lunes, 13 de marzo de 2017

El Jefe… del jefe


Lo que se sabe, no se pregunta. Pero, si sabe que alguien embriagado de poder sabe lo que a Usted le urge saber, ha dado el paso inicial para enrolarse en una aventura capaz de precipitarlo hacia la pérdida del raciocinio.
Si cada minuto tuviera 6 000 segundos, el tiempo de espera por el jefe que encierra en infrangible botija una noble y nada secreta información viajaría al infinito, concediéndole al mandamás un lapso mayor para eternizar los sufrimientos del que espera-desespera.
La madeja burocrática es envolvente, alérgica a ofrecer respuestas inmediatas y satisfactorias. Días atrás marqué un número telefónico con la ingenua intención de escuchar a un solícito interlocutor. Por la modulación de su voz, comprendí que no tenía tiempo para mí. Así lo corrobora este cruce de aceros.
–Buenas tardes, mire, yo quisiera hablar con el jefe del departamento para hacerle una pregunta. (Craso error al adelantar que iba a preguntarle algo).
–Está hablando con él.
La alegría por haber dado de golpe (sin mediar su secretaria) con el ansiado personaje se desvaneció al instante. Apenas me dejó expresar la preocupación y desenvainó su estilete…     
–Oiga, yo soy el jefe, pero debo hablar con mi Jefe para saber si puedo responderle. Mejor déjeme su número de teléfono que yo lo llamo.
Más que diálogo fue sentencia. Aquel hombre, loco por terminar la conversación, no respondería jamás. Miré el reloj, récord para una muerte súbita: 25 segundos de charla forraron mi infortunio.
Pensé montarle una guardia en su oficina. Allí la historia tomaría un matiz de gardeo a presión, a pesar de conocer que su secretaria o «muro de contención», engorda una lista compuesta por otros ilustres fracasados en el intento de plantar sus glúteos en la silla del despacho supremo del jefe.
A la «secre» la avalan los años de experiencia en los que ha corregido y aumentado su «Manual de evasiones», con prólogo universal del no, e índice donde abundan las mil gradaciones para repeler a quien busca explicaciones a su preocupación. El diapasón va de la ríspida contesta al meloso pretexto, conducentes al mismo resultado: imposible ver al mandante.
El jefe y su «secre» integran un indisoluble, coordinado e infranqueable one-two. Ni siquiera precisan mirarse para colegir qué tratamiento lleva cada caso, atendiendo a las características en el vestir, hablar y manera de conducirse del necesitado. Una pared los separa en la oficina, y los une su agilidad mental en estos avatares de escurrirse.
El jefe está reunido… hoy no es día para atender a la población… acaba de salir y no regresa en todo el día… vuelva la semana que viene… está reunido con el organismo superior…  llame antes para ver si él está disponible. Amplio es el inventario de respuestas ociosas, sayo que sirve para despachar a mujeres, hombres, jubilados o cualquier otra persona.
De poco vale armarse con paciencia y persistencia para intentar romper en pedazos el núcleo burocrático. Podrá darse con un canto en el pecho si alcanza a atravesar el umbral de la puerta de la ansiada oficina del mandamás y halla respuesta adecuada a sus requerimientos, porque siempre la ventaja para atender (o maltratar) al prójimo obrará del lado del abrumado jefe. Quizá adopte pose de leguleyo y le diga: «Voy a consultar con mi Jefe, después lo llamo».

Tomado de Granma.

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