Para conocer las entrañas de la Tierra, consideró el Che la posibilidad de asomarse al cráter de un volcán. Durante años, me ha atenaceado la necesidad de indagar acerca del trasfondo humano palpitante tras las hazañas del constructor y del combatiente guerrillero. He perseguido el anecdotario conservado en la memoria de sus compañeros y colaboradores, las obras que nos fue dejando, los textos inconclusos, los testimonios personales dejados en crónicas, diarios y en la escasa correspondencia conocida. Puedo configurar una silueta, aun cuando muchos rasgos esenciales se me escapan. Apenas abocetada, esa dimensión humana ha de permanecer, como lava ardiente, en beneficio de la generación actual y de aquellas otras que están por llegar.
En su clásico ensayo sobre el socialismo y el hombre en Cuba, el Che comienza por recordar que los revolucionarios están movidos por profundos sentimientos de amor. Esa pasión lúcida no se dirige a un concepto abstracto de humanidad. Se reconoce en la persona concreta, inmersa en circunstancias históricas determinadas.
En ese contexto específico, hay que sembrar conciencia mediante la palabra, la acción y el sacrificio compartidos, así como por la indispensable superación.
Desde edad temprana, afrontó Ernesto Guevara su lucha personal contra la adversidad. El asma que siempre lo acompañaría lo apartaba de la escuela y del retozo junto a sus coetáneos. Con disciplina y voluntad férreas, con el estudio, con la práctica del deporte y el refinamiento de un artista, fue construyendo su perfil, su sentido de la vida y su destino. Fue médico, pero su experiencia personal y sus lecturas en el campo de las ciencias sociales y las humanidades le enseñaron que no bastaba con curar los males del cuerpo. Entonces, quiso tocar la realidad con las manos.
Se hizo viajero, nunca turista superficial acomodado al bienestar de los hoteles. Apegado a la tierra, con medios rústicos, recorrió la Argentina. Fascinado por el paisaje, en el andar azaroso, allí donde lo atrapaba la noche, descubrió a la gente común.
Comprendió así la necesidad de dar el gran salto hacia la América nuestra. Conoció el vivir de los portuarios de Valparaíso, de los mineros del norte de Chile y en las noches de frío compartió la manta con algún desheredado de la fortuna. Sin abandonar el contacto directo con los de abajo, indaga acerca de las culturas originarias ante la obra deslumbrante de los incas y de los mayas.
Está llegando a Guatemala, punto de partida del giro definitivo de su existencia. Vive desde dentro el proceso que conmovió a la juventud progresista en los 50 del pasado siglo cuando el movimiento popular y el proyecto de reforma agraria fueron aplastados por la intervención imperialista. Se apresta a servir en lo necesario. Ante la metralla de la aviación contra un país inerme, Jacobo Árbenz cede. Durante años, el pequeño país habrá de pagar un alto precio de sangre y sufrimiento. Es allí donde el Che establece su primer vínculo con los cubanos. Había encontrado su destino y su medida de hombre.
Como Martí y Fidel, el Che ejerció un ininterrumpido magisterio. Lo hizo en la lucha guerrillera, desde sus funciones en el Ministerio de Industrias y en el Banco Nacional. En todos los casos, la célula matriz estaba en el fundamento ético, siempre de cara a la verdad para afrontar, con clara conciencia las más duras realidades y en equilibrado reconocimiento a los éxitos y a los méritos personales. Mantuvo así la cohesión de los combatientes acosados por el hambre, el enemigo y por la naturaleza hostil en la travesía invasora que los condujo de la Sierra Maestra al Escambray. Para sobreponerse a la adversidad y proseguir el camino, era indispensable la solidaridad incondicional entre los hombres, la confianza en el jefe y la firme convicción en el propósito común.
Con el triunfo revolucionario no había llegado la hora del reposo. Todo lo contrario. Ante la complejidad de los problemas, los días sin sueños imponían una conducta que compartiera la austera ejemplaridad, la permanente proximidad con la temperatura popular y un enorme desafío intelectual. Para los combatientes de ayer había llegado la hora de estudiar, tanto más cuando muchos técnicos calificados abandonaban el país. Porque vivimos una realidad planetaria cada vez más riesgosa e injusta, sus victimarios no pudieron asesinar al maestro. Al poder de las armas y de las finanzas, se suma ahora la sofisticada manipulación de las mentalidades con el propósito de convertir al ser humano en mercancía al servicio de las demandas del mercado. La batalla decisiva se está librando también en el terreno de la conciencia. Así lo comprendió el Che desde fecha temprana y, desde esa perspectiva, advirtió fisuras en el campo del llamado socialismo real. Contraponía entonces la necesidad de construir, mediante la crítica, la lúcida compenetración con el individuo concreto y el estudio, al sujeto protagonista de la historia. Por eso, política, ética, apego a la verdad y lúcida comprensión de nuestras propias deficiencias resultaban inseparables.
Para fortalecer el vínculo solidario, el amor se convertía en impulso transformador. En lo más profundo, siempre pudoroso, tocaba la cuerda de la ternura, reconocible en los textos que escribió y en los fragmentos del epistolario que han pasado al dominio público. Tenemos que fijar la mirada en su semblanza del Patojo —el guerrillero guatemalteco—, del Vaquerito, anónimo y arrojado combatiente cubano y en el desgarrador relato del sacrificio del cachorro en los días de la Sierra Maestra.
En las efemérides y en la vida cotidiana, rindamos culto merecido al héroe. Profundicemos en el estudio de su pensamiento. Guardemos, en lo más profundo del corazón, al decir del cantor popular, «tu querida presencia, Comandante Che Guevara».
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