martes, 11 de octubre de 2016
Días de octubre
Todo empezaba con el claveteo de puertas y ventanas. Según las posibilidades de cada hogar, se acopiaban comestibles, velas y luz brillante. Luego, se emprendía un recorrido para evaluar las consecuencias del desastre y enhebrar al anecdotario para conversaciones en los lugares frecuentados por el vecindario.
El paso periódico de huracanes parece una advertencia de la naturaleza, maltratada por la humanidad de manera irresponsable. Su gruñido nos recuerda que está ahí y que de ella dependemos. Para los cubanos, este mes tempestuoso tiene una carga histórica fundamental. Un 10 de octubre, Carlos Manuel de Céspedes inició la lucha por la independencia. En el mismo acto, dio la libertad a sus esclavos. Estaba a punto de cumplirse un siglo del acontecimiento cuando caía en Bolivia Ernesto Guevara. Ambos sucesos eslabonan un largo proceso histórico. El análisis de cada uno demuestra que lo político y lo social son inseparables. Similar conexión existe entre el destino de cada una de nuestras naciones y el conjunto de la América Latina, sobre todo en época de agigantamiento de la asimetría entre el poder hegemónico y los países que emergen del neocolonialismo. En este batallar colectivo, no es descartable el papel de las personalidades en la conducción de los movimientos de liberación.
Ingenio de pequeña dimensión, La Demajagua se convirtió en símbolo redentor. Sin embargo, después de tanto batallar, en 1902 nacía una república lastrada por la impronta neocolonial. Los cubanos de entonces sufrieron una amarga decepción. Algunos escépticos se acomodaron a la nueva situación. En la república de generales y doctores, algunos oportunistas se unieron al carro republicano. Otros con grados conquistados en los años de guerra, sacaron provecho de los méritos acumulados. Existieron también los insobornables, punto de partida de un reacomodamiento de fuerzas y del diseño de distintas estrategias para proseguir la lucha en las nuevas condiciones. Las ideas orientaron acciones que definieron los programas forjados en el enfrentamiento a Machado y Batista.
A pesar del abandono gubernamental, de la carencia de una legislación que protegiera los bienes de la nación y la venta incontrolada de documentos por quienes afrontaban necesidades pecuniarias, con el siglo XX comenzaron a fundarse instituciones de carácter patrimonial. Los locales eran inapropiados, pero de alguna manera se preservaron bienes en el ámbito de la Biblioteca Nacional, el Archivo Nacional y el Museo Nacional. Con el triunfo de la Revolución, se produjo un intenso trabajo de rescate sustentado en un esencial cuerpo legislativo. Ha sido insuficiente, sin embargo, la popularización del entendimiento de la importancia de los bienes documentales. Asistimos a veces al triste espectáculo que ofrecen libros valiosos tirados junto a contenedores de basura. Así mismo, la ignorancia ha conducido a la desaparición de testimonios del proceso político, económico, social y cultural de la nación.
Entender la historia exige engarzar los grandes acontecimientos con el vivir cotidiano de los grupos sociales en los distintos territorios. Por ese motivo interesan los registros notariales de matrimonio y transmisión de herencias, el movimiento de pasajeros por los distintos puertos, los anuncios publicados en la prensa, los manuales utilizados en la enseñanza a través del tiempo, los programas de manos de espectáculos. En la América Latina toda, importa saber qué libros circularon legal e ilegalmente, factor clave para saber de qué manera en el intercambio entre el acá y el allá, entre el subcontinente sojuzgado y las metrópolis dominantes, se fue consolidando un pensamiento propio, matriz del independentismo y la emancipación. Rodríguez Morey se atrincheró en el conglomerado heterogéneo que constituye el antecedente y origen de nuestro Museo Nacional. Por el archivo y la biblioteca pasaron intelectuales cubanos con conciencia patriótica. La reciente publicación de la Órbita de José Antonio Ramos, a cargo de la investigadora Cira Romero, rinde homenaje a un singular testimoniante de la república neocolonial que sufrió amarga decepción ante el espectáculo de la república corrupta y dependiente. Lúcido buscador de verdad, escribió ensayos, novelas, obras de teatro. Aferrado siempre a sus reservas morales, sus ideas atravesaron un lento y orgánico proceso de radicalización.
Instalada en el Castillo de la Fuerza, la Biblioteca Nacional se convirtió en el último refugio de una voluntad de servicio a la patria. Pocos lectores concurrían al vetusto local. Pero allí se conservaron bienes que revelaron toda su riqueza después del triunfo de la Revolución. Libros, periódicos, manuscritos, grabados, mapas habían tenido albergue, protección y resguardo en espera del momento en que hornadas de investigadores y estudiantes invadieron las salas del edificio erigido en la Plaza de la Revolución.
El patrimonio documental de la nación desborda las fronteras capitalinas. Las bibliotecas y archivos provinciales conservan tesoros muchas veces subestimados. La codicia de los mercaderes se ha valido de la penuria económica de algunos para extraer del país valiosos documentos. Quienes así actúan, saben lo que están haciendo en términos mercantiles y en detrimento de valores fundamentales de la nación. Aunque permanezcan aparentemente dormidos durante años, algún día, alguien tropezará con ellos. Le ofrecerán la llave para penetrar en un territorio ignorado, pródigo en respuestas y abierto a nuevas interrogantes.
Tomado de Juventud Rebelde
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