Graziella Pogolotti •
10 de Septiembre del 2016
Ni en barco de guerra, ni en tren militar. El corrido mexicano anduvo
por el mundo impulsado por una revolución que, después de la
literatura modernista, definía la voz propia de Nuestra América. Esta
vez, eran los de abajo. Por eso resultó tan afortunado el título de la
novela clásica de Mariano Azuela. El inmenso país, todavía extenso, a
pesar de la mutilación infligida por su vecino del norte, cristalizaba
en el cruce de dos figuras míticas. Una de ellas, Pancho Villa, se
desplazaba desde el norte. La otra, Emiliano Zapata, llegaba desde el
siempre sufrido sur. Hombres de la tierra, ambos cayeron víctimas de la
traición.
La revolución mexicana inspiró un poderoso movimiento cultural que
traspasó las fronteras del país. Las obras de Diego Rivera, Orozco y
Siqueiros invadieron los muros de las instituciones públicas. Todavía
provinciana, la ciudad de México albergó artistas e intelectuales de
todas partes. José Vasconcelos patrocinó ediciones populares de los
clásicos. A pesar de los conflictos internos, el general Lázaro Cárdenas
desarrolló iniciativas que concitaron el respeto de los movimientos
populares y de los intelectuales progresistas. Nacionalizó el petróleo.
Entregó tierras a los campesinos. Acogió a la España republicana de
manera generosa y benefició de ese modo al país con el aporte de los
emigrados en el plano de las ideas, mediante su trabajo en las
Universidades, en las editoriales y en el prestigioso Colegio de México.
Sin embargo, la antigua oligarquía cedió paso a una burguesía
emergente. La base campesina se resquebrajó. El movimiento obrero cayó
en manos de los llamados sindicatos charros. Los 50 del pasado siglo
mostraron una significativa contribución de la antropología y al estudio
de las culturas prehispánicas. Con dos brevísimos libros, Juan Rulfo se
convertía en uno de los maestros de la nueva narrativa latinoamericana.
Madura en el oficio, una nueva generación de escritores reafirmaba con
fuerza una mirada hacia adentro. Se propusieron documentar la realidad
del país y plantearon una relectura crítica del proceso revolucionario.
Una política proteccionista animó la vida industrial nacional.
La transformación de la sociedad y el consiguiente crecimiento de un
poder económico privado junto a la desaparición de los líderes populares
representantes de los de abajo condujo a la revolución mexicana a
definir un programa nacionalista burgués. El proceso desembocó en la
firma del tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Símbolo
impactante de la nueva realidad, las tierras definidas por su cultura
del maíz han devenido importadora de cereal. Desde que José María
Heredia vivió un exilio productivo en el país vecino, los cubanos hemos
tenido un vínculo cultural y sentimental con México. Ahora, más que
nunca, el proceso histórico de la nación suscita una meditación que debe
comprometer el pensamiento de izquierda de Nuestra América. A pesar de
tantos reveses sufridos, los movimientos populares irrumpieron con
fuerza a partir de los 90 del pasado siglo. Por primera vez, con matices
diferentes, la voluntad transformadora se expandía a un conjunto de
países con extensísimos territorios de enormes riquezas, aleccionados
también por la violencia de las dictaduras articuladas, como nunca antes
a nivel continental. Así pudo derrocarse el ALCA y se diseñaron
proyectos de efectiva colaboración entre nuestros países.
Los obstáculos que se interponen en el camino de la edificación de
sociedades proyectadas hacia el mejoramiento humano son de variada
naturaleza. El imperialismo ha tomado el rostro de la globalización
neoliberal capitalista. La crisis económica derivada de la explosión de
la burbuja financiera, puso los recursos gubernamentales en función del
salvataje de las instituciones bancarias. Entonces, los contribuyentes,
representantes de quienes perdieron casas y empleos, sufragaron el
rescate de sus victimarios. Las finanzas ejercen sus dominios en todos
los terrenos. El neoliberalismo constituye una doctrina económica.
Implica también una concepción del mundo, y una filosofía y,
paradójicamente, una ideología, aunque su muerte se proclame a escala
universal por tirios y troyanos.
El actual panorama de América Latina nos concierne a todos. Nuestras
vidas y el futuro de nuestros hijos dependen en gran medida de un
propósito integracionista, garantía de soberanía y de estabilidad
económica. La globalización neoliberal capitalista ha demostrado su
creatividad en la invención de fórmulas para socavar los gobiernos
populares. El poder financiero encierra en el manejo de los altibajos de
las bolsas de valores, un modo de desencadenar el pánico. El empleo de
la ciencia en el diseño de la comunicación de masas construye
subjetividades. Lo ocurrido en Brasil merece un estudio a fondo que
articule la influencia externa con el papel de las élites internas. El
conjunto de factores interdependientes y la corrupción galopante
conducen a la pérdida de fe, fuerza poderosa que mueve montañas,
mientras los partidos políticos tradicionales se desdibujan. Con nombres
diversos, incluida la socialdemocracia, responden a similar doctrina
neoliberal.
El rechazo a la ideología identificada a la vulgarización de la
propaganda conduce a la subestimación de la política, vinculada a la
demagogia y la corrupción. Son conceptos que circulan por la academia y
contaminan el lenguaje común. Corramos el riesgo de volver a los
orígenes de las cosas. Ideología equivale a pensamiento
etipológicamente, política procede de sociedad. Defender estas nociones
es tarea urgente para que la izquierda recupere su papel. Es uno de los
grandes desafíos del momento.
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