Autor: Madeleine Sautié
No tiene una
plaza fija en un centro de trabajo estatal ni reza en la lista de los
cuentapropistas, y aunque si se le pregunta por qué no falta al sitio donde
cada día se le puede encontrar, seguramente te dirá que es por puro placer,
algo así como una contribución voluntaria, para matar el tiempo o “tirarle un
cabo a su socio el bodeguero”.El ayudante del bodeguero —allí donde lo haya, puesto que se sabe que no todos los establecimientos lo tienen ni todos los bodegueros lo permiten— a veces llega primero que él y otras sabe más que el mismísimo responsable del establecimiento sobre lo que cualquier consumidor podría preguntar. Con total dominio de entradas y salidas de productos, ventas, propone y dispone, sin el menor escrúpulo, sobre víveres y documentos como si entre sus “nobles” funciones le correspondiera hacerlo también a él.
Claro que si viene una inspección que se respete, de esas que busca la verdadera deficiencia y sobre ella trabaja (no de las que podría confabularse con el bodeguero para que al llevarlo “suave”, lo “salve” con algo), el ayudante no cuenta como tal. Sin embargo, sin el menor escrúpulo, y como exhibiendo victorioso su “buen” puesto se expresa, actúa, interviene, y da explicaciones delante de los usuarios que, asumiendo una verdad contra la que poco o nada pueden hacer, admiten su presencia como un nuevo color del arcoíris cotidiano.
La pregunta cuya respuesta se conoce es: ¿quién le paga al ayudante? El mismo coro que puede responderla consiguiendo un empaste perfecto en la mezcla de las voces, el mismo que somos todos, es quien asume el “pago” de ese personaje que tiene en muchas de las unidades de abastecimiento normado un puesto tristemente reservado.
Y claro está, ni todo el mundo es mal intencionado ni todos los bodegueros restan onzas a sus clientes, pero en no pocas ocasiones la existencia del ayudante es directamente proporcional a productos mal pesados, que hacen que nos vayamos de la bodega con menos cantidades de las que nos pertenecen.
Grano a grano se le llena el buche a la gallina, dice el dicho, y onza a onza, no pocos vividores (en la bodega, los mercados y más allá) adquieren un suministro económico que nos burla y nos lanza a la cara aquello de que el vivo vive del bobo y el bobo de su trabajo. Si no somos los vivos, al menos no seamos los bobos. Allí donde compremos seamos más exigentes con el peso de nuestros productos.
La batalla puede y llega a ser desgastante. Pero los afectados no nos debemos sentar en el banco de los perdedores. Ya vi hace poco, después de cierta cola, una colita aparte, de gente que vino a reclamar con cara de pocos amigos el pollo mal pesado... El ayudante, que discutió —o mal justificó— su error a los primeros reclamadores, como un robot programado para echar más en la bolsa callaba impúdicamente y al menos por esa vez los consumidores llevaron su peso exacto a casa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario