Corrió la voz de que había huevos por la libre y en el mercadito de la barriada la mañana torció su apacible andar en agitado ritmo.
Comenzaba así la epopeya de descontar tiempo y espacio en la carrera para romper el estambre, momento de realización cuando sientes en las manos el leve y apreciado peso del cartón de posturas de gallina. Pero, dicho así al vuelo —imaginar que la faena transcurre tan rápido como entra una bola por la tronera— sería falsear esa realidad pespunteada por la incertidumbre de si los “cola-terales” a la cola te dejarán un resquicio para avanzar hasta la meta.
La impaciente serpentina humana de variados colores apenas crece hacia atrás, revienta por los costados presionada por los “adjuntos” y su compañía, ruda maraña de aspirantes al premio forcejeando en la cabeza de la fila, imponiendo su gardeo a presión encimados al mostrador. A ultranza violan el orden, la decencia, el respeto y el derecho de quienes persisten en preservar su turno.
Tan irrespetuosos son estos protagonistas de la guapería barriotera, que hasta obvian al anciano apuntalado por un bastón llegado al lugar entre los primeros, quien aun cuando pudo hacer valer su condición de limitado físico motor, prefirió sumarse como uno más en su correspondiente puesto.
Ni la impaciencia por comprar el producto, ni la presunción de que puede acabarse antes de que podamos alcanzarlo justifican dar paso a la ley de la selva. Sin embargo, en estos avatares de la venta de mercancías que por momentos suelen desaparecer del mercado, se crea una ebullición a la que en no pocas oportunidades contribuye el dependiente si le sirve hasta una decena de cartones de huevos a una misma persona, sabiendo que su destino no será únicamente el de alimentar a la familia.
Temprano en la mañana es costumbre ver a personas de la tercera edad en su disciplinada fila para adquirir el periódico. Muchos se sientan en el parque a leer las noticias, como también son muchos los encargados de llevar a casa las compras matinales, porque los padres del hogar cumplen su jornada laboral y los niños acuden a la escuela.
Entonces, si sabemos que cualquier cola puede estar nutrida de personas de la tercera edad, ¿entraña algún mérito vulnerar los derechos de estos abuelos? ¿Acaso no sería mejor auxiliarlos para facilitarles la gestión en lugar de violarles su puesto? De seguro, cualquiera de estos fortachones que obvian el orden establecido entre quienes están interesados en adquirir algún producto, igualmente tienen en casa a una madre, un abuelo, o una tía de avanzada edad, para quien reclama con celo el máximo respeto mientras cumple alguna gestión.
Los años no pasan por gusto, y aparejada a esta máxima tan repetida por aquellos que arribaron a algo más que el medio siglo de vida, debemos tomar conciencia de cómo se torna lenta su locomoción, también la visión y el oído no responden con la calidad de años precedentes. ¿Acaso quienes hoy muestran la lozanía de la juventud no piensan que algún día llegarán a la tercera edad?
Relaté al principio de estas líneas una experiencia de días atrás, pero de la misma manera estos “colados” los encontramos al tomar el ómnibus, en la taquilla del cine, a la entrada de cualquier espectáculo público, a la hora de comprar un medicamento en la farmacia, porque para ellos no existe la convivencia sana, asentada en el respeto a los demás; siempre andan apurados y les resulta demasiada pérdida de tiempo pedir el último para no entronizar la desorganización amiga —en no pocas ocasiones— de disgustos que pasan de la palabra a la agresión física.
Tomado de Granma.
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