martes, 13 de diciembre de 2016

Crónica de un espectador Últimos días en La Habana, Ya no es antes

Dos de las propuestas del cine cubano en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano
La obsesión por un mismo tema —por importante y abarcador que este sea— puede traer aparejado la repetición artística del tema, que en cine se traduce (o simplifica) por parte del espectador en algo así como «está bien, pero ya lo vi».
Si decisiva es la función crítica del arte, ella puede resentirse cuando se convierte en un evidente interés por subrayar lo que no hace falta subrayarse. Sale a relucir entonces el discurso per se que angustia al director y con el que se pudiera estar de acuerdo en parte, o hasta en un todo, siempre que sea disuelto en el contenido del conflicto y no se verbalice, o «encaje» en la trama a la manera de un compendio de críticas interesadas en hacer un balance unidireccional.
«Que aburrida es, lo dice todo», escribió Gothe refiriéndose a un tipo de mujer que había conocido, y aunque Últimos días en La Habana, la más reciente cinta de Fernando Pérez, no es aburrida en lo absoluto, sí permite apreciar bastante de lo anteriormente señalado, en especial su interés por el machaque insistente, a como dé lugar, in­cluso en disfavor de su atractivo guion.
Concerniente a la repetición no tiene nada que ver el hecho de que el director recurra a un compendio de formas antes asumidas en otras cintas suyas, principalmente Suite Habana (que tanto aplaudí). Tampoco en que vuelva a interesarse por esa parte de la capital en lo absoluto beneficiada en lo social, los típicos solares y sus personajes, con tantas historias por descubrir, como en cualquier otro rincón de la Isla. Su película ne­cesitaba ser contada desde allí y punto.

Una buena historia con dos personajes excelentemente actuados desde construcciones dramáticas diferentes: el impenetrable ser, desesperado porque le llegue la visa que le permita marcharse al Norte (Patricio Wood), y el homosexual enfermo de Sida (Jorge Martínez), a quien el primero, amigo desde la adolescencia, cuida con de­dicación.



El de Wood pertenece a la galería de tortuosas existencias tan representativas en la cinematografía del realizador; mientras que el «Diego» (como el de Fresa y Chocolate) al que da vida Martínez, es toda una revelación por cuanto responde a una concepción tragicómica, nunca an­tes asumida por Fernando Pérez.
En evidente interés de la realización por aligerar lo desgarrador del drama, e igualmente los re­cursos del melodrama a los que necesariamente se acude, al nuevo Diego se le coloca en una lí­nea expresiva dominada por los aires del sainete. Sentimental, tan tierno como viperino, sibarítico hasta la muerte, Diego da lugar a situaciones risibles y a otras que estrujan la garganta. Sin embargo, algunos trances humorísticos del guion son de «fácil consumo» y reiterados.
Su sobrina, la muchachita sin pelos en la lengua que huye de su casa, viene como anillo al dedo al aire de proclama que recarga innecesariamente al filme, y le empaña sus aciertos, el principal, la alegoría a la amistad que surge entre dos amigos tan diferentes.
La muchachita, que terminará cumpliendo sus sueños de vivir entre animalitos en la azotea de Diego, lejos del contaminante ser humano, servirá también para hacer el epílogo de lo que hemos estado viendo y por ella nos enteraremos que algunos de los personajes secundarios eran puras máscaras, y a otros los cambió la vida.
Más realismo que el tradicional simbolismo de Fernando Pérez en esta película con buenos momentos y aspectos destacados en la realización —fotografía, actuaciones, ambientación— , pero en la que, a diferencia de otras suyas, prima más el subrayado desbordante que esa ambigüedad artística que lo ha caracterizado, abierta siempre a las interpretaciones y al misterio.


***


Lester Hamlet entrega su mejor filme con Ya no es antes. Y lo hace con un conflicto bastante contado: la mujer (preferentemente) que se va a vivir a 90 millas, o más, y regresa a la tierra donde dejó un gran amor de juventud.
Ese volver sobre ¿lo mismo? hace que la ta­rea creativa del director se torne más exigente, pues el reencuentro sentimental (en este ca­so 40 años después), los reproches, las ironías, las dudas, las verdades y ocultamientos de tales parejas han sido traspuestos por otros artistas, un tema, por cierto, que apareció en nuestra li­teratura y cine en fecha tan lejana —en relación con lo temprano del desgarramiento— como los años 80.
También Lester Hamlet se ve obligado a contar esos primeros minutos del reconocimiento mutuo entre recuerdos sentimentales, intercambios de puyas, quejas sobre lo bueno y lo malo de aquí y de allá, mientras el espectador se pregunta qué hará de este filme algo diferente.
La respuesta no tardará en llegar en los personajes que de manera brillante encarnan Isa­bel Santos y Luis Alberto García. Des­cri­bir­los en su complejidad humana revelaría sustancias que debieran permanecer entre velos para el espectador, en función de una historia que, jus­to hasta el final, será un suceder de sorpresas, mientras Esteban (Luis Alberto) hace lo posible por llevar a la cama a Mayra (Isabel) y ella va po­niéndole frenos.
Diálogos y situaciones a veces humorísticas, de manera que el alto voltaje sentimental se en­fríe, para después volver a dispararse.
Ninguno de los dos está satisfecho con sus vidas y las diferencias físicas dejadas por cuatro décadas importan, pero no más que los cambios emocionales. Revolotean la pesadumbre y la so­ledad entre ellos, pero no el pesimismo.
Una película desgarradora sobre lo que no fue, el amor trunco, la huella del tiempo, que hace a los protagonistas mirarse a hurtadillas en el espejo y, después de todo, los desesperados deseos de luchar y de seguir viviendo.
Muchos años con la convicción de que Isabel Santos es una gran actriz no quita para asegurar que ¡hay que verla! Y disfrutar cuánto saca de su ser para convertirse en la otra.
Son pocas las películas que aceptaron el reto de saltar al ruedo con solo dos actores desenvolviéndose en espacios cerrados. Aquellas que triunfaron están amparadas en guiones férreos y actuaciones memorables, y esta clasifica entre ellas. Indispensables la fotografía de Raúl Pérez Ureta y la música de Harold López Nussa, junto a los aportes del equipo técnico, para convertir a Ya no es antes en un sólido filme con aspiraciones a optar por un premio en este 38 Festival.
La inspiración del filme es el texto de Wee­kend en Bahía, del bien recordado Alber­to Pe­dro, una obra que en lo absoluto dejaba cerrado el ciclo sentimental de la pareja. Tam­poco Lester Hamlet lo hace, aunque deje mues­tra de ser un ferviente romántico, de esos conven­cidos de que la fuerza del buen amor todo lo puede.
DESIERTO Y LOS BEATLES
Compitiendo por México, Desierto, de Jonás Cuarón, con Gael García Bernal en el papel protagónico, es un bien armado suspenso con no po­cos ingredientes provenientes del cine de Holly­wood. Indocumentados que tratan de pasar la frontera y un norteamericano sicópata que los caza a tiros ayudado por un perro que muerde di­recto al cuello. Escasos apuntes sociales para un tema que los hubiese necesitado y fórmulas que siguen funcionando para los seguidores del gé­nero.
Dirigido por Ron Howard, The Beatles: Eight Days a Week, revela una etapa importante del famoso cuarteto, en especial sus giras por los Estados Unidos, cuando conocen el racismo imperante, que en algunos lugares trata de im­pedir que sus funciones sean vistas por los ne­gros. La actriz Whoopi Goldberg deja constancia de aquellos días y otros más ofrecen sus testimonios de la locura reinante, en especial entre la juventud que los aclama. Igualmente se refiere el documental a las transformaciones artísticas que fue experimentando el grupo y a su hartazgo por las agotadoras giras y algunos tipos de composiciones. Imágenes nunca vistas convierten a Ocho días de la semana en un material re­velador que mucho apreciarán los fieles seguidores de una música que al paso de los años se sigue escuchando.

TOMADO DE GRANMA

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