miércoles, 21 de diciembre de 2016

No te laves la mano si tocaste a Fidel

Autor: Madeleine Sautié
Cuando conté en mi casa que había visto a Fidel, tenía solo diez años. —¿Lo pudiste saludar?, me preguntaron.  —Sí,  les dije, lo toqué. Fue entonces que oí por primera vez unas palabras a las que después se acostumbraron mis oídos cada vez que alguien tenía la suerte de vivir una experiencia similar: «No te laves la mano».
Había puesto los pies por primera vez en Tarará, como se le llamaba entonces al hermoso recinto habitado antes de la Revolución por burgueses adinerados, que tras el triunfo del Pri­mero de Enero, fue usado, entre otros servicios, como escuela de Maestros, y que el 20 de julio de 1975 quedaba inaugurado como Cam­pamento de Pioneros José Martí.
Asistí muchas veces a ese lugar, que después —cuando concluyeron obras aún pendientes— terminaría por llamarse, en lugar de campamento, Ciudad de los Pioneros José Mar­tí. Unas en vacaciones; otras para pasar cur­sos de capacitación pioneril; para, sencillamente, recibir las clases cotidianas por lo que la escuela entera debía trasladarse hasta el hermoso entorno; para participar de las actividades del 11 Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, porque allí algunas de ellas tuvieron su espacio.
Tarará, el Campamento, o la Ciudad de los Pioneros fue para los niños de mi generación mucho más que disfrutar totalmente gratis la magia de esa villa sublime, bañada de sol y mar, de aire desintoxicado, y habitada por áreas como la base náutica, las áreas de juego, el anfiteatro natural, los inmensos comedores con alimentos de lujo, el parque de diversiones… que fue mucho más de lo que los ojos de los niños de la temprana Revolución podían admirar.
Fue también el espacio para rendir tributo a los héroes, tal como deben ser educados los niños para que no olviden que vivir en un país sin guerra y con justicia social tiene el costo de la sangre de sus padres generacionales. Para ello cada estancia de los pioneros reservaba una visita a la Plaza Martiana, solemne como es digno del Héroe Nacional, pero siempre edificante. Se salía de ella, a buscar otras diversiones, la de las actividades subsiguientes, pero con la dosis ya en sangre, de la formación pa­triótica sin la cual no es posible llegar a ser un hombre de bien.
Allí los niños perdimos el color, el origen, las diferencias que por siglos marcaron al cubano más allá de su voluntad a causa de regímenes sociales discriminatorios y exclusivos. Fuimos más que una inmensa ronda a lo Mistral, porque todos esos regalos que la Revolución les hacía a los niños nos igualaban, porque ella se había encargado de hacernos nacer en un país que estrenaba un proyecto socialista en el que nada era más importante que un niño.
Aquella partida temprana del hogar, donde quedaban los padres confiados de que sus hijos estarían por días «reclutados» en un paraí­so construido para ellos, fue el espacio ideal para saber más de los otros, para poner en práctica la solidaridad del compartir, de escuchar historias de nuestros amigos, de dormir y despertar junto a otros niños que eran también nuestros hermanos, de crecer humectados por el jugo del humanismo.
A la par de ser educados educábamos también a los incrédulos, dábamos lecciones de Re­volución a aquellos adultos que no confiaron desde el principio, porque la espontaneidad de un niño, que jamás miente, no podía contar más que generosidades.
Cuando el Comandante en Jefe se dirigió aquel 20 de julio a los pioneros que lo escucharían en el anfiteatro del campamento, sabía muy bien a qué público se iba a dirigir y para ello usó el ardid de su palabra sin caer en ñoñerías que hubieran podido desmotivarlo. Desde el principio los hizo reír, pero les habló también de cosas serias.
Les explicó que ese maravilloso campamento que se les estaba regalando era obra del trabajo entusiasta y creador de los obreros, y que no debían nunca olvidar que había sido fruto del sudor y del esfuerzo de muchos trabajadores. Confiado de que lo entenderían les advirtió: «Como ustedes saben, solo del trabajo pueden surgir los bienes materiales y espi­rituales capaces de satisfacer las necesidades del hombre. Por eso nuestra Revolución rin­de tanto respeto al trabajador. Por eso nuestra sociedad es una sociedad de trabajadores y nuestra Revolución es una revolución de trabajadores. ¡Y preparamos a los pioneros para ser los futuros trabajadores de la patria!».
Les habló del privilegio del que ellos gozaban al haber nacido en una sociedad socialista, la única en el hemisferio donde vivían, donde no podía haber otras organizaciones de pioneros porque esto no era posible en las sociedades burguesas.
«En las sociedades capitalistas no hay organización de pioneros, no hay ni puede haber actividades de pioneros, no hay ni puede haber campamentos de pioneros. En las sociedades capitalistas nadie prácticamente se ocupa de los niños. Y hay muchos niños analfabetos, muchos niños sin escuelas, muchos niños desamparados, muchos niños pidiendo limosnas en las calles. Esa es la realidad terrible y dolorosa de la sociedad capitalista; ¡muchos niños descalzos, muchos niños desnudos, muchos niños hambrientos! Hay algunos que tienen mucho y otros que no tienen absolutamente nada. ¡Esa es la sociedad capitalista!».
Hoy aquellos niños hemos presenciado su adiós «de mentirita», su vuelta a los orígenes, su regreso al punto de partida, expeliendo gloria. La Caravana de la Libertad desandando los caminos que la hicieron posible reeditó su paso con la satisfacción del deber cumplido. Entre tanta confusión vuelvo a vivir aquellos días en que lavarme las manos fue un acto de sacrilegio solo salvado por un sentimiento que se enraizó hace ya mucho y solo morirá conmigo.
Tomado de Granma.

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