Graziella Pogolotti • digital@juventudrebelde.cu
10 de Diciembre del 2016 22:06:51 CDT
Los muchachos decidieron ocupar el asueto inesperado por ausencia
de su profesor, dando un paseo en carro fúnebre por el cementerio. Algo
macabra, la broma era propia de estudiantes de Medicina. Sería el
preludio de una tragedia que marcaría para siempre nuestra historia.
La desmesura de la sentencia se abatía sobre una muchachada culpable
por haber nacido criolla, cuando ya la guerra había estallado en la zona
oriental del país. Para entender la historia, hay que registrar
documentos y verificar datos. Pero, como si escribiéramos una novela,
hay que emplear la imaginación para dar colores y vida a lo sucedido
hace tanto tiempo.
En el tablero de la alta política, La Habana parecía observar desde
la distancia los acontecimientos que ensangrentaban el otro extremo del
país. Los potentados criollos cuidaban su fortuna, invertían en otros
países y procuraban preservar sus propiedades de grandes terratenientes.
Apostaban al autonomismo, a veces al anexionismo, y prestaban escasa
ayuda a los insurrectos. Pasaban largas temporadas en Europa y en
Estados Unidos. Pero los residentes en La Habana no podían mantenerse al
margen de la situación. El movimiento de tropas y armas pasaban por el
puerto y daban la medida del alcance de una insurrección iniciada por
unos pocos en el ingenio La Demajagua. Por otra parte, los rumores
circulaban en una sociedad en que, a pesar de los antagonismos, las
diferencias de clases y la esclavitud, los matrimonios mixtos y los
espacios compartidos favorecían la inevitable transmisión de la
información. Apartadas de la cosa pública por razón de género, las
mujeres sabían de las noticias y en muchos casos tomaban posición ante
los acontecimientos. Así lo manifestaron en el estreno de Perro huevero
mediante un código cifrado de fácil lectura, que desató el brutal
ametrallamiento por el cuerpo de voluntarios. Por ahí andaba también un
muchacho llamado José Martí.
Las vidas de los estudiantes de Medicina ofrendadas al odio y al
deseo de preservar el dominio de España sobre la base del terror,
renacieron como un símbolo juvenil. Se fundía en ellos la desenfadada
alegría de vivir, el proyecto de una existencia futura fundada en la
superación y en la ayuda al prójimo, como la identidad emergente de
criollos en el contexto de la guerra de independencia. Su memoria sería
reivindicada por el joven Martí y por Fermín Valdés Domínguez,
comprometidos ambos definitivamente con la edificación de la patria.
Singular destino el nuestro, hecho de una historia que mucho debe al
arrojo y a la desenfadada heterodoxia de la muchachada estudiantil. En
la lucha antimachadista la capital desempeñó un papel importante. El 30
de septiembre de 1930 caía Rafael Trejo. Según testimonio de Raúl Roa,
había tenido el presentimiento de estar señalado como ofrenda y
convocatoria. El Directorio Estudiantil Universitario (DEU) se
constituyó en canal para la participación juvenil. Después de la caída
del tirano, fue factor activo en la constitución del llamado Gobierno de
los Cien Días.
Jóvenes, muchos de ellos universitarios, encabezaron la lucha contra
Batista. Muchos fueron cayendo en combate o víctimas de torturas y
asesinatos. Al evocarlos, olvidamos que eran muchachos, tuvieron parejas
y, a veces, los hijos les nacieron demasiado pronto. Por respeto a la
dimensión de la tarea asumida, a la entrega y al sacrificio, los
evocamos con rostro adusto, gesto reflexivo, en la arenga y en el
combate. Las circunstancias les impusieron la maduración acelerada, el
dolor por la pérdida de amigos cercanos y la asunción de los reveses
desde Alegría de Pío hasta la huelga de abril de 1958. Aun así, de
cuando en cuando, se les escapaban cosas de muchachos. Jóvenes fuimos
también quienes alentamos el espíritu fundador después del triunfo de la
Revolución. Ocurrió en la ciencia, en la educación, en el arte, en el
deporte y hasta en un nuevo modo de relacionarnos, despojados de
formalismos.
La tradicional conmemoración del 27 de noviembre, sin renunciar a la
peregrinación, debería constituirse en un momento de reflexión. Las
voces de las diversas generaciones coinciden en interrogarse acerca de
los jóvenes de ahora. Los más viejos olvidamos que, al salir de la
adolescencia, conocimos el estreno de la televisión, que vivíamos en una
sociedad mucho más pacata donde la chaperona no había desaparecido del
todo y los lugares de esparcimiento eran de acceso limitado. El tiempo
transcurría más lentamente. El mundo es otro. Pero también se ha
modificado el contexto de la Isla, porque los cambios económicos, aun
los más cautelosos, introducen elementos imprevistos en lo social, en
los valores y en las expectativas de vida, todo lo cual exige la
implementación de políticas de comunicación y de métodos de trabajo en
el ámbito concreto de cada cual, que ayuden a despejar horizontes, a
definir futuro y razón de ser y a preservar para el país un riquísimo
potencial humano, cargado de todas las energías y de la creatividad que,
a los mayorcitos, cumplida ya nuestra tarea, nos van faltando.
Los muchachos de ahora tienen que formular sus proyectos de vida y
buscar el sentido de la existencia en un panorama de extrema
complejidad, en que se confunden los límites entre lo ilusorio y lo
real. Ese entorno impone un entrenamiento para descubrir la verdad tras
lo aparente. Es un ejercicio que se impone también a los mayorcitos,
envueltos en procesos de rapidísima transformación, aunque cabe suponer
que la experiencia nos ha dotado de cierta sabiduría. Por eso el ayer no
puede ser cancelado. El diálogo intergeneracional es imprescindible en
lo cultural, en lo afectivo y en lo político. Tiene que basarse en la
transparencia y la confianza mutua, en el respeto a las inevitables
diferencias y en la voluntad de aprender los unos de los otros.
Tomado de Juventud Rebelde.
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