Por: Graziella Pogolotti
23 de Enero del 2016
23 de Enero del 2016
Un molinero muy pobre tenía tres hijos. Al morir, dejó
el molino al primero y correspondió al segundo el caballo. Para el tercero,
quedó tan solo el gato. Desesperado, el muchacho se encontró con las manos
vacías. Pero el gato hablador le aseguró que podía hacerse de una fortuna si le
procuraba botas, chaqueta y un sombrero, vale decir, el vestuario de un
caballero de la época. Sin otra alternativa promisoria, el joven accedió.
El gato entró en acción de inmediato. Enviado por su
señor, el marqués de Carabás, sorprendía al rey en su paso frecuente por la
zona con regalos. Le fue mostrando las inmensas tierras que, afirmaba,
pertenecían al marqués de Carabás, quien terminó desposando a la hija del
monarca. Fueron muy felices y tuvieron muchos hijos.
Los clásicos de la literatura para niños no fueron
escritos originalmente para ellos. Los adultos, capaces de descubrir entre
líneas el mensaje oculto, eran sus interlocutores reales. Así ocurrió desde
Perrault hasta Andersen, que reveló en Un rey desnudo, las funestas
consecuencias de la hipocresía cortesana.
En verdad, el molinero de marras entregó al menor de
sus hijos un importante capital intangible; la inteligencia y la sabiduría
necesarias para descifrar los rasgos definitorios de su época y las debilidades
de la naturaleza humana para obtener provecho de la hábil manipulación de ambos
factores. De este modo, se valió del descubrimiento de la vanidad, punto débil
del ogro que aterrorizaba la zona, para alcanzar uno de sus éxitos más
espectaculares. Ponderó su aptitud para transformarse en animales de distinto
tamaño. Lo sometió a varios experimentos y lo desafió a hacer lo que parecía
imposible: volverse un insignificante ratoncillo, presa fácil para el felino.
Lo sabían los griegos de la antigüedad. Aunque seamos hijos de semidioses,
todos tenemos un vulnerable talón de Aquiles.
Charles Perrault vivió en la Francia del siglo XVII.
Para afirmarse en el poder, Luis XIV tuvo que dominar las rebeliones de la
nobleza y de la burguesía emergente. Ambas defendían sus prerrogativas. Los
burgueses habían dominado espacio creciente en el comercio, los oficios y en el
ejercicio de las profesiones. Eran médicos, magistrados duchos en las leyes,
administradores de las grandes haciendas pertenecientes a aristócratas ausentistas.
Atesoraban el monopolio del saber y su aplicación práctica a la vida de la
sociedad. Bajo Luis XIV, sus conocimientos los hicieron indispensables en la
alta administración del Estado. Devinieron ministros de Hacienda: Colbert
impulsó la visión mercantilista de la economía; incorporó a los refinadísimos
artesanos productores de gobelinos a una fábrica estatal y los convirtió en
trabajadores asalariados.
El estudio de la historia es útil, aleccionador y
productivo cuando se entiende en términos de proceso complejo, a través de la
interacción de factores económicos, sociales y culturales, presentes todos en
el comportamiento de las clases sociales y en el universo recóndito de las
subjetividades. Todo parecía, durante el reinado de Luis XIV, instalado en el
mejor de los mundos posibles. El poder simbólico de la monarquía absoluta se
reflejaba en el palacio de Versalles. Nadie podía adivinarlo entonces, pero,
como silenciosa corriente subterránea, germinaban las ideas que animarían la
Revolución Francesa. En vísperas del estallido, Luis XVI colocaba su ministerio
de Hacienda en manos de otro burgués, Necker. Ya era demasiado tarde: los
abogaduchos de aldea, futuros jacobinos y girondinos, tenían demandas más
radicales. De los propósitos reformistas se pasaba a la acción revolucionaria.
Mucho después, ya en el siglo XIX, Víctor Hugo ponía
en boca de un personaje de una obra narrativa, palabras de notable agudeza.
Desde las torres de Nuestra Señora de París, al observar el panorama de la
ciudad y contemplar el pulular de estudiantes de la Sorbona, comentó que la
Universidad suplantaría el poder de la Iglesia, representada en las campanas de
la catedral. El poeta visionario intuía el vínculo entre conocimiento y
ejercicio de la dominación.
La realidad contemporánea confirma la validez de ese
precepto. En todos los planos de la vida. El acceso privilegiado a la formación
a través de la complicidad con las altas esferas de la política, se traduce en
fortunas millonarias para los especuladores en las bolsas de valores. El
monopolio de las patentes ampara las ganancias leoninas de las empresas
farmacéuticas.
A otra escala, el poder hegemónico transnacionalizado
consolida su dominio mediante una sofisticada batalla cultural respaldada por
investigaciones que no se limitan a las ciencias naturales y exactas. Abarcan
estudios en profundidad de la economía, la sociedad, la historia y las artes de
los países dependientes. Preconizan la muerte de las ideologías para imponer la
suya, enmascarada en términos de conocimiento verdadero, de verdad irrebatible
con visos de modernidad.
La revolución científico-técnica ha multiplicado un
proletariado intelectual, materia reciclable, ejecutora de tareas simples,
egresada de universidades concebidas como meras fábricas de fuerza de trabajo.
Para dar continuidad a un proyecto descolonizador, para defender los intereses
de nuestros pueblos y emprender una batalla cultural eficaz, la construcción de
un saber propio es condición irrenunciable.
Tomado de Juventud Rebelde.
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