Por Pedro de la Hoz
Si el disco cubano es una realidad, no puede decirse lo mismo de la industria fonográfica y mucho menos de la existencia de un mercado para la circulación de esas producciones.
El disco no es un lujo, sino una necesidad. La grabación de la música es la única garantía de que la creación sonora, en su más completa realización, trascienda. Cierto que las partituras representan una primera instancia de plasmación del pensamiento del creador. Pero es mediante la grabación de esas partituras que un hecho artístico que transcurre en un plazo temporal determinado queda fijado para la posteridad como ocurre cuando un pintor lleva una imagen al lienzo o un escritor su novela al papel.
Por no hablar de cómo muchas expresiones musicales se improvisan y por tanto escapan de los límites del pentagrama, y solo pasan de ser sucesos irrepetibles a logros permanentes gracias a la grabación, bien sea en un estudio o una presentación pública.
Lo que digo está lejos de ser una disquisición teórica. Si sabemos cómo sonaban los Matamoros y Sindo, Arcaño y Arsenio, o cómo cantaban el Benny, Rita y Bola, es porque existe el disco.
Cuando me refiero al disco, asumo sus diversos soportes: desde la placa de vinilo hasta las actuales plataformas vinculadas a la era digital, incluyendo el registro audiovisual.
En medio de carencias materiales y financieras, las casas discográficas cubanas no dejan de grabar. Y no dejarán de hacerlo. Aun cuando la demanda supera la capacidad, por lo que se impone un más riguroso trabajo en el área que atiende la relación entre artistas y repertorios, cada nuevo fonograma constituye un documento único, un testimonio histórico. Esos contenidos, los de ayer, los de ahora mismo, los de mañana, se nos revelan como piezas de una trama patrimonial para nada intangible.
Pero si no se escucha el disco, si no llega a los auditorios, si no circula, poco se habrá hecho. Se me dirá que las grabaciones se transmiten en programas de radio, que los conciertos audiovisuales y videoclips nutren la programación televisiva, que unas y otros se hallan muchas veces disponibles en canales digitales de acceso libre y hasta es posible que alguien enumere unas cuantas vías más de circulación social de las producciones fonográficas.
No olvidemos, sin embargo, que la audición o visualización de un fonograma es un acto de libre elección ni que el fonograma y la tecnología para su reproducción forman una unidad indivisible. Sin los medios de reproducción disponibles y accesibles a escala doméstica, la música pierde valor. Como tampoco sin el disco que soporta la grabación. Fabricamos muy limitadas cantidades de discos para un mercado también limitado y donde las reproductoras en el mercado tienen el tratamiento de los artículos suntuarios.
Prueba al canto, la circulación de los fonogramas premiados y nominados en los más recientes Cubadisco. Apenas se conocen, a duras penas se escuchan.
Por si fuera poco, convivimos con la perniciosa e irrefrenable práctica de la piratería, que entre nosotros ya es endémica, asunto al que debemos prestar atención de una manera seria y responsable.
Pienso ha llegado el momento en que una política pública abra la senda para la potenciación integral de la fonografía nacional. Contamos con estructuras generadoras y proveedoras de valiosísimos contenidos, contamos con un patrimonio de primera magnitud y un talento artístico que muchos quisieran tener. Lo que se necesita es integrar esfuerzos, concebir estrategias y dar vida a un programa que ponga al disco cubano a la altura de lo que representa.
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