Graziella Pogolotti • digital@juventudrebelde.cu
7 de Mayo del 2016 20:41:40 CDT
No me gustan los frijoles. Detesto la malanga. Soy emigrante y
procedo de una familia de emigrantes. Solo mi padre había nacido en La
Habana. Cubano hasta la médula, a pesar de haber vivido en otros países
durante muchos años, quiso dejar sus huesos en esta tierra y, por
suerte, lo logró.
La pasión por la Isla me fue entrando por los poros, a través de la
fascinación por el mar y el olor a salitre en la feliz circunstancia del
agua por todas partes. Adquirí el sentido de pertenencia en el barrio
donde transcurrió parte de mi infancia y de mi juventud, aquel San Juan
de Dios cercano a la Loma del Ángel, habitado por gente modesta,
trabajadora, pobre, pero decente, obreros, dependientes de tiendas,
maestras normalistas sin trabajo, oficinistas. Era un mundo de puertas
abiertas, en el que cualquiera socorría al vecino en caso de necesidad y
se conversaba de balcón a balcón a través de la estrecha calle Peña
Pobre. Fue también en el parque, donde todavía se entonaban rondas como
«Arroz con leche se quiere casar con una viudita de la capital…». En la
primaria aprendí los rudimentos de nuestra historia. Una caída violenta
amenazaba con dejarme una cicatriz: «No importa —contesté— tendré una
estrella en la frente como Calixto García».
De ese modo, fui avanzando por la vida. Viajé. Me especialicé en
literatura francesa en París. Recuperé mis vínculos con mi familia
italiana. Pero en el alma tenía ya sembrados el arraigo a la nación y a
la cultura cubanas, ambas inseparables. Se había afianzado durante mis
estudios universitarios, cuando estrené mi voluntad de lucha a favor de
la construcción de un país verdaderamente soberano, que no se mostrara
al mundo como una república bananera. Después del triunfo de la
Revolución, tuve la oportunidad de contribuir a la edificación de esos
sueños en los espacios que me resultaban cercanos: la educación y la
cultura.
Evoco esos recuerdos porque las definiciones conceptuales son
imprescindibles en los días que corren. Las bases de la nación residen
en ese mosaico diverso del que todos formamos parte, un pueblo de
intelectuales, obreros, campesinos, activistas políticos, portadores de
tradición y memoria diversas marcadas por la localidad, por la raza, por
la edad, por el género, que compartimos angustias, dificultades y
celebraciones festivas. La creación artística y literaria constituye
parte de esas complejas redes culturales. En la historia de cada una de
las manifestaciones se ha producido siempre el intercambio estimulante
entre el adentro y el afuera. No comparto por ello las preocupaciones de
quienes observaron con desconfianza el concierto de los Rolling Stones.
Pensé de inmediato en la generación que convirtió en íconos a los
Beatles. Allí estuvieron grupos de amigos junto a sus hijos de distintas
edades, en feliz convergencia de generaciones. La auténtica creación de
nuestro país tiene la capacidad de metabolizarlo todo.
Sin embargo, la batalla contemporánea por la supervivencia de las
naciones se libra en el terreno de la cultura otra, la que entra por los
poros, por las distintas vías de comunicación masiva. Es la que
interviene directamente en la vida cotidiana, fabrica sueños, favorece
la evasión e inhibe el ejercicio del pensar. El hacedor de una obra
material o inmaterial, semejante al artista, guarda con ella una
relación afectiva, siempre que en la realización se hubiera desplegado
amor y entrega. En las noches febriles de desvelo se acrecienta el
cariño por los hijos.
Complejo tejido de vida, memoria, costumbres, formas de convivencia,
celebraciones, imágenes artísticas, la cultura nutre el imaginario
popular y cristaliza en los símbolos sagrados de la patria. Los cubanos
nunca hemos sido xenófobos: minados por la feliz circunstancia del agua
por todas partes, la Isla ha sido un puerto. Terminada la Guerra de
Independencia, los españoles que optaron por permanecer en el país,
incluidos soldados del ejército de ocupación, recibieron trato
respetuoso y fundaron hogares. Pero el orgullo legítimo emanado de una
cultura de resistencia, no puede ser lacerado. Se contrapone al aldeano
vanidoso, mimético seguidor de modas ajenas a las demandas de su
contexto específico, ciudadano vergonzante de un país que subestima,
obsequioso y obsecuente con los prepotentes que lo desprecian.
Estos comentarios nacen de algunos fenómenos que, coincidentes, se
han manifestado en la capital. Rápido y furioso, filme comercial de
pésima calidad, irrumpe de manera violenta en el vivir habanero.
Perturbó las comunicaciones en las áreas centrales. Afectó a estudiantes
y trabajadores. Añadió tensiones al difícil vivir cotidiano. Algo
similar ocurrió con la presencia de la pasarela de Chanel. Impuso
prohibiciones inaceptables a los pobladores de algunas zonas. La llegada
del primer crucero norteamericano, según la difundieron nuestros medios
informativos, fue acogida por una coreografía propia de un cabaret más
que de un espacio público: las muchachas portaban un brevísimo vestuario
hecho con la bandera nacional.
El sentido común indica la necesidad de abrir vías al comercio, a la
inversión y al turismo para afrontar las dificultades económicas que nos
afligen. El mandato de la realidad no puede llevarnos a olvidar que se
trata, ante todo, de la lucha secular por la defensa de la nación
soberana. Nos ampara el derecho a establecer, en cada caso, las reglas
del juego. Es deber de todos exigir el respeto a la dignidad de nuestros
ciudadanos, aquello que Martí nombraba decoro. El Maestro aspiró a
morir de cara al sol. Así fue su caída, un 19 de mayo. Yo también quiero
morir así, de cara a la luz, a la verdad, a los principios, al sentido
de mi existencia, descubierto en esta Isla a la que llegué a punto de
cumplir ocho años, sin saber el idioma y sin tener noción de su historia
y su geografía. Aquí me sumé a la causa de la emancipación humana, a la
lucha por los marginados de la tierra.
TOMADO DE JUVENTUD REBELDE.
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