohecido, obsoleto. Un Martí dueño de un discurso que a muchos jóvenes no les funciona. O no comprenden. Y ese es el problema. Hay que hacer de Martí también el hombre que hable palabras de hoy. Hay que limpiarlo del mal de la repetición vacía que trae rechazo, “guerrilla semiológica” —dijera Um­berto Eco—. Hay que traerlo, ponerlo poco a poco en las conciencias de los “desconcienciados”, contagiarlo. Sa­carlo de lo que parece antiguo.
Hay que amar al Martí de piedra, o yeso, que es­tá empotrado junto a cada asta de cada escuela, y al Martí que observa, que nos ob­serva a to­dos y nos guía desde la Pla­za. Cierto. Y sin embargo, hay que ver en Martí al hombre que sufre, al padre con el brazo lleno de niño, al hombre tembloroso. Como tú, como yo. Al hombre que extraña a la madre lejos y le escribe cartas; que se le­vanta, se mete en la ropa, bebe café para empezar el día. Al que ama a una mujer, la que conoce el arte de hacer del universo un beso. Al que ama a Cuba. Y hace. Y se desdobla. Y hay que ver al Martí ado­lescente, rebelde, que está en El ojo del canario. Pero hay que ver en él, también, al obrero (pensar es un trabajo) que suda, que acumula cansancio, llega a casa, come, se baña luego, aunque has­ta en el baño esté leyendo un libro. Y hay que imitarle.
Entonces, solo entonces, ese Martí sensible estará inmerso, más, en el pensamiento joven; en el ser bravo, robusto, cubano, que pasa en busca de pan y de gloria al devenir cotidiano donde nace.
TOMADO DEL DIARIO GRANMA

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