Autor: Jesús Jank Curbelo
8 de octubre de
2015
Cuando me
preguntaron mi escritor preferido dije sin titubear: José Martí. Hubiera dado
la misma respuesta ante la palabra mártir, o persona, pero me preguntaron
escritor. Y hubo un silencio. Observé unos segundos a la cara de mi interlocutor:
¿Te parece raro? Dijo que no, sin embargo su cara decía palabras duras como:
mientes; inadmisible; absurdo. Más silencio. Me acodé sobre la mesa y descansé
en la mano la barbilla. Luego dijo: Perdona, ¿estás seguro? Me levanté y me
fui.
Ahora lo
pienso, pasado el tiempo, y me parece cómico. Pero es en realidad inadmisible.
Eso es lo inadmisible. Que haya gente, aún, entrada en años, cuya experiencia
grande no admita a un Martí joven, redivivo, para hoy. ¿Dónde está?,
preguntan ellos. ¿Peleando gallos? ¿Escribiendo grafitis? ¿Gritando
obscenidades a viva voz?
Pues no. No
está, les digo. No ahí. Y esa es la base del problema. Parece ser que han
hecho, envueltos en el afán por preservarlo, un Martí distinto a ojos de los
jóvenes. Lo han hecho ellos. Mis interlocutores. Un Martí viejo, enmohecido,
obsoleto. Un Martí dueño de un discurso que a muchos jóvenes no les funciona. O
no comprenden. Y ese es el problema. Hay que hacer de Martí también el hombre
que hable palabras de hoy. Hay que limpiarlo del mal de la repetición vacía que
trae rechazo, “guerrilla semiológica” —dijera Umberto Eco—. Hay que traerlo,
ponerlo poco a poco en las conciencias de los “desconcienciados”, contagiarlo.
Sacarlo de lo que parece antiguo.
Hay que amar al
Martí de piedra, o yeso, que está empotrado junto a cada asta de cada escuela,
y al Martí que observa, que nos observa a todos y nos guía desde la Plaza.
Cierto. Y sin embargo, hay que ver en Martí al hombre que sufre, al padre con
el brazo lleno de niño, al hombre tembloroso. Como tú, como yo. Al hombre que
extraña a la madre lejos y le escribe cartas; que se levanta, se mete en la
ropa, bebe café para empezar el día. Al que ama a una mujer, la que conoce el
arte de hacer del universo un beso. Al que ama a Cuba. Y hace. Y se desdobla. Y
hay que ver al Martí adolescente, rebelde, que está en El ojo del canario.
Pero hay que ver en él, también, al obrero (pensar es un trabajo) que suda, que
acumula cansancio, llega a casa, come, se baña luego, aunque hasta en el baño
esté leyendo un libro. Y hay que imitarle.
Entonces, solo
entonces, ese Martí sensible estará inmerso, más, en el pensamiento joven; en
el ser bravo, robusto, cubano, que pasa en busca de pan y de gloria al devenir
cotidiano donde nace.
TOMADO
DEL DIARIO GRANMA
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