Cenodis Odalys Cedeño Carballido nos
dejó, a los muchos que la queríamos, el 22 de diciembre pasado. Aunque desde
hacía tiempo estaba enferma, mantuvo un incesante deseo de comunicarse. Yo fui
de los afortunados que ella escogió como interlocutor, porque a menudo recibía
un correo de ella, siempre con el mismo encabezamiento : Saludito de Cenodis.
Hace unos días Ciro Benemelis, su inconsolable esposo y mi amigo de décadas, me hizo llegar esta narración, concluída por ella, según refiere, el 28 de enero de 2007.
Fue como recibir otro “saludito de Cenodis”, en este caso con implicaciones para mi insólitas. No es que no me hubiera percatado por algunos mensajes de que mi amiga poseía facilidad expresiva; es que no imaginé que entre sus ocupaciones estuviera hilvanar una historia con tantos detalles y significados.
Lo que ella cuenta es un resumen de su vida, desde la infancia hasta que se hizo adulta, en un período de años que, como ella bien califica, “fueron definitorios en la vida de la Nación”.
Esta historia me hizo pensar que algo de Cenodis que lindaba con lo maravilloso era el lugar en que nació: Barajagua, un poblado entre Holguín y Cueto, de donde son otras dos personas que también conozco. Este detalle me parece tremendo, porque ¿cómo es posible, en una ciudad como La Habana, conocer a tres personas de un lugar tan remoto y pequeño y que, además, no se traten de personas comunes sino de seres inolvidables?
De esto último me percaté sobre todo al final del cuento, cuando ella pronuncia el nombre de su amigo entrañable, héroe de la revolución cubana y mártir de la guerra de Angola. Y es que hasta ese preciso instante desconocía que nuestra amistad también estaba signada por haber conocido a esa persona. Ella desde su dura infancia y con la referencia de su evocada saya negra, y yo por haber coincidido y confraternizado con él sólo unos días antes de su muerte en combate.
Hace unos días Ciro Benemelis, su inconsolable esposo y mi amigo de décadas, me hizo llegar esta narración, concluída por ella, según refiere, el 28 de enero de 2007.
Fue como recibir otro “saludito de Cenodis”, en este caso con implicaciones para mi insólitas. No es que no me hubiera percatado por algunos mensajes de que mi amiga poseía facilidad expresiva; es que no imaginé que entre sus ocupaciones estuviera hilvanar una historia con tantos detalles y significados.
Lo que ella cuenta es un resumen de su vida, desde la infancia hasta que se hizo adulta, en un período de años que, como ella bien califica, “fueron definitorios en la vida de la Nación”.
Esta historia me hizo pensar que algo de Cenodis que lindaba con lo maravilloso era el lugar en que nació: Barajagua, un poblado entre Holguín y Cueto, de donde son otras dos personas que también conozco. Este detalle me parece tremendo, porque ¿cómo es posible, en una ciudad como La Habana, conocer a tres personas de un lugar tan remoto y pequeño y que, además, no se traten de personas comunes sino de seres inolvidables?
De esto último me percaté sobre todo al final del cuento, cuando ella pronuncia el nombre de su amigo entrañable, héroe de la revolución cubana y mártir de la guerra de Angola. Y es que hasta ese preciso instante desconocía que nuestra amistad también estaba signada por haber conocido a esa persona. Ella desde su dura infancia y con la referencia de su evocada saya negra, y yo por haber coincidido y confraternizado con él sólo unos días antes de su muerte en combate.
Silvio Rodríguez, Trovador. 21 de enero de 2016.
Mi saya negra
Por Cenodis Odalys
Cedeño Carballido
Si dividiéramos el análisis de la Historia de Cuba, en décadas, encontraríamos que cada etapa marcó trascendencias muy importantes en nuestras tradiciones patrias. Pero considero que los años 50 del Siglo XX fueron definitorios en la vida de la Nación y su futuro. El Moncada, el Granma, la Sierra, la lucha clandestina en las ciudades, el ataque al Palacio Presidencial, las invasiones de Camilo y el Che y el triunfo revolucionario del 1ro de Enero, entre otro hechos, han quedado en la memoria como esencias de nuestra definitiva lucha por la libertad, la independencia y la soberanía.
Si dividiéramos el análisis de la Historia de Cuba, en décadas, encontraríamos que cada etapa marcó trascendencias muy importantes en nuestras tradiciones patrias. Pero considero que los años 50 del Siglo XX fueron definitorios en la vida de la Nación y su futuro. El Moncada, el Granma, la Sierra, la lucha clandestina en las ciudades, el ataque al Palacio Presidencial, las invasiones de Camilo y el Che y el triunfo revolucionario del 1ro de Enero, entre otro hechos, han quedado en la memoria como esencias de nuestra definitiva lucha por la libertad, la independencia y la soberanía.
Yo había nacido
en Barajagua, poblado cercano a Cueto en la provincia de Holguin.
Mi padre había
fallecido en 1944, cuando yo tenía solo 2 años.
Mi madre quedó viuda, teniendo que hacerse cargo de 7 hijos entre 2 y 15
años, siendo yo la más pequeña. Mucha hambre y necesidades pasó toda la familia
y en algún momento nos trasladamos para San Germán, donde estaba uno de los
grandes centrales azucareros del país, tratando de encontrar mejores
horizontes. Algunas de mis hermanas, muy jóvenes aún, quedaron casadas en
Barajagua. Entonces, ya había cumplido 5 años.
Mi madre decide
emprender un viaje a La Habana, llevándome con ella, cuando ya había cumplido
13 años, en busca de mejores condiciones de vida, y no le queda más remedio que
emplearse de criada en una casa para poder paliar las necesidades y lograr su
objetivo superior de trasladar poco a poco a todos sus hijos para la
capital. Su vida amorosa la reinició con
un gallego que también laboraba en esa casa y que realmente fue para mí como
el padre que no había conocido.
El día que cumplía
los 15 años mi madre me dijo –Hija, le
pedí permiso a la señora de la casa para que pasaras tu cumpleaños allí
conmigo, porque no puedo dejar de trabajar. La “bondad” era con la orden de que
siempre permaneciera en la cocina.
El atuendo para ese
día era un vestidito rosado,
confeccionado para la ocasión. No dije
nada, pero al mirarme en el espejo me sentí ridícula. Hubiera preferido estar
en Barajagua con mis hermanas y hermanos, pero el cariño con que mi madre me
había hecho aquel vestidito y las noches que la pude observar cosiendo hasta
altas horas, después de un agotador día de trabajo; preferí callar.
Durante los primeros años, entre Barajagua y San
Germán, pude ver los más atroces
abusos de los terratenientes y guardias jurados contra la población: desalojos,
plan de machete y otras barbaridades,
típicas de aquellos regímenes de opresión y desprecio. Todo aquello se agravó
con el golpe de estado de Batista en 1952, cuando apenas había cumplido yo los
10 años. Ya a esa edad, si aún no tenía una clara conciencia de lo
que pasaba, los recuerdos están muy
claros en mi cabeza y nunca se me podrán olvidar. Mi madre, sin esposo, había
tenido que criar a todos sus hijos e hijas, en que la mayor no sobrepasaba los
15 años. Centavo a centavo se reunía lo que se podía para tratar de
comer, pagar la casa, y otras necesidades.
Mi madre muchas veces estaba pegada a una desvencijada
máquina de coser, haciendo algunas costuras que ayudaran a paliar aquella
miseria. Mis hermanas ayudaban en lo que podían pero la madre siempre
preocupada porque al día siguiente no faltaran a la deteriorada pero digna escuelita rural.
Recuerdo con
especial cariño a la profesora. Con ella aprendimos de Martí, Maceo, Céspedes,
Agramonte, Calixto García y muchos otros. Años después y con el triunfo
revolucionario, comprendí aún más las enseñanzas de Ana María, que era el
nombre de la maestra. Cuando leí por primera vez “La Historia me Absolverá” me parecía que
estaba oyendo a Ana Maria hablar de la Historia de Cuba y el papel de los
héroes.
Cuando llegué a
aquella casa de opulencia y fastuosidad, me deslumbré con sus cuidados
jardines, sus enredaderas, su fuente llena de pececitos y su entrada principal con puerta de madera
que ni en fotos o revistas había visto. De la casa por dentro solo conocí la
cocina. El primer saludo lo recibí de dos grandes perros que olfateaban mi
cuerpo mientras temblaba como una hoja.
Aquellos, monstruos para mí, eran casi de mi tamaño. En mi vida sólo
había visto perritos satos que pululaban en las casas de Barajagua y San Germán.
Mi madre,
Alejandrina, y al que ya consideraba mi padre, llamado Eugenio, unían quilito
a quilito para malvivir y poder
enviar algo para las familias que habían acogido en San Germán a mis hermanos y
hermanas , esperando mejores momentos en que se pudieran mandar a buscar. En
ocasiones mi madre llegaba al cuarto donde vivíamos con algunas ropas de uso,
regaladas por los filantrópicos dueños de aquella mansión, donde los perros
comían mejor que cualquiera de nosotros. Siempre había alguna batica o
vestidito para mí, al cual había que ajustarle algunas costuras porque ya con
mis quince años comenzaban a aparecer
las carnitas de la pubertad.
En otras ocasiones
me llevaron a la deslumbrante residencia, pero siempre en la cocina o en el traspatio, donde se lavaba y tendía la ropa; labor que
también hacía mi madre.
En una ocasión
sentí la voz de una de las niñas de la casa que llamaba –Aleja, Aleja, dígale a su niña que venga, y mi madre
asombrada y casi orgullosa me repetía, –es contigo, es contigo.
Salí a un amplio
comedor con una gran mesa de cristal y una lámpara en el centro, con tantos
bombillos como nunca había visto en mi vida, pero seguían las voces –Aleja,
Aleja, dígale a su niña que venga–. Caminé hasta la sala espaciosa y enorme,
donde me parecía que cabria 100 veces el cuartico donde mal dormíamos.
Butacones aterciopelados, mesas con decenas de adornos de la más fina
porcelana, cuadros, alfombras más mullidas que la lona de mi catre, una
escalera de mármol rosada que daba al piso superior y un pasamanos dorado,
pulcramente pulido, en que centelleaban las luces de una gran lámpara de cristal
en que colgaban cientos de “lágrimas” que no eran precisamente las que
habían salido de mis ojos cuando pensaba en mi terruño y los deseos de volver.
Las dos niñas,
paradas en el medio de aquella, sala sostenían entre sus brazos dos bulticos de
ropa usada (hoy diríamos reciclada) con diversas prendas de vestir. Las
primeras palabras de aquellas niñas de
12 y 13 años fueron: Pero que flaquita
está, –lo que me abochornó y bajé la
cabeza entre complejo e ira. –Esto es para ti por tus 15 años–, dijeron las
niñas casi al unísono y depositaron los bulticos en mis manos, mientras mi
madre detrás me susurraba –Dale las gracias, dale las gracias.
De momento, para mi
sorpresa, se acercaron y me dieron, cada una un beso, mientras escuchaba la
autoritaria voz de la madre que casi gritaba: –Mariela, Madelaine,
a sus cuartos.
En ese momento
sentí que esas niñas eran más tristes que yo, que su madre las maltrataba igual
que a mí, solo que con otros métodos, que sus vidas estaban encerradas en
una moralina que tarde o temprano
saldría a relucir en sus complejos y angustias. Mientras subían las marmóreas y
relucientes escaleras me miraban y sentí
su tristeza y su soledad, e incluso sus ganas de jugar conmigo. Solo atiné a
pasarme la mano por la mejilla agradeciendo aquellos besos dados. Recordé con
felicidad inaudita mi muñeca de trapo, llena de aserrín que apretaba contra mi
pecho con ternura infantil pero la más sincera. Escuché cuando la voz latosa de
la señora de la casa le recriminaba a mi
madre –Le he dicho muchas veces que cuando traiga a su hija debe permanecer en
la cocina.
Cuando abrí el
bulto de ropas encontré entre ellas una saya negra, ancha muy ancha, que fue
desde ese momento mi preferida. Me quedaba grande, pienso que muy grande, pero
no sé por cual razón le tome un cariño especial.
Ya a finales del
año 1957 pedí volver, aunque fuera por un tiempo, a San Germán y Barajagua.
Sentía una gran nostalgia por ver a mis hermanos y hermanas, conocer a sobrinos
que habían nacido, volver a bañarme en aquel rio de Barajagua, jugar de nuevo
entre las matas, ver la noche acercarse y observar cómo los candiles alumbraban
dentro de los bohíos. Disfrutar el silencio de la noche, o las sirenas del
Central, y el silbato de las locomotoras. Pudo mi madre, reunir algunos pesos y
cumplir mis deseos. Llegué al anochecer. El chofer y el conductor
conocían a mis hermanos y se depositó en ellos la responsabilidad de cuidarme
y entregarme a mi familia. Así lo hicieron. Pero Barajagua ya no era la
misma. El río era apenas un riachuelo y en el ambiente solo se hablaba de los
barbudos, la Sierra y Fidel. Se conspiraba como en cualquier otro lugar.
Ahí supe del
asesinato del joven revolucionario Jorge Estevez y del estoicismo de su madre
al no dejar que nadie limpiara la sangre del cuerpo de su hijo y hacerlo ella
misma sin derramar una sola lagrima, pero en su rostro el odio y el desprecio
era evidente.
Cuántos recuerdos
de lo que habíamos aprendido con la profesora Ana María en San Germán, y muchas
otras con una profesora que tuve en La Habana, llamada Hildelisa. Mientras me
contaban estas cosas recordé a Mariana, la madre de los Maceo, o a la madre de
Calixto Garcia, que prefirió que el hijo se hubiese suicidado antes que
traicionar a su patria.
Por toda aquella
zona se enseñoreaba un gran asesino. El coronel batistiano Sosa Blanco. La
solidaridad entre los pobladores se hacía más evidente cuando él andaba por
esos lares destruyendo, quemando casas y
asesinando a cualquiera que ayudara a
los revolucionarios o que solo se sospechara su simpatía con ellos. Cuando solo
se imaginaban que Sosa Blanco andaría por aquella zona se decía: ¿qué pasa si
Sosa pasa?... Que quema todas las casas.
En más de una
ocasión los pobladores, al enterarse de su cercanía, huían con todos sus
“matules” hacia las montañas con lo que podían cargar y llevar en mulos,
caballos y carretones. Se desarrollaba entonces una enorme solidaridad entre
todos pues otros campesinos acogían en su bohío a los que huían, manteniéndolos
hasta que el tenebroso asesino pasara.
Casi siempre cuando volvían, encontraban sus casas y todas sus
pertenencias quemadas y lo poco que había quedado, destruido.
Pero Barajagua no
se rendía y de nuevo la conspiración y los actos de valentía. El pueblo estaba
consciente de que no se le podía dar a la tiranía ni un respiro.
En la visita a mi
pueblecito natal, tuve la oportunidad de reencontrarme a un joven
revolucionario muy carismático y cariñoso que evidentemente andaba en todos los
trajines de la resistencia. Lo recordaba de mi niñez. Búsqueda de medicinas,
ropas y la confección de brazaletes del 26 de Julio, y cualquier otro artículo
que se pudiera resolver para los guerrilleros. Siempre en las noches, jóvenes,
viejos y hasta niños, nos agrupábamos en la orilla del pequeño riachuelo para
confeccionar los brazaletes, banderas e incluso restaurar algunas ropas usadas.
En una ocasión mi
amigo, que dirigía todas las acciones, planteó la necesidad de buscar telas
rojas y negras para la confección de los símbolos del 26 de Julio. Inmediatamente recordé la saya negra que me
habían regalado y corrí a buscarla. No la encontré. Le pregunté a mi hermana y
me dijo no saber. Revolví todo el bohío y nada.
El alma se me salió del cuerpo porque de momento en aquella saya vi mi
mayor entrega y colaboración. Quería darle la sorpresa a mi amigo pero no fue
posible. Quedé siempre con la duda de si la había dejado en La Habana. Seguí
preguntando e indagando, pero tuve la callada por respuesta, o simplemente un
“no sabemos”.
Mi joven –casi tan
joven como yo– amigo, conversaba mucho conmigo y hablaba de Fidel, del futuro
de la Patria, y de que cuando triunfara la Revolución nada sería igual. Yo le
contaba las experiencias en La Habana. El Capitolio, las grandes avenidas, la cantidad
de autos, los tranvías, las guaguas, y
me escuchaba muy atento y me decía –Algún día
tu me llevarás de la mano por esa avenidas y montaré contigo los
tranvías y las guaguas y estudiaremos juntos, pero primero tenemos que luchar
por la libertad de Cuba.
Me sorprendía, pese
a su edad, la madurez en lo que explicaba.
Le hablé de lo que
hacían mis padres en la capital y de cómo la señora de la casa los trataba con
refinado maltrato, de cómo los perros comían mejor que cualquier ser
humano y le comenté el encuentro con las
hijas y por supuesto las ropitas regaladas y entre ellas la saya negra, que me
parecía tenerla en la maleta, pero que se quedó, y cómo esa prenda me había
gustado por lo fina y suave que era su tela.
Me observó
detenidamente y me dijo:
–Las cosas
materiales tienen su importancia, pero más importantes son los
sentimientos. Aquel día, en que te
regalaron las ropitas, lo más noble y
lindo fue lo que pensaste de esas niñas a pesar de la opulencia y los brillos. No dejes que la mirada de
ellas, ese día, deje de acompañarte, ellas son tan víctimas como tú.
En un amanecer de
los primeros días de 1958, había un gran alboroto en Barajagua y en los pueblos cercanos,
Policías, camiones con soldados, carreteras cerradas, detenidos y torturados, Todo el mundo se preguntaba ¿qué pasa, qué pasa? Cuando de momento una
voz gritaba: –Han puesto una enorme
bandera del 26 de Julio en el Central– y repetía la noticia con alegría que nos
contagiaba a todos. En la necesaria discreción, todos disfrutábamos aquel acto
que era de osada valentía y sin lugar a dudas un duro revés para la represión
batistiana en la zona. Era un triunfo de los revolucionarios.
Días después, mi
madre me mandó a buscar preocupada por mi seguridad y triste por la ausencia.
No pude despedirme del joven amigo. Andaba escondido huyendo de los sicarios.
Pensé, sin lugar a dudas, que él tenía que ver con la bandera del Central. A lo
mejor ya estaba en la Sierra con Fidel.
Cuando llegué a
La Habana, lo primero que hice fue
buscar mi saya negra y mi madre me aseguraba que me la había llevado. Olvidé la
pérdida y me dediqué a estudiar
Secretariado y otras especialidades que me permitieran ayudar a mi madre
e incluso sacarla de aquella casa.
Vino el triunfo de
la revolución y como la gran mayoría reí,
lloré y evoqué mucho a mi amigo y
sus consejos. Fidel habló en Columbia y cuando lo escuchaba, entre aquella
muchedumbre enardecida y feliz, recordé de nuevo al amigo joven. Me parecía
escucharlo en sus sueños de mejor vida, pero también me di cuenta que la lucha
continuaría contra un enemigo más poderoso que la dictadura batistiana. Muchos
sueños se harían realidad pero entre alegrías
y angustias andaríamos.
Mi vida cambió por
completo y me sentí útil y respetada; estudié
y tenía trabajo, me hice miliciana. Pude decirle a mi madre que dejara de ser
criada y mi noble padrastro comenzó a trabajar como cocinero en la gran Ciudad
Escolar Libertad, que otrora fuera el
cuartel Columbia, la mayor fortaleza
militar de la dictadura y que fue ocupada por Camilo Cienfuegos y su tropa.
Allí hablo Fidel y preguntó –¿Voy bien Camilo?–
y las palomas de la paz y la esperanza se posaron en su hombro.
En algún momento me
pregunté, qué sería de aquella familia para la cual trabajara mi madre. ¿Y
las niñas?, aquellas que después, cuando estudié, recordé en “Las
Meninas” de Goya. Mi madre me había comentado que creía que habían abandonado
el país, pero la curiosidad fue más fuerte y partí para la casa. Cuando llegué
al lugar un vocerío juvenil llenaba el
ambiente. Muchas muchachas, casi niñas todas, disfrutaban aquel lugar. Sus caritas prietas del sol, sus manos
aún callosas del andar campesino, sus sonrisas francas y sinceras, sus temores
de lo desconocido.
Me acerqué a un
grupo de ellas y a varias preguntas me respondieron, –Yo soy de El Purial,
vengo del Pico Turquino, yo de Mayarí, Buey Arriba. Nos trajeron a alfabetizarnos, y a estudiar corte y costura.
Aquel encuentro me dejó anonadada y disfruté
con más fuerza que nunca el recuerdo de mi joven amigo.
Una tarde, en los
primeros años de la década del 70, tocaron a la puerta de mi casa. ¡Sorpresa!
Era mi joven amigo, vestido de verde olivo, cambiado por los años y la lucha
pero aún con el brillo en sus ojos de sueños y utopías realizadas. Luego de
cariñosos besos y abrazos y pasado un rato del impacto, me comentó:
–Me voy para una
misión internacionalista, pero antes tenía que verte. No te he olvidado y
siempre te he recordado con mucho cariño. Además tenía un compromiso moral al
cual no podía faltar. ¿Recuerdas aquella gran bandera del 26 de Julio que
apareció, una mañana en el Central? –Si la recuerdo, respondí; y entonces me
confesó: –La parte negra de esa bandera era tu saya.
Meses después me llegó la triste noticia de que el revolucionario, mi joven amigo Aridez Estevez, había caído heroicamente combatiendo en Angola.
Meses después me llegó la triste noticia de que el revolucionario, mi joven amigo Aridez Estevez, había caído heroicamente combatiendo en Angola.
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