jueves, 1 de marzo de 2018

Cuestionar el reguetón no es necesariamente un prejuicio. Por Carlos Ávila Villamar



Después de leer tantos análisis sobre reguetón, he identificado dos premisas fundamentales acerca de la cultura que están implícitamente asumidas en la mayoría de ellos. La primera, la de los más críticos, afirma que la cultura es un condicionante de la sociedad, y que por tanto el reguetón es malo, porque empobrece el gusto musical y promueve los valores más ruines. La segunda premisa, sostenida por analistas que hablan desde una neutralidad cómplice, afirma que la cultura -en este caso el reguetón- es una expresión de la sociedad, y por tanto no debe ser juzgado. No espero posicionarme en el centro de estas dos posturas, cosa que sería muy fácil e improductiva, solo quiero reducirlas a su argumento de fondo, y evitar por tanto declaraciones irresponsables.
Discutir sobre moral o sobre belleza es posible, cuanto más, si las distintas posiciones aceptan axiomas comunes sobre moral o belleza. Pasemos entonces a armar un análisis del reguetón como fenómeno basándonos en estos dos campos, en estas dos arenas movedizas.
La cultura condiciona la sociedad, eso no se discute. Los niños quieren ser como los héroes de los audiovisuales de moda. La cultura es una expresión de la sociedad, eso tampoco se discute. Los superhéroes no serían tan exitosos de no existir un público inicial de inadaptados, solitarios, personas con la necesidad de tener otra identidad. Superman y Spiderman son perdedores convertidos, por acto de magia, en seres poderosos, ahí está su encanto. El doble carácter de la cultura, el de condicionante y el de expresión de la sociedad, es particularmente visible en el caso del reguetón. Muchos cantantes esbozan palabras, frases, maneras de gesticular que son luego reproducidas por sus seguidores. Y esos seguidores existen por una combinación de varios factores: la estupidez que porcentualmente posee un segmento de población cualquiera, sin importar su nivel de desarrollo o el sistema al que se adscriba, la ignorancia inducida por una mala educación y el consiguiente florecimiento de valores ingenuos, y por último (este factor no existía en un principio) a causa del gigantesco aparato de propaganda consciente e inconsciente que tiene el reguetón en nuestros días.
Hay dos grandes acusaciones al reguetón como condicionante de la sociedad. La primera es moral, porque tanto la letra de una buena parte de las canciones como sus más frecuentes videos son una exaltación al consumismo más crudo, a la delincuencia, al dominio de un género sobre el otro. La arena movediza moral, en este primer aspecto, no resulta tan movediza, porque la mayoría de los legitimadores del reguetón no cuestionan en sí los axiomas por los cuales son condenables estas conductas, lo que cuestionan es la responsabilidad del reguetón en estas conductas cuando aparecen en la sociedad. Grandes obras literarias o cinematográficas contienen en alguna medida semejantes exaltaciones de valores que tenemos por negativos, lo que sucede es que no hay un bombardeo constante de novelas o películas que exalten la pederastia, por ejemplo, solo hay casos más o menos aislados, cuyos efectos han resultados casi nulos, también, porque no han existido las condiciones para una estampida de pederastas. Y bueno, sabemos que la violencia cinematográfica o televisiva sí ha provocado fenómenos sociales, puesto que está más generalizada. En regiones como Centroamérica, donde existen las condiciones sociales idóneas, un bombardeo cinematográfico y televisivo de exaltación de la figura del delincuente ha contribuido al crecimiento desmedido de la delincuencia juvenil. El reguetón en ese sentido tiene brazos larguísimos, dada la cantidad de veces que puede sonar una misma canción durante el mismo día, en el oído del mismo oyente, y dadas las preexistentes condiciones sociales de América Latina.
La segunda acusación al reguetón como condicionante de la sociedad es estética, y resulta más compleja de analizar.
Una pieza de piano o una pintura abstracta constituyen lo más parecido que existe al arte puro, aquel que puede prescindir de conceptos previos como el lenguaje, en el caso de las canciones con letra, o como las figuras que se llevan al lienzo en una naturaleza muerta o un desnudo, y que el espectador pronto reconoce. El arte puro, a pesar de esto, no existe. La pieza de piano está sujeta a nuestro modo de escuchar la música, que se basa en compases de 4/4 o 3/4, en el caso de los valses, y la contemplación de la pintura abstracta puede depender de una cosa tan simple como nuestro modo de leer (los árabes, que leen de derecha a izquierda y de abajo hacia arriba, comienzan a ver una imagen desde la esquina inferior derecha, eso cambia su modo de entender la distribución de colores y formas). Ni hablemos de cuánto la memoria de piezas musicales o pinturas anteriores afecta nuestra percepción de una pieza musical o una pintura en el presente. No hay un valor innato en ninguna obra de arte.
Asignamos el valor de acuerdo a valores adquiridos. El arte cuyo poder de impacto sea más dependiente a su contexto suele borrarse pronto de la memoria de la gente. El arte cuyo poder de impacto sea menos dependiente suele trascender. Pero nunca se sabe en cuánta medida se depende o no, o en cuánta medida cambiará un contexto dentro de los próximos años. Decir que una u otra canción pasará o no la posteridad siempre será un juicio apresurado, lo que se puede hacer es hablar de novedad y poder de conmoción en el presente. No debe el lector confundir estos términos con la popularidad que tenga una canción, sino con su capacidad de cambiar en un hombre la forma de escuchar música. Casi todos los géneros musicales que hoy existen, con sus respectivos públicos, partieron de una o dos canciones capaces de fundar una nueva sensibilidad. Las grandes obras de arte se escurren por las grietas de nuestras mentes y encuentran espacios nuevos, cuartos que al verlos por primera vez nos parece que los conocimos siempre. En esta capacidad epistemológica y en nada más encuentro el valor de una obra de arte. El reguetón, como sabemos, hace lo contrario con la sensibilidad de sus oyentes.
Salvo una que otra frase ingeniosa o una fusión remotamente interesante, el reguetón se basa en repetir hasta el delirio lo mismo: la innovación o la sutileza son conceptos desconocidos en él. Me da gracia que haya gente que afirme que existe una variante nueva de reguetón, más extrema, llamada trap. El trap en la práctica resulta más de lo mismo, es solo una etiqueta que hace parecer que existen cosas nuevas dentro del género. El trap es una estrategia comercial, no una corriente. El ritmo del reguetón, monótono hasta niveles inimaginables, se mantiene invicto únicamente por la empobrecida sensibilidad de la mayoría de sus oyentes, tan cómodos y adaptados a unas pocas fórmulas, que llegan a despreciar prácticamente todos los demás géneros musicales.
En el subconsciente de las personas que escuchan asiduamente reguetón, la música se divide en divertida (o sea, bailable, o sea, reguetón) y aburrida (música para escuchar). Lo gracioso es que casi todas las personas que escuchan reguetón dicen lo mismo, que no les gusta tanto, pero que lo bailan en fiestas y clubes nocturnos, que en realidad les gusta más tal cantante de moda, cuyo nombre implique una menor connotación negativa. Por supuesto, esos otros cantantes no les gustan de verdad, solo los tienen como fachada, un esnobismo de tercera clase, por así decirlo. Para los oyentes asiduos de reguetón, toda la música en inglés, así como toda la música cubana que no sea reguetón, no puede considerarse bailable, se haría para escuchar, es decir, para disimular. En su mundo existen los que aceptan que les gusta el reguetón, y los pretenciosos que fingen no gustarle. No estoy exagerando, hablo en serio.
Vale la pena hacer una salvedad: creo que el reguetón tiene un puñado de buenas canciones («Atrévete», de Calle 13, «La tortura», de Shakira, «Bailando», de Descemer Bueno…), lo que pasa es que cuando una canción de reguetón resulta lo suficientemente buena, el mismo público deja de considerarla reguetón.
Ha quedado claro hasta ahora, según entiendo, por qué creo que el reguetón carece de valores estéticos, y lo que es peor, por qué termina empobreciendo el gusto musical promedio de un país. Existe, sin embargo, un último argumento a favor de la neutralidad, tal vez el más interesante, y el que los oyentes de reguetón menos utilizan: es cierto que el reguetón es música chatarra, pero ocupa un lugar que siempre tendrá que ocupar algún género musical. Una parte significativa de la bachata, la timba, así como buena parte de la música electrónica y del hip hop, apenas son un poco mejores que el reguetón. Luego quedan dos salidas. Uno puede aceptar o no que siempre habrá música chatarra. Si lo aceptamos, la crítica al reguetón se volverá un sollozo inútil. Si no lo aceptamos, queda una última paradoja estética: ¿es preferible que todo el mundo escuche Chopin en lugar de reguetón o bachata? La instintiva respuesta positiva es problemática. Borges se pregunta en algún momento si es preferible una biblioteca que esté constituida únicamente por La Eneida, repetida en tomos incontables, o una biblioteca que contenga La Eneida junto a otros textos de calidad diversa, a veces dudosa. Termina prefiriendo la segunda, porque la calidad de una biblioteca no se mide por la calidad promedio de sus volúmenes. De igual modo, vale la pena preguntarse si la calidad cultural de una sociedad se mide por el gusto promedio de sus individuos.
La respuesta a esta última, ingeniosa defensa, es que la diversidad y la propia supervivencia de los otros géneros musicales se ve amenazada por el reguetón. El riesgo de la monotonía, ejemplificada en los incontables e idénticos volúmenes de La Eneida, el arte encumbrado, se expresa en realidad en las incontables e idénticas canciones de reguetón, interpretadas por incontables e idénticos artistas, que literalmente roban el espacio y las fuentes de ingreso de músicos verdaderos.
El reguetón, además, se manifiesta de una manera mucho más violenta y excluyente contra otros registros culturales de lo que lo hacen otros de los llamados géneros chatarra. El oyente promedio de reguetón, como he explicado, suele cerrarse mucho más de lo que se cierra el oyente promedio de bachata o de música electrónica, porque la cultura que subyace detrás de las canciones prefiere el regodeo en sí misma, enseña que la idiotez es motivo de orgullo. En resumen, y ya asumiendo una postura sobre si el reguetón debe o no ser censurado, diré que prefiero una sociedad donde la idiotez sea perseguida a una donde sea exaltada.

TOMADO DEL BLOG LA PUPILA INSOMNE.

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