lunes, 31 de octubre de 2016

¿Quién cuida al que está cuidando?

Amén de ser el horcón familiar, aquella mujer de 45 años de edad estaba al borde de tomar una decisión tan drástica como impostergable.
Asumir el cuidado minuto a minuto de la abuela —ya sin el brío de anteriores décadas—  era el bondadoso paso que le pedía la vida para ofrecer apoyo a quien fundó ese haz de hijos y nietos, cuando el cariño ha de tornarse en paciencia ante los requerimientos de quien hoy no domina su cuerpo.
Dicen que al envejecer retornamos a la niñez. Desaparecen ciertas mañas hasta para hacer un movimiento sencillo; las ideas tardan mucho más en alimentar el habla; las respuestas son tardías, o quizá ninguna, en pos de traer al presente los recuerdos.
Para el que ha trabajado en la calle y de repente se le presenta la imperiosa necesidad de cuidar a un familiar, el cambio de actividad supone una adaptación a su nuevo rol que solo enfrentará con éxito si posee plena conciencia de su deber.
Más allá de cualquier impacto en el salario del cuidador (tal vez acostumbrado a laborar en un mismo centro durante décadas), la exigencia de velar por el bienestar de una persona adulta mayor representa un giro fuerte, porque entraña responsabilizarse con dos vidas al mismo tiempo, encrucijada que reclama concesiones.
Repetir el diario quehacer por un tiempo indefinido abona el terreno para la aparición del estrés. Poco descanso otorga esta función de atender las disímiles necesidades de un abuelo que ya no se vale por sí solo, y si no está a la mano alguna otra persona capaz de alternar en ese empeño, pues la recarga satura la salud de quien se halle al frente de manera perenne.
El cuidador no tiene horario, incluso hasta los pocos minutos que dedique para alimentarse pudiera verlos interrumpidos por una llamada urgente. Tampoco el descanso de madrugada está garantizado, o lo que equivale en muchos casos a «dormir a picotazos», y ese déficit martilla en contra de la concentración y las habilidades para solucionar las distintas situaciones afrontadas.
En aras de preservar su salud, el cuidador deberá respetar una máxima que redundará en mantener más seguro al abuelo: tratar de no sacarlo de su entorno, moviéndolo de su vivienda hacia otra, por muy cómoda que esta última resulte.
Conocí de una ancianita de 90 años, casi ciega (no quiso operarse las cataratas), que caminaba por toda su casa sin tropezar con los muebles. La persona a cargo de ella relataba que siempre, a la hora de dormir, efectuaba la misma rutina de detenerse frente a su escaparate, sacaba algunas piezas de vestir, las doblaba una y otra vez, y luego las colocaba en su lugar. Tras esos minutos, apagaba la luz de su cuarto para dormir. Esa tranquilidad para actuar a solas con sus recuerdos, le ofrecía seguridad, y también a quien la atendía.
Primordial sería si el cuidador contara con alguien para alternar esa tarea, pues además de variar su actividad, estaría en condiciones de tomar un asueto, hacer ejercicios, ver una película o leer un libro, actividades capaces de contribuir a reponerlo. ¿Quién cuida al que está cuidando?, es la pregunta que prevalece para estas personas dedicadas a velar por la vida de otro.
Hoy no son pocos los hogares donde los abuelos imposibilitados de valerse por sí mismos preservan el amor, la consideración y el respeto de sus familiares, agradecidos por lo mucho que esos veteranos lucharon por ellos. Si en contraste otros reciben el desdén como moneda de pago, quienes así obran contribuirán a acortar los posibles años de vida de un ser que merece todo el amor del mundo.
Tomado de Granma.

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