Osviel Castro Medel
Septiembre del 2016
Han pasado ¡más de 11 años! desde que en estas páginas rebeldes publiqué ¿Prohibido el reguetón?
(febrero de 2005), un reportaje que abordaba algunos matices de ese
género, incrustado en nuestra cotidianidad desde hace buen tiempo.
En aquel momento algunos jóvenes, en réplica, llegaron a tildarme de
«amarillista frustrado» y de «estancado en conocimientos» de música.
Incluso una muchacha expuso textualmente: «Aunque te duela, el pueblo se
siente representado con la letra del reguetón».
Fue necesario, por eso, escribir un segundo reportaje —Se cruzan balas por el reguetón
(marzo de 2005)—, en el que plasmé criterios de los lectores —a favor y
en contra— y aclaré que jamás estaría de acuerdo con la censura; que
simplemente había invitado a una discusión por encima de lo
«reguetoniano», a un debate sobre nuestros modos de hacer.
Claro que antes otros habían tocado el tema. En noviembre de 2004, por ejemplo, en el mismo JR
un periodista de la talla de Pedro de la Hoz nos invitaba a descubrir
«cómo, porqué y para qué el reguetón se inserta en el panorama musical
cubano de estos días». Y de paso nos advertía que esta «propuesta
comercial simplificadora» que «amenaza con inundarnos» se ha convertido
en «realidad global» y ya hoy «nadie nos salva» de ella.
Acaso desde esa fecha hasta ahora algunos modelos reguetoneros hayan
evolucionado. Al menos creo escuchar menos letras vanas, como aquellas
que decían: «Chupa pirulí», «A las mujeres les doy tendón, debajo de la
cama les doy tendón», o «Tra, tra, tra» (400 veces tra), o «¿Quiere que
te lleve a Singapur? Si quiere que te lleve prueba mi yogur» y otras
similares, dignas de olvido.
Hago este recuento porque a la vuelta de tanto tiempo me parece que
ya no preocupa mucho si el género creció o menguó en calidad o si tiene
30 detractores y 3 000 defensores; creo que inquieta más el derrame
exagerado del reguetón que prima en nuestra atmósfera, al punto que
parece taparnos.
En estos dos meses estivales que acabamos de vivir fue muy frecuente
—digamos— escuchar en plazas públicas un reguetón, luego otro, más tarde
otro y finalmente, para refrescar, algo diferente: un reguentoncito.
Incluso se dio el caso de que algunos temas reguetoneros se amplificaron
cinco o seis veces durante una misma noche, como si dentro del género
tampoco existieran otras propuestas.
Un país tan musical como el nuestro, cargado de muchas variedades
sonoras, no debería parecer tan homogéneo y uniforme en sus
celebraciones populares, tan colmado de lo mismo con lo mismo. Eso, sin
comentar que hasta en ciertos cumpleaños infantiles el reguetón se ha
convertido en golosina principal para festejar.
Cuando algo se repite hasta el hartazgo, sobreviene la monotonía, y
la monotonía termina siendo hija de la mediocridad. Amplifiquemos
reguetón, pero también la llamada salsa, las mezclas sabrosas que
existen hoy, los ritmos caribeños cercanos como el merengue, que
aparentan olvidarse cada día más.
Si seguimos con ese paso de reiteración, ¿sabremos bailar mañana otra
cosa que no sea «esta cosa?». ¿Adónde irá a parar nuestra diversidad
musical? ¿Cuál será nuestra singularidad culturalmente hablando?
¿Dejaremos que se sequen nuestro malecón y nuestro mar de sonidos?
Tomado de Juventud Rebelde
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