Por: Alberto Faya •
14 de Abril del 2016
Se ha dicho
en más de una ocasión que el pueblo que no conoce su historia termina viviendo
su pasado una y otra vez. Como ciencia social, esta constituye uno de los
pilares sobre los cuales deberá levantarse el conocimiento más profundo de
nuestro acervo y desde ello trazar los más adecuados caminos al futuro.
En el
minucioso recuento de los estudios históricos realizados en Cuba por José
Antonio Rodríguez Ben: Cronología Crítica de la Enseñanza Oficial de la
Historia en Cuba antes de 1959, se evidencia la orientación de estos saberes
entonces. Salvo excepciones, tendían a reproducir concepciones de la enseñanza
de esta disciplina atadas a un pensamiento dependiente de las metrópolis,
seguidor de los cánones europeizantes que nos han llevado a una concepción de
la historia universal generalizada y, a la vez, muy limitada por sus
presupuestos coloniales primero y neocoloniales después.
No basta con
que en su formidable ensayo Nuestra América, José Martí, una de las
mentes más ilustradas del mundo de su época, señalara los peligros de la
colonialidad: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el
sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores». Y luego
en una metáfora de enorme fuerza nos alertara sobre el violento alcance del
colonialismo: «El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la
presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire…. No se le
oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo».
La Revolución
Cubana ha constituido el «fogonazo» más impresionante y trascendental de
nuestra historia patria, pero el tigre continúa vivo acercándose con sus
«zarpas de terciopelo».
Como si
fuera poca la fuerza de tal propuesta enfatizada por su hermosa manera de
escribir, el Apóstol se torna directo, al referirse a las hermanas naciones del
continente: «La colonia continuó viviendo en la república...». ¿Hemos superado
del todo lo que Martí expresara hace tantos años? Lo cierto es que aún vive
entre nosotros, aún no hemos matado al tigre cuyos pasos se manifiestan en
múltiples expresiones públicas de nuestros medios y hasta en concepciones de la
enseñanza.
El propio
Martí, en el ensayo mencionado que data ya de poco más de 125 años, nos propone
un lineamiento que aún no ha sido cumplido: «La historia de América, de los
incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes
de Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria».
No es menos
cierto que numerosas publicaciones han sido realizadas con ese propósito, como
los esfuerzos de Pedro Deschamps Chapeaux y Juan Pérez de la Riva, expresados
en su Contribución a la Historia de la Gente sin Historia (La Habana
1974). Existen también formidables libros como El Ingenio, de Manuel
Moreno Fraginals; el iluminador ensayo Calibán, de Roberto Fernández
Retamar, y obras de otros importantes historiadores cubanos, cuya mención haría
interminable la lista. Sin embargo, los programas de enseñanza de la historia
no han alcanzado las necesidades que el fomento de un pensamiento anticolonial,
imprescindible para el desarrollo de la Revolución Cubana, demanda.
A pesar de
haber cultivado hábitos de lectura y desarrollado una impresionante feria del
libro, con propósitos revolucionarios y descolonizadores, la última edición nos
mostró el avance de aquello que una vez se definió como cultura de masas.
Nuestros
medios de comunicación masiva como la televisión, y aun la radio, necesitan que
su programación permita a nuestra gente conocer al dedillo la historia y cultura
esenciales de los pueblos y más importante aún: disfrutarlas. Hemos vivido
invadidos por conceptos, imágenes y sonidos de culturas dominantes
(hegemónicas, diría Antonio Gramsci) y ello nos ha obstaculizado el esencial
despertar que apuntaba Martí.
Sin negar el
valor de las tecnologías en aras del desarrollo, creo que la creciente
influencia de otros medios más contemporáneos como videos, teléfonos
inteligentes e Internet, obstaculizan en ocasiones una buena orientación
cultural. Globalmente responden a intereses puramente mercantiles, los cuales
constantemente nos proponen modelos que no nos permiten el más adecuado
conocimiento de la historia y de la cultura de los pueblos del mundo.
A la vez,
estos medios contribuyen notablemente a la creación de pensamientos, gustos y
preferencias, detrás de los que no hay otros propósitos que el enriquecimiento
de sus productores, con las implicaciones que ello acarrea. Lo que hoy no
seamos capaces de prever e inteligentemente detener, nos golpeará mañana con
toda la fuerza de necesidades inducidas y generadoras de hábitos y costumbres a
tono con los más espurios intereses mercantiles.
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