Si en el entendimiento común prosperar es mejorar, el factor material, indudablemente, ocupa un lugar protagónico. Más allá de satisfacer necesidades básicas, conseguir progresivamente un nivel de vida en el que acceder a determinados bienes y servicios no implique tensiones apremiantes, ni agobiantes incertidumbres, ni frustraciones paralizantes.
Se trata de una aspiración razonable y de alcance universal, aun cuando sabemos que tan siquiera se vislumbra en el horizonte de buena parte de los grandes conglomerados humanos que habitan el planeta a la altura de la segunda década del siglo XXI.
Que un país pequeño en extensión y de limitados recursos naturales, históricamente subdesarrollado, con deformaciones estructurales heredadas de un pasado colonial al que sobrevino medio siglo de sometimiento neocolonial, víctima luego, cuando asumió al fin su propio destino, de una agresión económica de proporciones inauditas; que una sociedad zarandeada por la pérdida de socios, mercados y alianzas políticas en el último decenio de la pasada centuria, sobreviviente y resistente en medio de crisis globales y que no se halle exenta de fenómenos negativos endógenos, se proponga seriamente objetivos alcanzables, medibles y posibles de desarrollo, constituye un indicador de realismo y madurez política, y a la vez, exige de todos y cada uno de nosotros responsabilidad cívica, compromiso consciente y voluntad participativa.
Todo no vendrá de golpe o a la vez, pero tampoco son admisibles dilaciones innecesarias, ni postergaciones indefinidas, ni movedizas definiciones. Entre estas habrá que tener bien claro que la prosperidad en modo alguno significa opulencia.
Un crecimiento económico sostenido y sostenible debe tener una expresión social. La prosperidad, por tanto, es para nosotros un concepto que comprende no solo la esfera material sino también un componente espiritual.
Si difícil y complejo pero imprescindible resulta que los avances macroeconómicos se traduzcan en adelantos perceptibles y sin retrocesos en la economía familiar y personal, de igual modo se nos presenta como noción indispensable la articulación entre el mejoramiento de las condiciones materiales de existencia y el ensanchamiento de las expectativas y apetencias culturales.
Los efectos de una fractura entre ambas esferas puede conducirnos a un sinsentido que sería la negación misma de los fundamentos de nuestro proyecto social: la preminencia de grupos e individuos enajenados de su condición humana. Una condición a la que es consustancial la dignidad.
Ese valor irrenunciable fue situado por nuestro José Martí al frente de sus ideales republicanos y se halla consagrado en la Constitución cubana. Pero no basta con su enunciación en el principal cuerpo legal de la nación; es menester que encarne en las convicciones y los sentimientos de quienes apostamos por una Cuba real y auténticamente posible.
En consecuencia debemos reflexionar —y más aún, interiorizar en nuestro modo de ser y actuar— acerca de un principio rector de nuestro modelo, explícito en el documento sobre su conceptualización, que discutió el 7mo. Congreso del Partido, se difundió públicamente y será objeto de debate por la militancia de la organización política, los jóvenes comunistas, representantes de las organizaciones de masas y amplios sectores de nuestra sociedad.
Me refiero a su esencia humanista, a la cual se corresponde un concepto de prosperidad que imbrica orgánicamente el desarrollo económico, las políticas sociales, las perspectivas alcanzables de materialización de proyectos de vida y los valores éticos compartidos.
Tomado de
Granma