Hace calor. Mucho. Por momentos, insoportable. Ha
estado allí por más de dos horas. Esperando. Apenas imagina el largo
camino que le espera, meses incluidos, en las salas de esa oficina
habanera. Ha ido para iniciar un trámite de Vivienda. Y la dilación
empieza: un papel la lleva a otro, y este a un tercero… los plazos
comienzan a agotarse, la paciencia de Tamara, igual.
En esa misma encrucijada se ve él, más al centro del país, en la Oficoda. Cuando cree que todo ha terminado, uno de los primeros documentos ha expirado ya. Entre un ejemplo y otro, llega a nuestra redacción la carta de un lector, quien —de trámite en trámite y de espera en espera— ha visto repetirse ante sus ojos una versión moderna del cuento de la buena Pipa, para caer en una reflexión: “lo que más me molesta no es solo lo improductivos que fueron ellos, sino lo improductivo que me obligaron a ser”. Pareciera que los tres casos se encapricharan en reeditar escenas del filme cubano La muerte de un burócrata. Y se destapan así las intertextualidades con Josef K., el protagonista de El Proceso, de Franz Kafka, que sin saber cómo o por qué, debe encarar una causa sin causa que le llevará a la muerte. Sin saber, repito, por qué.
“El arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”. Trece palabras que catalizan el efecto más inmediato de una tendencia social, “legítima” como práctica, infructuosa como vía, insolente como fin.
Entre más trato de ilustrarla, de buscarle un símil humano, solo puedo imaginármela como un gran apéndice. De más en el cuerpo, nadie sabe por qué está ahí, pero simplemente está. Solo consigue arrancársele cuando se infecta, cuando duele de manera irresistible. Cuando molesta. Así de insensata se plantea la burocracia excesiva (el burocratismo), de país en país, para suerte de sus apologetas y fatalismo de quienes deben —sin alternativa— zambullirse y bracear en sus aguas para sellar un asunto, lograr una meta. Tocar tierra firme.
Tiene pasaporte internacional. Por ello se mueve de un lado a otro, a 360 grados y se sabe universal. Dicen que la burocracia en sí, sin apellidos, es necesaria. Sirve para poner orden, para darle lógica a los “días hábiles” de las instituciones, para establecer un derrotero coherente a la resolución legal de un problema, para formalizar un acto o relación cotractual, grosso modo.
Lo triste es cuando, aferrada al extremo de las exageraciones, satiriza la inteligencia humana —y social—, la simplifica; cuando aplaza lo oportuno. Cuando institucionaliza la prórroga por respuesta y el cansancio como resultado… cual si coleccionara frustraciones. Lo que más duele es el trámite por el trámite. Y el tiempo con él perdido.
Cuando eso sucede, sea cual sea la geografía, todo parece reducirse a la petulancia altanera del burócrata, en una punta de la cuerda, y el derecho aplastado del que ha sido burocratizado, en el otro remate. Ese es el síntoma que más remite a la “crónica anunciada” del genocidio de la inteligencia colectiva, a manos de una mediocridad rayana en la Burro-cracia.
Así, tajante, con ese último término, la definió un amigo —chofer con sapiencia popular mayúscula— al calibrar esta acepción que desafía diccionarios y se torna título de mis párrafos, cual poder del asno y antónimo superlativo de la perspicacia.
De un burocratismo redundante, bueno para poco (más bien para nada), especialista en “distender los momentos” —como lo catapultó Buena Fe—. Estéril. De eso va esta reflexión.
Quedan muchos burócratas que alimentan el oportunismo. O comen —viven— de él. En un ambiente que muchas veces empodera el papeleo e incluso lo modela en actividad lucrativa, suelen legitimarse las dilaciones innecesarias. Absurdas.
Parecería que antes de reunir el dinero para hacer una obra constructiva en casa, o con antelación inaudita a contraer matrimonio, debería pedirse el último en la cola interminable del trámite para revalidar lo obvio: el hecho. El que haya tenido algún día que solicitar un documento oficial, legalizarlo o apostillarlo (y quizá hasta traducirlo, según el caso), no me dejará mentir.
En la Cuba de estos tiempos —y de todos—, como en cualquier sociedad, no debemos aferrarnos, porque sí, ni seguirle el juego a ese artilugio de hacer engorroso lo simple. No critico los márgenes prudenciales de tiempo para una diligencia, siempre y cuando sean razonables; siempre y cuando respeten lo instituido; siempre y cuando no sean ganancia para una “exigua minoría” y costuras fallidas en el bolsillo de unos cuantos. O bofetada para los derechos de todos.
Si llegara a enarbolarse cual bandera para justificar arbitrariedades, no puede menos que ponérsele al desnudo, al escarmiento público.
Una certificación de nacimiento —como un acta de defunción— suele perder su vigencia hoy, a los efectos de algunas mentes obtusas, incluso aunque se nazca una sola vez. Aunque se muera un único día. Y la ley y la lógica reconozcan su validez en el tiempo.
Vale buscar respuestas en las arterias paralelas, pues detrás de la actualización de los plazos de vigencia burocráticamente establecidos, hay un pago, unas cuantas colas y un saco roto de horas perdidas. Peor todavía: detrás de cada trámite que se sabe lento, hay quienes ganan mediante “el arte” de acortar distancias si hay billetes de por medio. Entonces las barreras de los “días hábiles” parecen pecar de nimias. Lo que institucionalmente te tomaría semanas puede resolverse “de un día para otro”, y la eficacia profesional parece despertarse y suplantar —de cuajo— al achatamiento improductivo de esta nociva práctica y sus mecanismos.
Acepto la burocracia necesaria (si pudiera llamársele así). Pero la otra, la que sirve de techo y escudo a los burócratas empedernidos, no solo la denuncio. La aborrezco.
Apelo entonces a la emancipación de la audacia, del raciocinio humano, capaces de sepultar el papeleo por el papeleo y el tiempo infértil. Capaces también de destronar al bur(r)ocratismo rancio, que parece viajar con la saeta inversa a la lógica de la dialéctica sociohistórica. O lo que es igual, involucionar.
Dice un sitio digital que los burócratas están vivos. Quiero creer que seremos lo suficientemente astutos, como especie, para ponerle fecha de caducidad efectiva a la caja de cartón que los exhibe, al por mayor, desde cualquier vitrina. La burocracia ampulosa no solo posterga los sueños como individuos, también suspende en el tiempo las metas como sociedad.
Tomado de Granma.
En esa misma encrucijada se ve él, más al centro del país, en la Oficoda. Cuando cree que todo ha terminado, uno de los primeros documentos ha expirado ya. Entre un ejemplo y otro, llega a nuestra redacción la carta de un lector, quien —de trámite en trámite y de espera en espera— ha visto repetirse ante sus ojos una versión moderna del cuento de la buena Pipa, para caer en una reflexión: “lo que más me molesta no es solo lo improductivos que fueron ellos, sino lo improductivo que me obligaron a ser”. Pareciera que los tres casos se encapricharan en reeditar escenas del filme cubano La muerte de un burócrata. Y se destapan así las intertextualidades con Josef K., el protagonista de El Proceso, de Franz Kafka, que sin saber cómo o por qué, debe encarar una causa sin causa que le llevará a la muerte. Sin saber, repito, por qué.
“El arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”. Trece palabras que catalizan el efecto más inmediato de una tendencia social, “legítima” como práctica, infructuosa como vía, insolente como fin.
Entre más trato de ilustrarla, de buscarle un símil humano, solo puedo imaginármela como un gran apéndice. De más en el cuerpo, nadie sabe por qué está ahí, pero simplemente está. Solo consigue arrancársele cuando se infecta, cuando duele de manera irresistible. Cuando molesta. Así de insensata se plantea la burocracia excesiva (el burocratismo), de país en país, para suerte de sus apologetas y fatalismo de quienes deben —sin alternativa— zambullirse y bracear en sus aguas para sellar un asunto, lograr una meta. Tocar tierra firme.
Tiene pasaporte internacional. Por ello se mueve de un lado a otro, a 360 grados y se sabe universal. Dicen que la burocracia en sí, sin apellidos, es necesaria. Sirve para poner orden, para darle lógica a los “días hábiles” de las instituciones, para establecer un derrotero coherente a la resolución legal de un problema, para formalizar un acto o relación cotractual, grosso modo.
Lo triste es cuando, aferrada al extremo de las exageraciones, satiriza la inteligencia humana —y social—, la simplifica; cuando aplaza lo oportuno. Cuando institucionaliza la prórroga por respuesta y el cansancio como resultado… cual si coleccionara frustraciones. Lo que más duele es el trámite por el trámite. Y el tiempo con él perdido.
Cuando eso sucede, sea cual sea la geografía, todo parece reducirse a la petulancia altanera del burócrata, en una punta de la cuerda, y el derecho aplastado del que ha sido burocratizado, en el otro remate. Ese es el síntoma que más remite a la “crónica anunciada” del genocidio de la inteligencia colectiva, a manos de una mediocridad rayana en la Burro-cracia.
Así, tajante, con ese último término, la definió un amigo —chofer con sapiencia popular mayúscula— al calibrar esta acepción que desafía diccionarios y se torna título de mis párrafos, cual poder del asno y antónimo superlativo de la perspicacia.
De un burocratismo redundante, bueno para poco (más bien para nada), especialista en “distender los momentos” —como lo catapultó Buena Fe—. Estéril. De eso va esta reflexión.
Quedan muchos burócratas que alimentan el oportunismo. O comen —viven— de él. En un ambiente que muchas veces empodera el papeleo e incluso lo modela en actividad lucrativa, suelen legitimarse las dilaciones innecesarias. Absurdas.
Parecería que antes de reunir el dinero para hacer una obra constructiva en casa, o con antelación inaudita a contraer matrimonio, debería pedirse el último en la cola interminable del trámite para revalidar lo obvio: el hecho. El que haya tenido algún día que solicitar un documento oficial, legalizarlo o apostillarlo (y quizá hasta traducirlo, según el caso), no me dejará mentir.
En la Cuba de estos tiempos —y de todos—, como en cualquier sociedad, no debemos aferrarnos, porque sí, ni seguirle el juego a ese artilugio de hacer engorroso lo simple. No critico los márgenes prudenciales de tiempo para una diligencia, siempre y cuando sean razonables; siempre y cuando respeten lo instituido; siempre y cuando no sean ganancia para una “exigua minoría” y costuras fallidas en el bolsillo de unos cuantos. O bofetada para los derechos de todos.
Si llegara a enarbolarse cual bandera para justificar arbitrariedades, no puede menos que ponérsele al desnudo, al escarmiento público.
Una certificación de nacimiento —como un acta de defunción— suele perder su vigencia hoy, a los efectos de algunas mentes obtusas, incluso aunque se nazca una sola vez. Aunque se muera un único día. Y la ley y la lógica reconozcan su validez en el tiempo.
Vale buscar respuestas en las arterias paralelas, pues detrás de la actualización de los plazos de vigencia burocráticamente establecidos, hay un pago, unas cuantas colas y un saco roto de horas perdidas. Peor todavía: detrás de cada trámite que se sabe lento, hay quienes ganan mediante “el arte” de acortar distancias si hay billetes de por medio. Entonces las barreras de los “días hábiles” parecen pecar de nimias. Lo que institucionalmente te tomaría semanas puede resolverse “de un día para otro”, y la eficacia profesional parece despertarse y suplantar —de cuajo— al achatamiento improductivo de esta nociva práctica y sus mecanismos.
Acepto la burocracia necesaria (si pudiera llamársele así). Pero la otra, la que sirve de techo y escudo a los burócratas empedernidos, no solo la denuncio. La aborrezco.
Apelo entonces a la emancipación de la audacia, del raciocinio humano, capaces de sepultar el papeleo por el papeleo y el tiempo infértil. Capaces también de destronar al bur(r)ocratismo rancio, que parece viajar con la saeta inversa a la lógica de la dialéctica sociohistórica. O lo que es igual, involucionar.
Dice un sitio digital que los burócratas están vivos. Quiero creer que seremos lo suficientemente astutos, como especie, para ponerle fecha de caducidad efectiva a la caja de cartón que los exhibe, al por mayor, desde cualquier vitrina. La burocracia ampulosa no solo posterga los sueños como individuos, también suspende en el tiempo las metas como sociedad.
Tomado de Granma.
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