Nuestro patrimonio simbólico no está en venta
Autor: Pedro de la Hoz González
12 de mayo de 2016
Cuando lo ascendieron a Mayor
General del Ejército Libertador, José Martí prendió en su pecho la modesta
escarapela tricolor que las mujeres bayamesas habían entregado a Carlos Manuel
de Céspedes en los días iniciales de la Guerra Grande. La llevaba consigo en la
fatídica jornada de Dos Ríos y luego de diversos avatares, recuperada al fin,
hoy se cuenta entre las reliquias que atesora la Casa Natal del Apóstol en la
parte más antigua de la ciudad.
A pocos días del triunfo
revolucionario de enero, un periodista se acercó a un sobreviviente del
mambisado para preguntarle por qué llevaba a todas partes una pequeña caja cuya
tapa estrellada, de blanco, rojo y azul sellaba un puñado de tierra. El
veterano respondió: “Ni en los peores tiempos quise olvidar el suelo por el que
luché”.
Basta con advertir una frase
musical de la canción Pioneros, que Silvio Rodríguez dedicó a los niños
angolanos, para entender por qué para el trovador aquella vivencia “fue como
regresar a un lugar / donde guardo raíces y luceros”.
Emoción semejante a la que
sentimos cuando escuchamos la trompeta de Alexander Abreu mientras entona las
notas que llaman al combate en medio del bravo son de Me dicen Cuba, o cuando
descubrimos la paráfrasis del Himno de Bayamo que compuso un holandés, Hubert
de Blanck, que sintió a Cuba como su patria.
Bandera, himno: símbolos
nacionales. Cada cubano los va haciendo suyos no solo por reglas ni usos
oficiales, sino también mediante esas apropiaciones íntimas, precedidas por el
proceso de toma de conciencia de una identidad.
Duele entonces cuando a uno de
esos atributos se le degrada su contenido. Y mucho más si se le manipula
irresponsablemente como parte de un burdo espectáculo.
Ello aconteció a principios de
mayo durante la recepción en la rada habanera de un crucero procedente de
Estados Unidos. Las fotos de danzantes escasamente vestidas con imitaciones de
banderas cubanas y en el tocado acartonadas y enormes estrellas generaron
reacciones de indignación al circular por correos electrónicos y redes
sociales. De inmediato las autoridades de los Ministerios de Cultura y
Turismo se dieron a la tarea de investigar el asunto, exigir puntuales
responsabilidades y sobre todo adoptar las previsiones necesarias para evitar
la repetición de tan deplorable suceso.
Los escritores y artistas
cubanos, en el seno de la Comisión Permanente de Cultura, Turismo y Espacios
Públicos de la Uneac, emitieron una declaración que trasciende el enfoque
coyuntural: “Se trata de que ni la primera ni la última, ni cualquier impresión
que transmitamos a los visitantes, vengan de donde vengan, puede distorsionar
ni abaratar nuestra auténtica imagen”.
Es menester ir a la raíz, por
cuanto revela la punta de un fenómeno que nuestra sociedad debe conjurar a
tiempo y sin desmayo: la suplantación de esenciales valores éticos y opciones
estéticas enriquecedoras por modas superfluas, fórmulas imitativas y nociones
de rápido éxito.
Esa tendencia se observa en
diversos espacios y actividades. Desde los más baratos trucos de mercadotecnia
hasta el culto desenfrenado y acrítico a todo lo que viene de afuera. Desde el
reciclaje del malandrismo como forma de vida hasta la glorificación de la
picaresca. Desde el presentismo, el vale todo y para qué luchar si las cosas no
tienen arreglo a la desmemoria.
A veces este proceso de erosión
adquiere una apariencia inocente. Lo que comienza siendo una acción no
premeditada —esos que no solo ahora, sino desde hace tiempo visten prendas con
la bandera norteamericana, o cuando llega diciembre enfundan sus cabezas en
gorros de Santa Claus en un país que nunca ha conocido la nieve, o incorporan a
sus hábitos festivos prácticas ajenas a nuestra idiosincrasia—, de algún modo
va dejando huellas espirituales que alejan a las personas de sus raíces
identitarias.
De ahí la importancia de promover
y defender consistentemente el patrimonio simbólico de la nación cubana, desde
una perspectiva en la que vaya por delante la defensa de la identidad y la
confirmación de los ideales de libertad y justicia que nos han llevado a ser lo
que somos y lo que queremos ser.
El sabio Fernando Ortiz se
refirió a ello cuando expresó: “No basta para la cubanidad tener en Cuba la
cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta tener la conciencia. La
cubanidad plena no consiste meramente en ser cubano por cualquiera de las
contingencias ambientales que han rodeado la personalidad individual y le han
forjado sus condiciones; son precisas también la conciencia de ser cubano y la
voluntad de quererlo ser. (…) Pienso que para nosotros los cubanos nos habría
de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la
cubanía, cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad
responsable”.
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