lunes, 16 de mayo de 2016

Nuestro patrimonio simbólico no está en venta


12 de mayo de 2016
Cuando lo ascendieron a Mayor General del Ejército Libertador, José Martí prendió en su pecho la modesta escarapela tricolor que las mujeres bayamesas habían entregado a Carlos Manuel de Céspedes en los días iniciales de la Guerra Grande. La llevaba consigo en la fatídica jornada de Dos Ríos y luego de diversos avatares, recuperada al fin, hoy se cuenta entre las reliquias que atesora la Casa Natal del Apóstol en la parte más antigua de la ciudad.
A pocos días del triunfo revolucionario de enero, un periodista se acercó a un sobreviviente del mambisado para preguntarle por qué llevaba a todas partes una pequeña caja cuya tapa estrellada, de blanco, rojo y azul sellaba un puñado de tierra. El veterano respondió: “Ni en los peores tiempos quise olvidar el suelo por el que luché”.
Basta con advertir una frase musical de la canción Pioneros, que Silvio Rodríguez dedicó a los niños angolanos, para entender por qué pa­ra el trovador aquella vivencia “fue como re­gresar a un lugar / donde guardo raíces y luceros”.
Emoción semejante a la que sentimos cuando escuchamos la trompeta de Ale­xan­der Abreu mientras entona las notas que llaman al combate en medio del bravo son de Me dicen Cuba, o cuando descubrimos la paráfrasis del Himno de Bayamo que compuso un holandés, Hubert de Blanck, que sintió a Cuba co­mo su patria.
Bandera, himno: símbolos nacionales. Cada cubano los va haciendo suyos no solo por reglas ni usos oficiales, sino también mediante esas apropiaciones íntimas, precedidas por el proceso de toma de conciencia de una identidad.
Duele entonces cuando a uno de esos atributos se le degrada su contenido. Y mucho más si se le manipula irresponsablemente co­mo parte de un burdo espectáculo.
Ello aconteció a principios de mayo du­rante la recepción en la rada habanera de un crucero procedente de Estados Unidos. Las fotos de danzantes escasamente vestidas con imitaciones de banderas cubanas y en el tocado acartonadas y enormes estrellas ge­neraron reacciones de indignación al circular por co­rreos electrónicos y redes sociales. De inmediato las autoridades de los Mi­nis­terios de Cultura y Turismo se dieron a  la ta­rea de investigar el asunto, exigir puntuales responsabilidades y sobre todo adoptar las previsiones necesarias para evitar la repetición de tan deplorable suceso.
Los escritores y artistas cubanos, en el seno de la Comisión Permanente de Cultura, Tu­rismo y Espacios Públicos de la Uneac, emitieron una declaración que trasciende el enfoque coyuntural: “Se trata de que ni la primera ni la última, ni cualquier impresión que transmitamos a los visitantes, vengan de donde vengan, puede distorsionar ni abaratar nuestra auténtica imagen”.
Es menester ir a la raíz, por cuanto revela la punta de un fenómeno que nuestra sociedad debe conjurar a tiempo y sin desmayo: la suplantación de esenciales valores éticos y opciones estéticas enriquecedoras por modas superfluas, fórmulas imitativas y nociones de rápido éxito.
Esa tendencia se observa en diversos espacios y actividades. Desde los más baratos trucos de mercadotecnia hasta el culto desenfrenado y acrítico a todo lo que viene de afuera. Desde el reciclaje del malandrismo como forma de vida hasta la glorificación de la picaresca. Desde el presentismo, el vale todo y para qué luchar si las cosas no tienen arreglo a  la desmemoria.
A veces este proceso de erosión adquiere una apariencia inocente. Lo que comienza siendo una acción no premeditada —esos que no solo ahora, sino desde hace tiempo visten prendas con la bandera norteamericana, o cuando llega diciembre enfundan sus cabezas en gorros de Santa Claus en un país que nunca ha conocido la nieve, o incorporan a sus hábitos festivos prácticas ajenas a nuestra idiosincrasia—, de algún modo va dejando huellas espirituales que alejan a las personas de sus raíces identitarias.
De ahí la importancia de promover y defender consistentemente el patrimonio simbólico de la nación cubana, desde una perspectiva en la que vaya por delante la defensa de la identidad y la confirmación de los ideales de libertad y justicia que nos han llevado a ser lo que somos y lo que queremos ser.
El sabio Fernando Ortiz se refirió a ello cuando expresó: “No basta para la cubanidad tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta tener la conciencia. La cubanidad plena no consiste meramente en ser cubano por cualquiera de las contingencias am­bientales que han rodeado la personalidad in­dividual y le han forjado sus condiciones; son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser. (…) Pienso que para nosotros los cubanos nos habría de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la cubanía, cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable”.

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