Después de leer tantos análisis sobre reguetón, he identificado dos
premisas fundamentales acerca de la cultura que están implícitamente asumidas
en la mayoría de ellos. La primera, la de los más críticos, afirma que la
cultura es un condicionante de la sociedad, y que por tanto el reguetón es
malo, porque empobrece el gusto musical y promueve los valores más ruines. La
segunda premisa, sostenida por analistas que hablan desde una neutralidad
cómplice, afirma que la cultura -en este caso el reguetón- es una expresión de
la sociedad, y por tanto no debe ser juzgado. No espero posicionarme en el
centro de estas dos posturas, cosa que sería muy fácil e improductiva, solo
quiero reducirlas a su argumento de fondo, y evitar por tanto declaraciones
irresponsables.
Discutir sobre moral o
sobre belleza es posible, cuanto más, si las distintas posiciones aceptan
axiomas comunes sobre moral o belleza. Pasemos entonces a armar un análisis del
reguetón como fenómeno basándonos en estos dos campos, en estas dos arenas
movedizas.
La cultura condiciona la sociedad, eso no se discute. Los niños quieren ser
como los héroes de los audiovisuales de moda. La cultura es una expresión de la
sociedad, eso tampoco se discute. Los superhéroes no serían tan exitosos de no
existir un público inicial de inadaptados, solitarios, personas con la
necesidad de tener otra identidad. Superman y Spiderman son perdedores
convertidos, por acto de magia, en seres poderosos, ahí está su encanto. El
doble carácter de la cultura, el de condicionante y el de expresión de la
sociedad, es particularmente visible en el caso del reguetón. Muchos cantantes
esbozan palabras, frases, maneras de gesticular que son luego reproducidas por
sus seguidores. Y esos seguidores existen por una combinación de varios
factores: la estupidez que porcentualmente posee un segmento de población
cualquiera, sin importar su nivel de desarrollo o el sistema al que se
adscriba, la ignorancia inducida por una mala educación y el consiguiente
florecimiento de valores ingenuos, y por último (este factor no existía en un
principio) a causa del gigantesco aparato de propaganda consciente e
inconsciente que tiene el reguetón en nuestros días.
Hay dos grandes acusaciones al reguetón como condicionante de la sociedad.
La primera es moral, porque tanto la letra de una buena parte de las canciones
como sus más frecuentes videos son una exaltación al consumismo más crudo, a la
delincuencia, al dominio de un género sobre el otro. La arena movediza moral,
en este primer aspecto, no resulta tan movediza, porque la mayoría de los
legitimadores del reguetón no cuestionan en sí los axiomas por los cuales son
condenables estas conductas, lo que cuestionan es la responsabilidad del
reguetón en estas conductas cuando aparecen en la sociedad. Grandes obras
literarias o cinematográficas contienen en alguna medida semejantes
exaltaciones de valores que tenemos por negativos, lo que sucede es que no hay
un bombardeo constante de novelas o películas que exalten la pederastia, por
ejemplo, solo hay casos más o menos aislados, cuyos efectos han resultados casi
nulos, también, porque no han existido las condiciones para una estampida de
pederastas. Y bueno, sabemos que la violencia cinematográfica o televisiva sí
ha provocado fenómenos sociales, puesto que está más generalizada. En regiones
como Centroamérica, donde existen las condiciones sociales idóneas, un
bombardeo cinematográfico y televisivo de exaltación de la figura del
delincuente ha contribuido al crecimiento desmedido de la delincuencia juvenil.
El reguetón en ese sentido tiene brazos larguísimos, dada la cantidad de veces
que puede sonar una misma canción durante el mismo día, en el oído del mismo
oyente, y dadas las preexistentes condiciones sociales de América Latina.
La segunda acusación al reguetón como condicionante de la sociedad es
estética, y resulta más compleja de analizar.
Una pieza de piano o una pintura abstracta constituyen lo más parecido que
existe al arte puro, aquel que puede prescindir de conceptos previos como el
lenguaje, en el caso de las canciones con letra, o como las figuras que se
llevan al lienzo en una naturaleza muerta o un desnudo, y que el espectador
pronto reconoce. El arte puro, a pesar de esto, no existe. La pieza de piano
está sujeta a nuestro modo de escuchar la música, que se basa en compases de
4/4 o 3/4, en el caso de los valses, y la contemplación de la pintura abstracta
puede depender de una cosa tan simple como nuestro modo de leer (los árabes,
que leen de derecha a izquierda y de abajo hacia arriba, comienzan a ver una
imagen desde la esquina inferior derecha, eso cambia su modo de entender la
distribución de colores y formas). Ni hablemos de cuánto la memoria de piezas
musicales o pinturas anteriores afecta nuestra percepción de una pieza musical
o una pintura en el presente. No hay un valor innato en ninguna obra de
arte.
Asignamos el valor de acuerdo a valores adquiridos. El arte cuyo poder de
impacto sea más dependiente a su contexto suele borrarse pronto de la memoria
de la gente. El arte cuyo poder de impacto sea menos dependiente suele
trascender. Pero nunca se sabe en cuánta medida se depende o no, o en cuánta
medida cambiará un contexto dentro de los próximos años. Decir que una u otra
canción pasará o no la posteridad siempre será un juicio apresurado, lo que se
puede hacer es hablar de novedad y poder de conmoción en el presente. No debe
el lector confundir estos términos con la popularidad que tenga una canción,
sino con su capacidad de cambiar en un hombre la forma de escuchar música. Casi
todos los géneros musicales que hoy existen, con sus respectivos públicos,
partieron de una o dos canciones capaces de fundar una nueva
sensibilidad. Las grandes obras de arte se escurren por las grietas de nuestras
mentes y encuentran espacios nuevos, cuartos que al verlos por primera vez nos
parece que los conocimos siempre. En esta capacidad epistemológica y en nada
más encuentro el valor de una obra de arte. El reguetón, como sabemos, hace lo
contrario con la sensibilidad de sus oyentes.
Salvo una que otra frase ingeniosa o una fusión remotamente interesante, el
reguetón se basa en repetir hasta el delirio lo mismo: la innovación o la
sutileza son conceptos desconocidos en él. Me da gracia que haya gente que
afirme que existe una variante nueva de reguetón, más extrema, llamada trap. El
trap en la práctica resulta más de lo mismo, es solo una etiqueta que hace
parecer que existen cosas nuevas dentro del género. El trap es una estrategia
comercial, no una corriente. El ritmo del reguetón, monótono hasta niveles
inimaginables, se mantiene invicto únicamente por la empobrecida sensibilidad
de la mayoría de sus oyentes, tan cómodos y adaptados a unas pocas fórmulas,
que llegan a despreciar prácticamente todos los demás géneros musicales.
En el subconsciente de las personas que escuchan asiduamente reguetón, la
música se divide en divertida (o sea, bailable, o sea, reguetón) y aburrida
(música para escuchar). Lo gracioso es que casi todas las personas que
escuchan reguetón dicen lo mismo, que no les gusta tanto, pero que lo bailan en
fiestas y clubes nocturnos, que en realidad les gusta más tal cantante
de moda, cuyo nombre implique una menor connotación negativa. Por supuesto,
esos otros cantantes no les gustan de verdad, solo los tienen como fachada, un
esnobismo de tercera clase, por así decirlo. Para los oyentes asiduos de
reguetón, toda la música en inglés, así como toda la música cubana que no sea
reguetón, no puede considerarse bailable, se haría para escuchar, es decir,
para disimular. En su mundo existen los que aceptan que les gusta el reguetón,
y los pretenciosos que fingen no gustarle. No estoy exagerando, hablo en serio.
Vale la pena hacer una salvedad: creo que el reguetón tiene un puñado de
buenas canciones («Atrévete», de Calle 13, «La tortura», de Shakira,
«Bailando», de Descemer Bueno…), lo que pasa es que cuando una canción de
reguetón resulta lo suficientemente buena, el mismo público deja de
considerarla reguetón.
Ha quedado claro hasta ahora, según entiendo, por qué creo que el reguetón
carece de valores estéticos, y lo que es peor, por qué termina empobreciendo el
gusto musical promedio de un país. Existe, sin embargo, un último argumento a
favor de la neutralidad, tal vez el más interesante, y el que los oyentes de
reguetón menos utilizan: es cierto que el reguetón es música chatarra, pero
ocupa un lugar que siempre tendrá que ocupar algún género musical. Una parte
significativa de la bachata, la timba, así como buena parte de la música
electrónica y del hip hop, apenas son un poco mejores que el reguetón. Luego
quedan dos salidas. Uno puede aceptar o no que siempre habrá música chatarra.
Si lo aceptamos, la crítica al reguetón se volverá un sollozo inútil. Si no lo
aceptamos, queda una última paradoja estética: ¿es preferible que todo el mundo
escuche Chopin en lugar de reguetón o bachata? La instintiva respuesta positiva
es problemática. Borges se pregunta en algún momento si es preferible una
biblioteca que esté constituida únicamente por La Eneida, repetida en
tomos incontables, o una biblioteca que contenga La Eneida junto a otros
textos de calidad diversa, a veces dudosa. Termina prefiriendo la segunda,
porque la calidad de una biblioteca no se mide por la calidad promedio de sus
volúmenes. De igual modo, vale la pena preguntarse si la calidad cultural de
una sociedad se mide por el gusto promedio de sus individuos.
La respuesta a esta última, ingeniosa defensa, es que la diversidad y la
propia supervivencia de los otros géneros musicales se ve amenazada por el
reguetón. El riesgo de la monotonía, ejemplificada en los incontables e
idénticos volúmenes de La Eneida, el arte encumbrado, se expresa en
realidad en las incontables e idénticas canciones de reguetón, interpretadas
por incontables e idénticos artistas, que literalmente roban el espacio y las
fuentes de ingreso de músicos verdaderos.
El reguetón, además, se manifiesta de una manera mucho más violenta y
excluyente contra otros registros culturales de lo que lo hacen otros de los
llamados géneros chatarra. El oyente promedio de reguetón, como he explicado,
suele cerrarse mucho más de lo que se cierra el oyente promedio de bachata o de
música electrónica, porque la cultura que subyace detrás de las canciones
prefiere el regodeo en sí misma, enseña que la idiotez es motivo de orgullo. En
resumen, y ya asumiendo una postura sobre si el reguetón debe o no ser censurado,
diré que prefiero una sociedad donde la idiotez sea perseguida a una donde sea
exaltada.
TOMADO DEL BLOG LA PUPILA INSOMNE.
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