lunes, 21 de septiembre de 2015

¿Sabemos hablar en público?




Entre los saldos espirituales de nuestra so­cie­dad cuenta la posibilidad que tiene de convertirse en profesional todo aquel que entre sus fines así lo haya preferido.
Para ello muchos años de estudio cuelgan de los que finalmente lo consiguen y en este largo camino son muchas las ocasiones en que nos vemos obligados a hablar en público.
La escuela misma se abre entre los primeros escenarios en los que el niño se prepara para desinhibirse y exteriorizar a los demás sus respuestas, tanto a preguntas académicas como a aprendizajes culturales, en los que necesariamente se impone hablar ante los otros, y con ello dar fe de que allá adentro —dí­gase en lo más hondo de lo humano— hay un sinfín de emociones que pugnan por ser compartidas.
Los años avanzan por las si­guientes enseñanzas en las que se hacen más complejas las exposiciones evaluativas. Mientras esto toca a todos, los que ya se erigen como líderes de las diferentes organizaciones políticas se van entrenando en dirigirse verbalmente a las ma­yo­rías.
La vida laboral, más pronto de lo que creíamos, se torna un hecho y ante personas a las que dirigimos, o en reuniones de trabajo o eventos de todo tipo, nos toca un día hablar pa­ra que muchos nos escuchen. Las experiencias adquiridas a lo lar­go de nuestro trayecto no siempre re­sultan esas mallas protectoras que quisiéramos nos resguardaran cuando damos arriesgados saltos, y el miedo escénico, o sencillamente el desconocimiento de cómo hacerlo medianamente bien, nos hace du­dar de nuestras propias capacidades, muchas veces por desconocer que el asunto tiene también su entrenamiento.
No siempre las intervenciones que hacemos en público pueden tener un margen de prepara­ción. En este caso una tenaz preocupación —y ocupación— por la lengua ma­terna serán una fuerte herramienta para que, al organizar las ideas, fluyan aquellas palabras que con más exactitud describen lo que queremos decir.
Prestarles atención a los demás y evaluar sus intervenciones, puede ser, si se quiere, un ejercicio de autocorrección, pues aun cuando mu­chos están conscientes de que no tienen una proyección favorable al expresarse en público, tampoco buscan el modo de imitar bue­nos mo­delos, que no significa calcar mo­dismos ni frases huecas, repetidas una y otra vez para darle un fal­so vuelo al discurso.
Un ejemplo de esos modismos de pésimo gusto, que entran en la estructura introductoria de las alocuciones, es el comienzo de la intervención con infinitivos —que como se sabe carecen de conjugación—. Pararse y em­pezar con el ya acostumbrado “decirles que”, resta no solo originalidad a las palabras, sino que se trata de una grave incorrección sintáctica donde se excluyen sujetos no solo gramaticales.
La intervención puede, en disímiles casos, pre­pararse. Algunos pre­fieren leer sus palabras, un derecho al que se puede acudir cuando no se quiere correr el riesgo de ser incoherentes al hablar, aunque sin la fuerza viva de un discurso oral.
Pero quienes prefieren la espontaneidad del pensamiento pueden auxiliarse de pequeñas anotaciones o palabras clave que resultan de gran ayuda y pueden con­ducirnos por un camino exitoso siempre que el con­tenido se domine.
El contacto visual tiene un poderoso efecto para convencer a quienes escuchan y, aunque suele pasar que centramos la mirada en algunos de los participantes, un recorrido de iz­quier­da a derecha y viceversa que contemple a todos hará que sientan el calor de la intervención y la necesidad de atender al hablante.
El juego permanente con una pluma u otro objeto al alcance del orador puede provocar pérdida de la atención del auditorio, como también la repetición inoportuna de ideas ya expresadas por él mismo o por otro miembro del encuentro.
El discurso —en todos sus sentidos— tiene co­mo premisa contener esencias. No se concibe, por ejemplo, ser citados los reporteros a una conferencia de prensa en la que se deben enumerar las actividades con que será celebrada una fecha determinada y que, al concluir la cita, nadie pueda decir concretamente en qué consisten las acciones porque la emoción de los oradores se fue por encima del tema específico que debían exponer.
En otro rango queda el descartar ironías, chistes fuera de lugar —lo que no quita algún co­mentario simpático o de buen gusto—, ma­nejar el tono y la proyección de la voz y el control de los movimientos corporales, harto elocuentes para apoyar la palabra pronunciada.
Buenos efectos y afectos deben ser el saldo de nuestras intervenciones aun cuando tengamos que decir lo que no todos querrán escuchar. El cómo, en materia de comunicación, es tanto o más importante que la cuestión mis­ma.
Tomado de Diario Granma.



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