Para los antillanos, octubre ha sido un mes
particularmente de ciclones. Algunos de estos huracanes entraron en la
leyenda, transmitida de padres a hijos. Los habaneros constituyeron una
cultura en torno al fenómeno meteorológico.
Todo empezaba con el claveteo de puertas y ventanas. Según las
posibilidades de cada hogar, se acopiaban comestibles, velas y luz
brillante. Luego, se emprendía un recorrido para evaluar las
consecuencias del desastre y enhebrar al anecdotario para conversaciones
en los lugares frecuentados por el vecindario.
El paso periódico de huracanes parece una advertencia de la
naturaleza, maltratada por la humanidad de manera irresponsable. Su
gruñido nos recuerda que está ahí y que de ella dependemos. Para los
cubanos, este mes tempestuoso tiene una carga histórica fundamental. Un
10 de octubre, Carlos Manuel de Céspedes inició la lucha por la
independencia. En el mismo acto, dio la libertad a sus esclavos. Estaba a
punto de cumplirse un siglo del acontecimiento cuando caía en Bolivia
Ernesto Guevara. Ambos sucesos eslabonan un largo proceso histórico. El
análisis de cada uno demuestra que lo político y lo social son
inseparables. Similar conexión existe entre el destino de cada una de
nuestras naciones y el conjunto de la América Latina, sobre todo en
época de agigantamiento de la asimetría entre el poder hegemónico y los
países que emergen del neocolonialismo. En este batallar colectivo, no
es descartable el papel de las personalidades en la conducción de los
movimientos de liberación.
Ingenio de pequeña dimensión, La Demajagua se convirtió en símbolo
redentor. Sin embargo, después de tanto batallar, en 1902 nacía una
república lastrada por la impronta neocolonial. Los cubanos de entonces
sufrieron una amarga decepción. Algunos escépticos se acomodaron a la
nueva situación. En la república de generales y doctores, algunos
oportunistas se unieron al carro republicano. Otros con grados
conquistados en los años de guerra, sacaron provecho de los méritos
acumulados. Existieron también los insobornables, punto de partida de un
reacomodamiento de fuerzas y del diseño de distintas estrategias para
proseguir la lucha en las nuevas condiciones. Las ideas orientaron
acciones que definieron los programas forjados en el enfrentamiento a
Machado y Batista.
A pesar del abandono gubernamental, de la carencia de una legislación
que protegiera los bienes de la nación y la venta incontrolada de
documentos por quienes afrontaban necesidades pecuniarias, con el siglo
XX comenzaron a fundarse instituciones de carácter patrimonial. Los
locales eran inapropiados, pero de alguna manera se preservaron bienes
en el ámbito de la Biblioteca Nacional, el Archivo Nacional y el
Museo Nacional. Con el triunfo de la Revolución, se produjo un intenso
trabajo de rescate sustentado en un esencial cuerpo legislativo. Ha sido
insuficiente, sin embargo, la popularización del entendimiento de la
importancia de los bienes documentales. Asistimos a veces al triste
espectáculo que ofrecen libros valiosos tirados junto a contenedores de
basura. Así mismo, la ignorancia ha conducido a la desaparición de
testimonios del proceso político, económico, social y cultural de la
nación.
Entender la historia exige engarzar los grandes acontecimientos con
el vivir cotidiano de los grupos sociales en los distintos territorios.
Por ese motivo interesan los registros notariales de matrimonio y
transmisión de herencias, el movimiento de pasajeros por los distintos
puertos, los anuncios publicados en la prensa, los manuales utilizados
en la enseñanza a través del tiempo, los programas de manos de
espectáculos. En la América Latina toda, importa saber qué libros
circularon legal e ilegalmente, factor clave para saber de qué manera en
el intercambio entre el acá y el allá, entre el subcontinente sojuzgado
y las metrópolis dominantes, se fue consolidando un pensamiento propio,
matriz del independentismo y la emancipación. Rodríguez Morey se
atrincheró en el conglomerado heterogéneo que constituye el antecedente y
origen de nuestro Museo Nacional. Por el archivo y la biblioteca
pasaron intelectuales cubanos con conciencia patriótica. La reciente
publicación de la Órbita de José Antonio Ramos, a cargo de la
investigadora Cira Romero, rinde homenaje a un singular testimoniante
de la república neocolonial que sufrió amarga decepción ante el
espectáculo de la república corrupta y dependiente. Lúcido buscador de
verdad, escribió ensayos, novelas, obras de teatro. Aferrado siempre a
sus reservas morales, sus ideas atravesaron un lento y orgánico proceso
de radicalización.
Instalada en el Castillo de la Fuerza, la Biblioteca Nacional se
convirtió en el último refugio de una voluntad de servicio a la patria.
Pocos lectores concurrían al vetusto local. Pero allí se conservaron
bienes que revelaron toda su riqueza después del triunfo de la
Revolución. Libros, periódicos, manuscritos, grabados, mapas habían
tenido albergue, protección y resguardo en espera del momento en que
hornadas de investigadores y estudiantes invadieron las salas del
edificio erigido en la Plaza de la Revolución.
El patrimonio documental de la nación desborda las fronteras
capitalinas. Las bibliotecas y archivos provinciales conservan tesoros
muchas veces subestimados. La codicia de los mercaderes se ha valido de
la penuria económica de algunos para extraer del país valiosos
documentos. Quienes así actúan, saben lo que están haciendo en términos
mercantiles y en detrimento de valores fundamentales de la nación.
Aunque permanezcan aparentemente dormidos durante años, algún día,
alguien tropezará con ellos. Le ofrecerán la llave para penetrar en un
territorio ignorado, pródigo en respuestas y abierto a nuevas
interrogantes.
Tomado de Juventud Rebelde
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