Por:Alina Perera
3 de Octubre del 2015
3 de Octubre del 2015
Desde su
hermoso y cristalino espíritu el niño preguntó a su abuela si es cierto que los
niños «hacen el “sexo”». La adulta, sin salir de su aturdimiento, dijo no, que
eso es algo concerniente a los adultos; argumentó que en la infancia hay otros
pensamientos y acciones en los cuales enfrascarse. El pequeño, tras escuchar
inocentemente, volvió a la carga: «¿Entonces por qué mi amiguito de la escuela
me dice que él tiene “sexo” con una amiguita?».
De corazón digo
que la anécdota me ha sobrecogido. Porque enciende, como la punta de un
iceberg, alarmas sobre cuánto hemos descendido en la escala de la educación e
incluso del sentido común.
Pienso que
enamorarse es otra cosa, y que para esa suerte de levitación casi todos los
momentos de la vida sirven: cuando supe que Gabriel García Márquez se había
enamorado por vez primera a los ocho años de edad, sentí una alegría de
maravilla, porque solo entonces me pareció normal que a mí me hubiese sucedido
lo mismo, y que justo a los ocho años me hubiese sumergido en un estado que me
quitó los deseos de comer y hasta de bañarme, algo que resultó muy difícil,
porque yo no era correspondida y mi pasión era una pesadilla de la cual todavía
no sé cómo logré escapar.
Lo importante
es que en mi imaginación, dentro de una escala de los grandes encuentros que
podían suceder, la nota más alta era la posibilidad de que me regalasen una
flor, o un lápiz, o un rato de compañía en el banquito de la escuela. Pero
honestamente, a pesar de mi «fiebre», no se me ocurría nada más carnal.
Por eso manejo
las circunstancias con sumo cuidado cuando mi hija de nueve años me dice que
fulanita está con menganito, o que ella es «novia» de aquel. Le pregunto
entonces qué significa «estar». Emprendo con ella una conversación que no
termina hasta que no la siento desprendida de toda pose, de todo vestigio de
mala moda. Hasta que no la reconozco «limpia», en su verdadera dimensión de
infante, no me detengo.
Sospecho que
algunos padres no están defendiendo ese candor como deberían: fieramente. En
ese debilitamiento de lo mejor de nuestra conducta, en ese terreno movedizo y
de fracturas, reflejo de más de 20 años de una crisis múltiple, hemos tenido
que advertir, por culpa del descuido y degradación espiritual de algunos
«mayores», una suerte de infanticidio que habita en vestir a los pequeños como
personas «grandes», en darles tareas no propias de su ternura natural, o en
hacerlos testigos de diálogos que ni siquiera los hombres y mujeres de bien
merecerían sostener o escuchar.
Debemos estar
alertas para que males altamente contagiosos como el pésimo gusto, la violencia
o la irresponsabilidad no terminen tomándonos la vida. Todos son frutos
amargos, hijos de una cultura preñada de espacios baldíos; de una cultura, la
que sirve para vivir, extenuada en todos estos años difíciles.
Si las
esquirlas de una guerra silenciosa han llegado hasta nuestros niños, hasta un
candor que sería imperdonable empañar, tenemos el deber ciudadano de restaurar
lo lastimado mente y corazón adentro; de ser incluso gladiadores contra toda
ponzoña.
Sé que se dice
fácil, y sé que en la práctica la batalla duele mucho, porque el encontronazo
es entre seres humanos, entre la sensibilidad de la virtud y la ceguera de la
ignorancia, maniobrando todo el tiempo en un entramado de fragilidades y
complejidades múltiples. Más no hay opción: El camino de salvarnos está en rescatar
de caídas verticales a muchas piezas de la subjetividad, incluida la sagrada
inocencia de los niños.
TOMADO DE JUVENTUD REBELDE.
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