lunes, 26 de septiembre de 2016

Querido Rubén

La casualidad puso en mis manos los tres tomos del epistolario de Rubén Martínez Villena, el hombre que fue voz y mirada.
La publicación de un epistolario parecería un acto violatorio de la intimidad de quien, fallecido ya, no está en condiciones de defender su pequeño espacio personal. Es probable que para aquellos que vivieron con el propósito de ser útiles, esta consideración ética carece de sentido. De ese modo, sigue conversando con nosotros desde su humanidad más entrañable, la que todos compartimos en el amor, la enfermedad, la muerte que avanza sobre nosotros, la participación política y, como lo supieron Cervantes y Martí, la mezquindad hu­mana.
La casualidad puso en mis manos los tres tomos del epistolario de Rubén Martínez Villena, el hombre que fue voz y mirada. El tiempo transcurrido, la vida errante y las precauciones impuestas por la clandestinidad han dejado cráteres en una documentación valiosísima para conocer al hombre y su tiempo. Las cartas más numerosas son las enviadas a Asela, su compañera en la vida y en las luchas de entonces. Algunas están dirigidas a amigos y unas pocas a responsables partidistas.
Siempre me ha fascinado la figura des­lumbrante de Villena. Muchos evocan sus ojos. Así lo hace Carpentier en El recurso del método cuando el Estu­diante se en­frenta al Primer Magistrado. Ame­naza­do, este último derrama una retórica incontenible, espoleado ante la mirada silenciosa de su antagonista. Poco a poco ante la fuerza del alma, el dictador se derrumba. En la polémica provocada por un artículo con ribetes despectivos publicados por Jorge Mañach, Rubén dice que romperá sus versos. No es del todo cierto. Escribirá algunos cuando la necesidad interna lo apremie. Hará mucho más. Como proclamaron sus coe­táneos surrealistas, su vida toda se convertiría en un acto poético.
En su correspondencia aparecen poderosísimas imágenes. Lo han enviado a aliviar su tuberculosis a un sanatorio en el Cáucaso. Está solo, aislado por no saber ruso, torturado por no tener noticias de cuanto sucede en Cuba y en el mundo.
Por la desidia de algunos burócratas que agrava los obstáculos impuestos por la clandestinidad y la censura machadista, las cartas no encuentran camino seguro y llegan de manera irregular. La impotencia lo devora. Mejora pero no sana. El pulmón derecho está destrozado y las cavernas comienzan a aparecer en el izquierdo. Se refugia en el paisaje. Cae la nieve. Todo se cubre de un manto de cal. Es una hermosa vestidura para algunos árboles resistentes. Otros, subtropicales, se doblan y encogen bajo el manto pe­sado.
Son tan frágiles como él, escribe a Asela. En su correspondencia alude a amigos no identificados. No quiero pa­sar por alto su simpática alusión a Charito Guillaume, nombrada por él como la heroína de la Comuna de París, Louise Michel.
Después del triunfo de la Revolución, involucrada en los trabajos de la FMC, Charito no se cansaba de evocar las luchas obreras de antaño y, en particular, las del Sindicato de la Aguja, en defensa del «derecho a la silla» para las dependientas del comercio. Por lo demás, leal a sus amigos, Rubén no olvida a los contertulios de antaño, los poetas Andrés Núñez Olano y el narrador Enrique Serpa. Mucho menos lo hizo con José Manuel Acosta, pionero de la fotografía cubana, y su esposa Espe­ranza Sánchez, quienes le brindaron de­cisivo apoyo en su temporada en Nueva York, antesala del viaje a la URSS.
La capacidad aglutinadora y el liderazgo natural de Rubén se volcaron hacia el empeño por construir el país soñado.
Perteneció a la generación de la primera vanguardia, caracterizada por colocar al intelectual en lugar visible y eficaz en la sociedad cubana, reacción radical ante el repliegue de sus predecesores, decepcionados por la frustrante intervención norteamericana en la Isla.
Rubén empezó por aglutinar a los soñadores en las tertulias del café Martí, antecedentes del grupo minorista. Entró en la lucha cívica con la Protesta de los Trece. Se vinculó con el Movimiento de Veteranos y Patriotas. Emprendió con José Antonio Fernández de Castro la ingenua aventura floridana con el propósito de hacerse piloto y promover un alzamiento contra los desafueros de Alfredo Zayas. Fue abogado de Mella y encaró con audacia suicida al dictador Machado.
Entonces, se entregó a la causa del proletariado.
Padeció el reproche mezquino por parte de algunos camaradas. Clandes­tino, con pasaporte falso, regresó a Cuba con la sombra de la muerte acechante. Pensador lúcido, sabía que la transformación de la sociedad era el camino para el verdadero crecimiento ético del ser humano y que esa batalla la libra­rían, inevitablemente, hombres y mujeres imperfectos, lastrados, por el egoísmo y el afán de lucro inspirados por el capitalismo. Comprendió también que la condición neocolonial de nuestros países propiciaba diseñar un programa revolucionario propio. Añoraba retomar el contacto directo con las masas desde el corazón de los sindicatos obreros. Gravemente enfermo, no pudo ha­cerlo.
Apenas alcanzó a ver a su hija. Simbólicamente, su última aparición pública se produjo con motivo del regreso de las cenizas de Mella. Devorado por la tisis, ya su voz no se escuchaba. A veces, el gesto importa más que la pa­labra.
En octubre conmemoramos el gesto emancipador de La Demajagua y la jornada de la cultura cubana. Antes de los festejos, se impone el recogimiento y la evocación de un largo proceso. La historia de nuestra cultura demuestra que hay que soñar en grande para construir la nación. Así fue con Varela y Heredia. Siguió ocurriendo con las generaciones sucesivas. Durante la república maltrecha, Rubén juntó en un mismo haz, visión profética, realismo, poesía y amor, pilares de resistencia y siembra de futuro.

(Tomado de Juventud Rebelde)

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