Ya corrió un mes y nadie lo ha sentido ausente, como los versos de Antonio Machado, sigue haciendo camino al andar
La mayoría del pueblo despertó el pasado 26 de noviembre con el golpe
más fuerte en el corazón; el pecho de la Patria amaneció de luto. Fidel
se despedía la noche antes, cual ángel centinela para no causarnos
dolor.
Ya corrió un mes y nadie lo ha sentido ausente, como los versos de
Antonio Machado, sigue haciendo camino al andar. Yo soy Fidel no solo es
no dejarlo morir, sentirlo al lado, sino continuar la obra por la cual
desveló a su alma. Es continuar la Revolución, que es la única manera en
que siempre estará vivo.
¿Qué hacer para recordarlo en este otro 26? Ir a su legado. Y
encontramos su propia prédica, desde el enero fundacional de 58 años
atrás. Si somos Fidel, hay que hablar y actuar como él.
«…es día de meditación, porque aquí tenemos que venir todos los años a
recordar a los muertos de la Revolución; pero tiene que ser como un
examen de la conciencia y de la conducta de cada uno de nosotros, tiene
que ser como un recuento de lo que se ha hecho, porque la antorcha
moral, la llama de pureza que encendió nuestra Revolución, hay que
mantenerla viva, hay que mantenerla limpia, hay que mantenerla
encendida, puesto que no podemos permitir que se vuelva a apagar jamás
la llama de las virtudes morales de nuestro pueblo», afirmó el
Comandante en Jefe de la Revolución Cubana el 30 de julio de 1959, en el
segundo aniversario de la caída del joven Frank País.
Lo dijo en Santiago de Cuba, esa ciudad heroica, para dejarnos otra de sus medulares definiciones de Revolución:
«Hay que venir aquí todos los años a avivar y a atizar esa llama
moral. Hay que venir todos los años a hablar claro. Hay que venir todos
los años a reprochar cualquier desviación revolucionaria. Hay que venir
todos los años a reprochar cualquier adormecimiento del espíritu
revolucionario no solo en el pueblo sino de todos los hombres que estén
al frente de la Revolución. Porque si algo no queremos —y bueno es
decirlo aquí, en este aniversario de la muerte de Frank País y de
Daniel, símbolo de toda la generación que se sacrificó—, bueno es decir
aquí que lo que no queremos es que nadie pueda decir el día de mañana
que nuestro pueblo se ha olvidado de sus muertos».
Tomado de Granma
Cuando conté en mi casa que había visto a Fidel,
tenía solo diez años. —¿Lo pudiste saludar?, me preguntaron. —Sí, les
dije, lo toqué. Fue entonces que oí por primera vez unas palabras a las
que después se acostumbraron mis oídos cada vez que alguien tenía la
suerte de vivir una experiencia similar: «No te laves la mano».
Había puesto los pies por primera vez en Tarará, como se le llamaba
entonces al hermoso recinto habitado antes de la Revolución por
burgueses adinerados, que tras el triunfo del Primero de Enero, fue
usado, entre otros servicios, como escuela de Maestros, y que el 20 de
julio de 1975 quedaba inaugurado como Campamento de Pioneros José
Martí.
Asistí muchas veces a ese lugar, que después —cuando concluyeron
obras aún pendientes— terminaría por llamarse, en lugar de campamento,
Ciudad de los Pioneros José Martí. Unas en vacaciones; otras para pasar
cursos de capacitación pioneril; para, sencillamente, recibir las
clases cotidianas por lo que la escuela entera debía trasladarse hasta
el hermoso entorno; para participar de las actividades del 11 Festival
Mundial de la Juventud y los Estudiantes, porque allí algunas de ellas
tuvieron su espacio.
Tarará, el Campamento, o la Ciudad de los Pioneros fue para los niños
de mi generación mucho más que disfrutar totalmente gratis la magia de
esa villa sublime, bañada de sol y mar, de aire desintoxicado, y
habitada por áreas como la base náutica, las áreas de juego, el
anfiteatro natural, los inmensos comedores con alimentos de lujo, el
parque de diversiones… que fue mucho más de lo que los ojos de los niños
de la temprana Revolución podían admirar.
Fue también el espacio para rendir tributo a los héroes, tal como
deben ser educados los niños para que no olviden que vivir en un país
sin guerra y con justicia social tiene el costo de la sangre de sus
padres generacionales. Para ello cada estancia de los pioneros reservaba
una visita a la Plaza Martiana, solemne como es digno del Héroe
Nacional, pero siempre edificante. Se salía de ella, a buscar otras
diversiones, la de las actividades subsiguientes, pero con la dosis ya
en sangre, de la formación patriótica sin la cual no es posible llegar a
ser un hombre de bien.
Allí los niños perdimos el color, el origen, las diferencias que por
siglos marcaron al cubano más allá de su voluntad a causa de regímenes
sociales discriminatorios y exclusivos. Fuimos más que una inmensa ronda
a lo Mistral, porque todos esos regalos que la Revolución les hacía a
los niños nos igualaban, porque ella se había encargado de hacernos
nacer en un país que estrenaba un proyecto socialista en el que nada era
más importante que un niño.
Aquella partida temprana del hogar, donde quedaban los padres
confiados de que sus hijos estarían por días «reclutados» en un paraíso
construido para ellos, fue el espacio ideal para saber más de los
otros, para poner en práctica la solidaridad del compartir, de escuchar
historias de nuestros amigos, de dormir y despertar junto a otros niños
que eran también nuestros hermanos, de crecer humectados por el jugo del
humanismo.
A la par de ser educados educábamos también a los incrédulos, dábamos
lecciones de Revolución a aquellos adultos que no confiaron desde el
principio, porque la espontaneidad de un niño, que jamás miente, no
podía contar más que generosidades.
Cuando el Comandante en Jefe se dirigió aquel 20 de julio a los
pioneros que lo escucharían en el anfiteatro del campamento, sabía muy
bien a qué público se iba a dirigir y para ello usó el ardid de su
palabra sin caer en ñoñerías que hubieran podido desmotivarlo. Desde el
principio los hizo reír, pero les habló también de cosas serias.
Les explicó que ese maravilloso campamento que se les estaba
regalando era obra del trabajo entusiasta y creador de los obreros, y
que no debían nunca olvidar que había sido fruto del sudor y del
esfuerzo de muchos trabajadores. Confiado de que lo entenderían les
advirtió: «Como ustedes saben, solo del trabajo pueden surgir los bienes
materiales y espirituales capaces de satisfacer las necesidades del
hombre. Por eso nuestra Revolución rinde tanto respeto al trabajador.
Por eso nuestra sociedad es una sociedad de trabajadores y nuestra
Revolución es una revolución de trabajadores. ¡Y preparamos a los
pioneros para ser los futuros trabajadores de la patria!».
Les habló del privilegio del que ellos gozaban al haber nacido en una
sociedad socialista, la única en el hemisferio donde vivían, donde no
podía haber otras organizaciones de pioneros porque esto no era posible
en las sociedades burguesas.
«En las sociedades capitalistas no hay organización de pioneros, no
hay ni puede haber actividades de pioneros, no hay ni puede haber
campamentos de pioneros. En las sociedades capitalistas nadie
prácticamente se ocupa de los niños. Y hay muchos niños analfabetos,
muchos niños sin escuelas, muchos niños desamparados, muchos niños
pidiendo limosnas en las calles. Esa es la realidad terrible y dolorosa
de la sociedad capitalista; ¡muchos niños descalzos, muchos niños
desnudos, muchos niños hambrientos! Hay algunos que tienen mucho y otros
que no tienen absolutamente nada. ¡Esa es la sociedad capitalista!».
Hoy aquellos niños hemos presenciado su adiós «de mentirita», su
vuelta a los orígenes, su regreso al punto de partida, expeliendo
gloria. La Caravana de la Libertad desandando los caminos que la
hicieron posible reeditó su paso con la satisfacción del deber cumplido.
Entre tanta confusión vuelvo a vivir aquellos días en que lavarme las
manos fue un acto de sacrilegio solo salvado por un sentimiento que se
enraizó hace ya mucho y solo morirá conmigo.
Tomado de Granma.