La palabra de Fidel alcanzaba, a la vez, a los interlocutores de fuera y
de dentro. Ahora, estudiar, pensar y hacer son las grandes tareas que
corresponden a las generaciones en activo
La muerte de Fidel produjo un estremecimiento mundial. Se
abatió un gran silencio. Era la expresión de un dolor compartido en
forma de recogimiento. Jóvenes y ancianos pudimos palpar el tránsito de
la historia. Al repasar el ayer en la multitudinaria intimidad de la
hora, al mirar hacia atrás, nuestras vidas estaban entroncando con el
curso general de la historia. Así lo demostraron millares de personas
entrevistadas por la prensa. Evocaban los orígenes, la trayectoria
personal. En esa memoria restaurada, muchos pensaron en lo hecho y en lo
dejado de hacer, en la enorme responsabilidad que entraña asumir, como
lo hemos hecho, su legado.
A punto de cerrar el año, reviso el transcurso de los meses con
espíritu autocrítico. Me empeño en evitar las valoraciones abstractas
con el propósito bien intencionado de seguir «trabajando sobre los
problemas». En mi ámbito relativamente reducido, procuro examinar área
por área, precisar las causas de las deficiencias e intentar la
rectificación necesaria en la proyección de futuro. Porque se trata,
ante todo, de echar adelante el país. Para lograrlo, habrá que empujar
la carreta con un impulso de todos, sabiendo que el camino está lleno de
obstáculos, algunos objetivos y tangibles, derivados del bloqueo y de
sus consecuencias económicas. Otros son de naturaleza subjetiva,
resultado del resquebrajamiento de valores, de desidia, de conformismo
con lo mal hecho, de pérdida de compromiso con la responsabilidad que
incumbe a cada cual, de pequeñas cobardías cotidianas que paralizan el
ejercicio eficiente de la crítica, tan concreta y precisa como el gesto
del arquero que coloca la flecha en el centro del blanco. Haber
compartido las hazañas de un trozo de historia que agigantó el tamaño de
la Isla exige combatir la mala yerba que crece al abrigo de espíritus
mezquinos y de la corrosiva mediocridad del alma.
En ese trayecto histórico aprendimos muchas cosas. Protagonistas de
un planeta que se achicaba con el desarrollo de las comunicaciones,
entendimos la creciente interdependencia entre los acontecimientos que
suceden en cualquier parte del mundo, en vínculo entre el resultado de
elecciones en un país lejano, las sacudidas de la bolsa de valores, el
movimiento financiero internacional y las perspectivas de la inversión
extranjera en nuestro país. Hemos aprendido a leer los fenómenos de la
realidad, pero ese entrenamiento padece todavía de numerosas
insuficiencias.
La insularidad con la añadidura de una geografía que nos sitúa en
cruce de caminos han consolidado una tradición cultural caracterizada
por el intenso diálogo entre el adentro y el afuera. En la medida en que
los criollos fueron cobrando conciencia de sí, se plantearon definir
los rasgos de nuestro entorno y de nuestras posibilidades de desarrollo.
Ese propósito influye en la temprana aparición de los historiadores.
Con la influencia de la Ilustración, las ideas se orientaron al
desmontaje del dogmatismo y la apertura hacia la modernidad. El triunfo
de la Revolución Cubana profundizó el díalogo entre el adentro y el
afuera, acrecentó la conciencia de la interdependencia y modificó
cualitativamente la relación. Habíamos sido objeto de deseo de las
potencias. Nos convertimos en partícipes activos y en referente
obligados para una extensa área del pensamiento.
Hoy estamos involucrados en un panorama mucho más complejo. La
configuración del planeta es otra. Las noticias ya no se transmiten al
ritmo pausado de los veleros, vuelan, se adelantan a los
acontecimientos, los prefiguran y los inventan. El impacto en nuestras
vidas de la aceleración del ritmo paraliza la capacidad reflexiva.
Universalizar el uso del alfabeto significó una auténtica revolución
cultural. Ahora, no basta con descifrar la letra impresa. En la era de
Gutenberg escogíamos cuándo, cómo y qué íbamos a leer. En la actualidad,
el mundo audiovisual se nos impone, nos envuelve, condiciona nuestros
gustos y necesidades, adormece la independencia del pensar. La respuesta
no puede conducirnos a buscar refugio en el fondo de la caverna.
Corresponde a los más jóvenes, a las generaciones más requeridas de
autoafirmación, más rebeldes, más afirmativas la búsqueda de una
independencia de criterio, cambiar las reglas del juego, les toca
domesticar los códigos que se les imponen y entrenarse en la lectura de
mensajes que aparecen en las pantallas y se manifiestan en el
comportamiento de las gentes en la vida cotidiana. De otro modo,
obnubilados por la sobreabundancia de estímulos, perderíamos la
capacidad de distinguir lo real de lo ilusorio.
Fidel interpretó como nadie la naturaleza del díalogo entre el
adentro y el afuera. Volver a sus discursos desde la perspectiva actual
es una lección de historia, pero también una lección de método. Su
pueblo nunca estuvo al margen de las contradicciones fundamentales que
dominaban cada etapa. La descolonización presidió los 60 y los 70, en
sus vertientes políticas, económicas, militares y culturales. Mientras
tanto, se consolidaba el dogma neoliberal, doctrina al servicio de las
transnacionales y del capital financiero. En los 80, Fidel libró una
verdadera batalla sobre el tema de la impagable deuda externa. Los
países latinoamericanos fueron las primeras víctimas de las políticas de
ajuste. El fenómeno se vuelve ahora contra Europa con su periferia
gravemente endeudada, las consecuentes crisis políticas, el hundimiento
de un idílico modelo de bienestar y las amenazas a la supervivencia de
la Unión. Poco después, anunciaba el derrumbe del socialismo europeo y
los peligros de un mundo unipolar. Al mismo tiempo, alertaba sobre el
cambio climático, potencialmente letal para nuestra especie. Leyó los
grandes problemas de la época. Su palabra alcanzaba, a la vez, a los
interlocutores de fuera y de dentro. Ahora estudiar, pensar y hacer son
las grandes tareas que corresponden a las generaciones en activo.
Tomado de Juventud Rebelde
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