Graziella Pogolotti •
1 de Octubre del 2016
Concluidos mis estudios, había llegado el momento de buscar
trabajo. Por la puerta trasera, podía entrar en el periodismo. Empecé
traduciendo para Vanidades. Sin reparar en derechos de autor, la revista
se apropiaba de los materiales aparecidos en Elle y Marie Claire,
publicaciones francesas de amplia difusión internacional.
Además de la información actualizada sobre modas y de los consejos
para el cuidado de la belleza, mi remuneración más suculenta procedía de
la novelita rosa que constituía el plato fuerte de Vanidades. La prosa
elemental me facilitaba la tarea. Todo marchaba sin tropiezos hasta que,
abruptamente, surgió Corín Tellado. Como era de suponer, prescindieron
de mí.
Transité por la escuela de periodismo en busca de la patente de corso
requerida para trabajar en la prensa. El gremio se defendía de la
competencia interponiendo obstáculos al ingreso en los medios de los más
jóvenes. En un claustro deteriorado, al que se escapaban errores
ortográficos, sobrevivían escasos intelectuales. Perdidas las ilusiones
de otrora, asumían la tarea de manera rutinaria. El director, taquígrafo
de profesión, era colega y amigo de Fulgencio Batista. En su refugio de
la biblioteca, María Villar Buceta ejercía su irrenunciable magisterio.
Aprendí solo dos cosas. La redacción del lead y el titulaje de las
noticias. Resultante de un programa que desechaba la formación general
básica en favor de la técnica, estudié hasta el último detalle del
funcionamiento del linotipo, herramienta museable en la actualidad.
Mi aprendizaje periodístico debe mucho a la lectura y a la
frecuentación de las redacciones. Había en ellas un doble trasfondo
sonoro. Al martilleo del teletipo se añadía el veloz tecleo de los
redactores. Mientras llenaban cuartillas con un solo dedo, mantenían
animado diálogo con los visitantes. El redactor revisaba las larguísimas
galeras de papel. Con un grueso lápiz de negrísimo grafito, tachaba
implacable todo floreo sobrante, llenaba de marcas los márgenes,
corregía palabras y signos de puntuación.
Frecuenté con regularidad la redacción de El Mundo. Nació con la
República Neocolonial y compartió algunas de sus características. Por
más de un motivo, los periódicos de entonces tenían clara noción de sus
destinatarios. El Mundo fue asumido por la clase media cubana como
contraparte del Diario de la Marina, asociado a la antigua Metrópolis,
conectado luego con el franquismo. Era el órgano del comercio español y
de las finanzas. Las tiradas de los matutinos eran modestas. Aún menores
resultaba el tiraje de los vespertinos, más sensacionalistas y casi
siempre voceados por las calles. Casi todos se preciaban de contar con
buenas firmas que prestigiaban sus páginas editoriales. Demasiado
magras, las ventas no cubrían los costos. Dependían de anunciantes que
exigían concesiones. La página dedicada a los espectáculos imponía
cautela en el ejercicio de la crítica, dado que las distribuidoras
podían tomar represalias cuando un juicio demasiado severo amenazaba con
alejar al público de los cines de estreno. Los magros salarios se
compensaban con las botellas, sinecuras gubernamentales, que favorecían
de manera especial a los reporteros destacados en el Palacio
Presidencial, en el Capitolio o en algunos ministerios. La información
internacional procedía de las agencias estadounidenses que distribuían,
además, para América Latina, traducidas al español, las columnas de
algunos comentaristas que, como Drew Pearson, respondían a la ideología
del poder hegemónico. Algunos periodistas tuvieron que vender el alma al
diablo. Otros la guardaron cuidadosamente en su almario, conocedores de
las regulaciones impuestas por la línea política del diario.
El linotipo ha muerto. Pero, entre nosotros, la prensa plana está
lejos de llegar a un estado terminal. Disponemos, ante todo, de una
población envejecida con hábitos arraigados. Numerosos adictos a la
computadora prefieren leer un texto impreso. Aun en esas condiciones, la
contemporaneidad requiere cambios de óptica, de conceptos y de modos de
pensar. La inmediatez informativa fluye por el ciberespacio y por vías
tradicionales, como la radio y la televisión. La lectura favorece la
reflexión más reposada. El espectro de los destinatarios es amplio.
Escasísimos son los que se detienen, según el orden previsto, en la
revisión exhaustiva de un diario.
Se impone limpiar la prosa de adjetivos inútiles, ajustar el titulaje
al contenido, no confundir sensibilidad con sensiblería, censurar la
reiteración de muletillas. Así, por ejemplo. Todas las presentaciones
artísticas son de lujo, aunque nada fundamente semejante manera de
calificar.
Más informado que nunca por distintas vías, incluido el rumor que
corre de boca en boca complementado por las imágenes transmitidas a
través de los celulares, el lector contemporáneo demanda un interlocutor
analítico, capacitado para ofrecer datos complementarios, evocar
antecedentes y correlacionar hechos. En tiempos de globalización el
acontecer internacional adquiere importancia de primer orden, lo que no
descarta el ahondamiento en los problemas internos mediante la práctica
de un periodismo de investigación sustentado en el dominio de la materia
en cuestión. La crítica no puede asociarse a la navaja que traspasa la
carótida. Como la definiera Martí, consiste en el ejercicio del criterio
a través del desmontaje de los factores que intervienen en una
situación dada.
En tiempos de decisiva batalla de ideas, la confrontación se libra
entre el mensaje elemental y la incitación al pensar sensato, capaz de
separar la paja del grano, las contradicciones esenciales y los nudos
que, en lo objetivo y en lo subjetivo, entorpecen el hallazgo de
soluciones eficaces a los problemas que nos abruman. Es la gran tarea de
un gremio al que me adscribo por adopción.
Tomado de Juventud Rebelde
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