martes, 6 de septiembre de 2016

Bur(r)ocracia

Hace calor. Mucho. Por momentos, insoportable. Ha estado allí por más de dos horas. Es­perando. Apenas imagina el largo camino que le espera, meses incluidos, en las salas de esa oficina habanera. Ha ido para iniciar un trámite de Vivienda. Y la dilación empieza: un papel la lleva a otro, y este a un tercero… los plazos comienzan a agotarse, la paciencia de Ta­mara, igual.
En esa misma encrucijada se ve él, más al centro del país, en la Oficoda. Cuando cree que todo ha terminado, uno de los primeros documentos ha expirado ya. Entre un ejemplo y otro, llega a nuestra redacción la carta de un lector, quien —de trámite en trámite y de espera en espera— ha visto repetirse ante sus ojos una versión moderna del cue­nto de la buena Pipa, para caer en una reflexión: “lo que más me molesta no es solo lo improductivos que fueron ellos, sino lo improductivo que me obligaron a ser”. Pa­re­ciera que los tres casos se encapricharan en re­editar escenas del filme cubano La muerte de un burócrata. Y se destapan así las intertextualidades con Josef K., el protagonista de El Proceso, de Franz Kafka, que sin saber cómo o por qué, debe encarar una causa sin causa que le llevará a la muerte. Sin saber, re­pito, por qué.
“El arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”. Trece palabras que catalizan el efecto más inmediato de una tendencia social, “legítima” como práctica, infructuosa como vía, in­solente como fin.
Entre más trato de ilustrarla, de buscarle un símil humano, solo puedo imaginármela co­mo un gran apéndice. De más en el cuerpo, na­die sabe por qué está ahí, pero simplemente es­tá. Solo consigue arrancársele cuando se in­fecta, cuando duele de manera irresistible. Cuando molesta. Así de insensata se plantea la burocracia excesiva (el burocratismo), de país en país, para suerte de sus apologetas y fa­talismo de quienes deben —sin alternativa— zambullirse y bracear en sus aguas pa­ra sellar un asunto, lograr una meta. Tocar tierra firme.
Tiene pasaporte internacional. Por ello se mueve de un lado a otro, a 360 grados y se sa­be universal. Dicen que la burocracia en sí, sin apellidos, es necesaria. Sirve para po­ner orden, para darle lógica a los “días hábiles” de las instituciones, para establecer un de­rrotero coherente a la resolución legal de un problema, para formalizar un acto o relación co­­tractual, grosso modo.
Lo triste es cuando, aferrada al extremo de las exageraciones, satiriza la inteligencia hu­mana —y social—, la simplifica; cuando apla­za lo oportuno. Cuando institucionaliza la pró­rroga por respuesta y el cansancio como re­sultado… cual si coleccionara frustraciones. Lo que más duele es el trámite por el trámite. Y el tiempo con él perdido.
Cuando eso sucede, sea cual sea la geografía, todo parece reducirse a la petulancia al­tanera del burócrata, en una punta de la cuerda, y el derecho aplastado del que ha sido bu­ro­cratizado, en el otro remate. Ese es el sín­toma que más remite a la “crónica anunciada” del genocidio de la inteligencia colecti­va, a ma­nos de una mediocridad rayana en la Burro-cracia.
Así, tajante, con ese último término, la definió un amigo —cho­fer con sapiencia popular mayúscula— al calibrar esta acepción que de­­safía diccionarios y se torna título de mis pá­rrafos, cual poder del asno y antónimo su­perlativo de la perspicacia.
De un burocratismo redundante, bueno pa­ra poco (más bien para nada), especialista en “distender los momentos” —co­­mo lo catapultó Buena Fe—. Estéril. De eso va esta reflexión.
Quedan muchos burócratas que alimentan el oportunismo. O comen —viven— de él. En un ambiente que muchas veces empodera el papeleo e incluso lo modela en actividad lu­cra­tiva, suelen legitimarse las dilaciones innecesarias. Absurdas.
Parecería que antes de reunir el dinero para hacer una obra constructiva en casa, o con an­­telación inaudita a contraer matrimonio, debería pedirse el último en la cola interminable del trámite para revalidar lo obvio: el he­cho. El que haya tenido algún día que solicitar un documento oficial, legalizarlo o apostillarlo (y quizá hasta traducirlo, según el ca­so), no me dejará mentir.
En la Cuba de estos tiempos —y de to­dos—, como en cualquier sociedad, no debemos aferrarnos, porque sí, ni seguirle el juego a ese artilugio de hacer engorroso lo simple. No critico los márgenes prudenciales de tiempo para una diligencia, siempre y cuando sean razonables; siempre y cuando respeten lo instituido; siempre y cuando no sean ga­nancia para una “exigua minoría” y costuras fallidas en el bolsillo de unos cuantos. O bofetada para los derechos de todos.
Si llegara a enarbolarse cual bandera para jus­tificar arbitrariedades, no puede menos que ponérsele al desnudo, al escarmiento pú­blico.
Una certificación de nacimiento —como un acta de defunción— suele perder su vigencia hoy, a los efectos de algunas mentes obtusas, incluso aunque se nazca una sola vez. Aun­que se muera un único día. Y la ley y la lógica reconozcan su validez en el tiempo.
Vale buscar respuestas en las arterias paralelas, pues detrás de la actualización de los pla­­zos de vigencia burocráticamente establecidos, hay un pago, unas cuantas colas y un saco roto de horas perdidas. Peor todavía: de­trás de cada trámite que se sabe lento, hay quienes ganan mediante “el arte” de acortar distancias si hay billetes de por medio. En­tonces las barreras de los “días hábiles” parecen pecar de nimias. Lo que institucionalmente te tomaría semanas puede resolverse “de un día para otro”, y la eficacia profesional pa­rece despertarse y suplantar —de cuajo— al achatamiento improductivo de esta nociva práctica y sus mecanismos.
Acepto la burocracia necesaria (si pudiera llamársele así). Pero la otra, la que sirve de te­cho y escudo a los burócratas empedernidos, no solo la denuncio. La aborrezco.
Apelo en­tonces a la emancipación de la audacia, del ra­ciocinio humano, capaces de sepultar el pa­peleo por el papeleo y el tiempo infértil. Ca­paces también de destronar al bur(r)ocratismo rancio, que parece viajar con la saeta in­versa a la lógica de la dialéctica sociohistórica. O lo que es igual, involucionar.
Dice un sitio digital que los burócratas están vivos. Quiero creer que seremos lo suficientemente astutos, como especie, para ponerle fecha de caducidad efectiva a la caja de cartón que los exhibe, al por mayor, desde cualquier vitrina. La burocracia ampulosa no solo posterga los sueños como individuos, también suspende en el tiempo las metas como sociedad.
Tomado de Granma.

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