Por: Ignacio Ramonet
5 octubre 2015
La idea de un
mundo situado bajo “vigilancia total” ha parecido durante mucho tiempo un
delirio utópico o paranoico, fruto de la imaginación más o menos alucinada de
los obsesos de la conspiración. Sin embargo, hay que reconocer la evidencia:
vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada de una especie de imperio de la
vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más nos observan, nos espían, nos
vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada día, nuevas tecnologías se refinan en el
seguimiento de nuestro rastro. Empresas comerciales y agencias publicitarias
registran nuestra vida.
Pero, sobre
todo, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo o contra otras plagas
(pornografía infantil, blanqueo de dinero, narcotráfico), los Gobiernos
–incluidos los más democráticos– se erigen en Gran Hermano y ya no dudan en
infringir sus propias leyes para espiarnos mejor. En secreto, los nuevos
Estados orwellianos buscan establecer ficheros exhaustivos de nuestros
contactos y de nuestros datos personales tal y como figuran en diferentes
soportes electrónicos.
Tras la ola de
ataques terroristas que ha golpeado, desde hace algunos años, ciudades como
Nueva York, París, Boston, Ottawa, Londres o Madrid, las autoridades no han
dudado en utilizar el gran pavor de las sociedades conmocionadas para
intensificar la vigilancia y para reducir más la protección de nuestra vida
privada.
Entendámonos: el
problema no es la vigilancia en general, es la vigilancia masiva clandestina.
Es evidente que, en un Estado democrático, las autoridades cuentan con toda la
legitimidad, basándose en la ley y con la autorización previa de un juez, para
poner bajo vigilancia a cualquier persona que consideren sospechosa.
Como dice
Edward Snowden: “No hay ningún problema si se trata de poner bajo escucha a
Osama Bin Laden. Siempre que los investigadores tengan que disponer del permiso
de un juez –un juez independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y
puedan probar que existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden
llevar a cabo ese trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a todos,
en masa, todo el tiempo y sin ninguna justificación” (1). [1. Katrina van den
Heuvel et Stephen F. Cohen, “Edward Snowden: A ‘Nation’ Interview”, The Nation,
Nueva York, 28 de octubre de 2014.]
Con ayuda de
algoritmos cada vez más perfeccionados, miles de investigadores, de ingenieros,
de matemáticos, de estadistas y de informáticos buscan y clasifican la
información que generamos sobre nosotros mismos. Satélites y drones de mirada
penetrante nos siguen desde el espacio. En las terminales de los aeropuertos,
escáneres biométricos analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y nuestras
huellas digitales. Cámaras de infrarrojos miden nuestra temperatura. Las
pupilas silenciosas de las cámaras de vídeo nos escrutan en las aceras de las
ciudades o en los pasillos de los hipermercados. También siguen nuestra pista
en el trabajo, en las calles, en el autobús, en el banco, en el metro, en el
estadio, en los aparcamientos, en los ascensores, en los centros comerciales,
en las carreteras, en las estaciones, en los aeropuertos…
Cabe señalar que la inimaginable revolución digital que vivimos, que ya ha
transformado tantas actividades y profesiones, también ha trastornado totalmente
el ámbito de los servicios de información y de la vigilancia. En la época de Internet, la
vigilancia ha pasado a ser algo omnipresente y perfectamente inmaterial,
imperceptible, “indetectable”, invisible. Además, se caracteriza técnicamente
por una simplicidad pasmosa.
Se acabaron los
trabajos de albañilería para instalar cables y micrófonos, como en la célebre
película La Conversación (2) [2. La Conversación (The Conversation),
1973. Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale,
Cindy Williams, Harrison Ford, Robert Duvall. Palma de Oro 1974 en el Festival
de Cannes.], donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba, en un
Feria consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos
elaborados equipados con cajas rebosantes de cables eléctricos que había que
esconder en los muros o en el suelo…
Varios
estrepitosos escándalos de esa época –el caso Watergate en Estados Unidos, el
de los “fontaneros de Le Canard enchaîné” en Francia–, fracasos humillantes
para las oficinas de los servicios de información, demostraron los límites de
estos antiguos métodos mecánicos, fácilmente detectables y localizables.
Hoy en día,
poner a alguien bajo escucha ha pasado a ser algo de una facilidad
desconcertante. Al alcance del primero que llega. Una persona normal y
corriente que quiera espiar a alguien de su entorno puede encontrar en venta
libre en el comercio un amplio abanico de opciones: nada menos que media docena
de programas informáticos para espiar (mSpy, GsmSpy, FlexiSpy, Spyera, EasySpy)
que “leen” sin problemas los contenidos de los teléfonos móviles: mensajes de
texto, correos electrónicos, cuentas en Facebook, Whatsapp, Twitter, etc.
Con el auge del
consumo en línea, la vigilancia de tipo comercial también se ha desarrollado
enormemente, dando lugar a un gigantesco mercado de nuestros datos personales,
que se han convertido en mercancías. Durante cada una de nuestras conexiones a
una página web, las cookies guardan el conjunto de las búsquedas realizadas y
permiten establecer nuestro perfil de consumidor. En menos de veinte milésimas
de segundo, el editor de la página visitada vende a los posibles anunciantes la
información que nos concierne revelada por las cookies. Apenas unas milésimas
de segundo más tarde, la publicidad que se supone que causa más impacto en
nosotros aparece en nuestra pantalla. Y así quedamos ya fichados
definitivamente.
De alguna
manera, la vigilancia se ha “privatizado” y “democratizado”. Ya no es un asunto
reservado sólo a los servicios estatales de información. Pero, a la vez, la
capacidad de los Estados en materia de espionaje masivo ha crecido de modo
exponencial. Y esto también se debe a la estrecha complicidad entablada con las
grandes empresas privadas que dominan las industrias de la informática y de las
telecomunicaciones.
Julian Assange
lo afirma: “Las nuevas sociedades como Google, Apple, Amazon y, más
recientemente, Facebook han tejido estrechos vínculos con el aparato de Estado
en Washington, en particular con los responsables de Asuntos Exteriores” (3).
[3. Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange: ‘Google nos espía e informa
al Gobierno de Estados Unidos’”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de
2014.] Este Complejo de la seguridad y de lo digital –Estado + aparato militar
de seguridad + industrias gigantes de la Web– constituye un auténtico imperio
de la vigilancia cuyo objetivo, muy concreto y muy claro, es poner Internet,
todo Internet y a todos los internautas bajo escucha. Para controlar la
sociedad.
Para las
generaciones de menos de cuarenta años, la Red es, simplemente, el ecosistema
en el que han pulido su mente, su curiosidad, sus gustos y su personalidad.
Desde su punto de vista, Internet no es solo una herramienta autónoma que se
utilizaría para tareas concretas. Es una inmensa esfera intelectual donde se
aprende a explorar libremente todos los saberes. Y, de forma simultánea, un
ágora sin límites, un foro donde las personas se reúnen, dialogan, intercambian
y adquieren, a menudo de forma compartida, una cultura, conocimientos, valores.
Internet representa, a ojos de estas nuevas generaciones, lo que era para
sus mayores, de forma simultánea, la escuela y la biblioteca, el arte y la
enciclopedia, la polis y el templo, el mercado y la cooperativa, el estadio y
el escenario, el viaje y los juegos, el circo y el burdel… Es tan fabuloso que “el individuo,
en su placer por evolucionar en un universo tecnológico, no se preocupa por
saber, y menos aún por comprender, que las máquinas gestionan su día a día. Que
cada uno de sus actos y gestos es grabado, filtrado, analizado y,
eventualmente, vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos físicos, la
informática de la comunicación constituye sin duda la herramienta de vigilancia
y de control más increíble que el ser humano haya podido crear jamás” (4). [4.
Jean Guisnel en su prefacio al libro de Reg Whitaker, Tous fliqués. La vie
privée sous surveillance, Denoël, París, 2001 (en español: El fin de la
privacidad. Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad, Paidós,
Barcelona, 1999).]
Este intento de
control total de Internet representa un peligro inédito para nuestras
sociedades democráticas: “Permitir la vigilancia de Internet –afirma Glenn
Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las revelaciones de Edward
Snowden– viene a ser lo mismo que someter a un control estatal exhaustivo
prácticamente todas las formas de interacción humana, incluido el pensamiento
propiamente dicho” (5). [5. Glenn Greenwald, No place
to hide. Edward Snowden, the NSA, and the US Surveillance State, Metropolitan
Books, Nueva York, 2014.]
Esta es la gran
diferencia con los sistemas de vigilancia que existían antes. Sabemos, desde
Michel Foucault, que la vigilancia ocupa una posición central en la
organización de las sociedades modernas. Estas son “sociedades disciplinarias”
donde el poder, por medio de técnicas y de estrategias complejas de vigilancia,
busca ejercer el mayor control social posible (6). [6. Michel Foucault, Vigilar
y castigar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.]
Esta voluntad
por parte del Estado de saberlo todo sobre los ciudadanos está legitimada
políticamente por la promesa de una mayor eficacia en la administración
burocrática de la sociedad. Así, el Estado afirma que será más competitivo y,
por lo tanto, servirá mejor a los ciudadanos si los conoce mejor, de la forma
más profunda posible. Sin embargo, al haber pasado a ser cada vez más invasiva,
la intrusión del Estado ha terminado provocando, desde hace tiempo, un creciente
rechazo entre los ciudadanos que aprecian el santuario de la vida privada.
Desde 1835, Alexis de Tocqueville señalaba ya que las democracias modernas de
masas producen ciudadanos privados cuya principal preocupación es la protección
de sus derechos. Y que esto hace que sean particularmente quisquillosos y
belicosos contra las pretensiones intrusivas y abusivas del Estado (7). [7.
Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Akal, Madrid, 2007.]
Esta tradición
se prolonga en la actualidad en la persona de los “lanzadores de alertas”, como
Julian Assange y Edward Snowden, ambos perseguidos ferozmente por Estados
Unidos. Y, en defensa de ellos, el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky
afirma: “Para estos ‘lanzadores de alertas’, su lucha por una información libre
y transparente es una lucha casi natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente.
Si Snowden, Assange y otros hacen lo que hacen, lo hacen en su calidad de
ciudadanos. Están ayudando al público a descubrir lo que hacen sus propios Gobiernos.
¿Existe acaso una tarea más noble para un ciudadano libre? Y se los castiga
severamente. Si Washington pudiera echarles el guante, sería peor aún. En
Estados Unidos existe una ley de espionaje que data de la Primera Guerra
Mundial; Obama la ha usado para evitar que la información difundida por Assange
y Snowden llegue al público. El Gobierno va a intentarlo todo, incluso lo
indecible, para protegerse de su ‘enemigo principal’. Y el ‘enemigo principal’
de cualquier Gobierno es su propia población” (8). [8. Ignacio Ramonet,
“Entrevista con Noam Chomsky: Contra el imperio de la vigilancia”, Le Monde
diplomatique en español, abril de 2015.]
En la era de
Internet, el control del Estado alcanza dimensiones alucinantes, ya que, de una
manera o de otra, como ya se ha dicho, confiamos a Internet nuestros
pensamientos más personales e íntimos, tanto profesionales como emocionales.
Así, cuando el Estado, con ayuda de tecnologías súper poderosas, decide pasar a
escanear nuestro uso de Internet, no solo rebasa sus funciones, sino que,
además, profana nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestro espíritu y
saquea el refugio de nuestra vida privada.
Sin saberlo, a
ojos de los nuevos “Estados de vigilancia”, nos convertimos en clones del héroe
de la película El Show de Truman (9) [9. El Show de
Truman (The Truman Show) (1998). Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Jim Carrey, Ed
Harris.], expuestos en directo a la mirada de miles de cámaras y a la escucha
de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad
planetaria de los servicios de información.
A este
respecto, Vince Cerf, uno de los inventores de la Web, considera que “en la
época de las tecnologías digitales modernas, la vida privada es una anomalía…”
(10). [10. Marianne, París, 10 de abril de 2015.] Leonard Kleinroc, uno de los
pioneros de Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–, nuestra
vida privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible recuperarla” (11).
[11. El País, Madrid, 13 de enero de 2015.]
Por una parte,
muchos ciudadanos se resignan, como si de una especie de fatalidad de la época
se tratara, al fin de nuestro derecho al anonimato. Por otra parte, esta
preocupación de defender nuestra vida privada puede parecer reaccionaria o
“sospechosa” porque solo aquellos que tienen algo que esconder intentan
esquivar el control público. Por lo tanto, las personas que consideran que no
tienen nada que reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la
vigilancia del Estado. Sobre todo si esta, tal y como lo prometen y lo repiten
las autoridades, está acompañada por una ganancia sustancial en materia de
seguridad. Sin embargo, este discurso –“Dadme un poco de vuestra libertad, os
la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una estafa. La
seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. Sin embargo, la
“vigilancia total” se ha convertido en una realidad indiscutible.
Contra la
estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, recordemos la
lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de los autores de la
Constitución estadounidense: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de
libertad por un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y
acaba perdiendo las dos”.
Una sentencia
de perfecta actualidad y que debería animarnos a defender nuestro derecho a la
vida privada, cuya principal función no es otra que proteger nuestra intimidad.
Jean-Jacques Rousseau, filósofo de la Ilustración y primer pensador que
“descubrió” la intimidad, nos dio el ejemplo. ¿No fue él también el primero en
rebelarse contra la sociedad de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de
querer controlar la conciencia de los individuos?
“El fin de la
vida privada sería una auténtica calamidad existencial”, ha subrayado
igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro La condición
humana (12). [12. Hanna Arendt, La condición humana, Paidós,
Barcelona, 2005.] Con una formidable clarividencia, en su obra señala los
peligros para la democracia de una sociedad donde la distinción entre la vida
privada y la vida pública estaría establecida de forma insuficiente, lo que,
según Arendt, significaría el fin del hombre libre. Y arrastraría a nuestras
sociedades, de manera implacable, hacia nuevas formas de totalitarismo.
(Tomado de Le Monde Diplomatique y CUBADEBATE )
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