lunes, 6 de junio de 2016

Tamarindo, convivencia y amor

Hace un viernes exactamente estuve en Tamarindo, no en el pueblito avileño cercano a Florencia, que cuenta entre sus hijos ilustres al dramaturgo y crítico teatral Amado del Pino, sino en el vórtice de un Consejo Popular del municipio capitalino de Diez de Octubre, a pocas cuadras de “la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte, donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo”, de acuerdo con los versos memorables de Eliseo Diego.
A este Tamarindo habanero, de donde salió la reconocida actriz Fela Jar y el notable dibujante humorístico Blanquito, llegó Silvio a compartir con sus vecinos el concierto número 74 de su gira por los barrios —tiene razón el héroe Tony Guerrero al calificarla como “gira interminable”— junto a Diana Fuen­tes, que elevó Otra realidad a otra dimensión del bolero, y la catalana María del Mar Bonet, quien imantó a la comunidad al interpretar Qué quieren esta gente, fechada en 1968 cuando en plena dictadura franquista los servicios secretos del régimen ayudaban a “suicidar” a algunos rebeldes, y Amor de indio, hermosa página brasileña recién grabada por ella en Cuba con el apoyo del pianista Alejandro Falcón.
Silvio acostumbra a donar libros a la comunidad en cada concierto. En este caso, los entregó a una escuela del barrio. En su blog Segunda Cita, Silvio escribió una breve reseña del concierto en la que contó un hecho que a todos nos llamó la atención y que motiva este comentario: “Después de hablar de la donación de libros una señora del público me pasó un papelito escueto, diciendo que libros había pero que faltaba amor. Lo mencioné después, desde el micrófono, garantizándole que estábamos allí por amor, aunque sé que ella no se refería a nosotros”.
El reclamo contenido en el mensaje trasciende lo anecdótico para hacernos reflexionar sobre algo que no debemos olvidar: el vínculo entre intelección y sentimientos, que se inscribe en otro más abarcador: entre instrucción y cultura.
Lo anterior tiene que ver con la formación cívica y la manera en que esta se hace efectiva en la convivencia ciudadana. Si bien nuestra sociedad garantiza el más pleno acceso a la escuela y ofrece amplias posibilidades para cultivar el talento, no siempre esto se traduce en valores incorporados a acciones, actitudes y conductas cotidianas.
Tales disfunciones se observan en diversos planos de la realidad: egos exacerbados, crispaciones innecesarias, irrespeto crónico, incumplimiento de normas, intolerancia, invectivas, chismorreos, griterías, confusión de lo público con lo privado. Hay individuos que van por ahí haciendo caso omiso de las reglas básicas de la cortesía o desconociendo los más elementales deberes ciudadanos.
Botón de muestra, esta misma semana durante un viaje en ómnibus entre Cienfuegos y La Habana. A la altura de Jagüey, una parada para tomar un refrigerio. El chofer advierte a los pasajeros que no deben subir alimentos al vehículo. Dos individuos desoyen la petición. El chofer se dirige a ellos en correcta forma y uno responde con la boca llena: “Yo en mi casa como donde quiera, hasta en la cama, y nadie se molesta. La guagua es pública y yo pagué el pasaje”.
Llevado esto a escala de barrio, de cualquier barrio, pudieran prodigarse los ejemplos. ¿Es tan difícil vivir armónicamente en una comunidad? ¿Es tan complicado fomentar un clima de entendimiento entre seres humanos?
Recuerdo un concepto expresado por Carlos Rafael Ro­drí­guez, pensador a quien deberíamos revisitar con frecuencia: “La cultura es, ante todo, una forma de vida”.
Lo que la señora pidió en el papel que le pasó a Silvio en Tamarindo no es amor en abstracto, sino la prevalencia de un principio esencial en una sociedad como la nuestra. Si somos consecuentemente martianos, que no nos falte esta definición: “El amor es el lazo de los hombres, el modo de enseñar y el centro del mundo”.
Foto: Marianela Dufflar

Tomado de Granma 

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