viernes, 10 de noviembre de 2017

Ser atendido

Llevo una mancha de café en el pantalón por no atender como se debe a una persona.
Es una marca pequeña, en cierto lugar discreto, pero una mancha al fin que me recuerda que cuando alguien reclama tu atención, el acto mínimo de educación indica mirar de frente y escuchar, al margen de lo apurado que andemos, de suponer el asunto, de saber la respuesta de antemano.
Nadie arrojó la taza sobre mí. Saltó de mi propia mano mientras oía, concentrado, un comentario de pelota en la televisión matutina.
«¡Papito, papito, papáaa, mira…!» Y yo que «voooy», y ella «¡papito, mijo!», y yo que «ahora voy». Así, hasta sentir el tirón en la camisa, que por ser de mangas largas sacudió la taza y catapultó un chorro negro –del grano bueno, del de la sierra– hasta el mismo pantalón.
El brinco para evitarlo fue inútil. Sin embargo, resultó exacto para mí reclamante de tres años, que se alejaba satisfecha saltando hacia sus muñecos, dejándome un ¡gracias! cariñoso, una risilla ingenuamente burlona, y un sillón vacío que se mecía con brusquedad.
Yo había chasqueado los dientes, con molestia, pero rápido asumí la culpa al entender –embrujado por ese milagro aleccionador que es la ternura infantil– la urgencia de su reclamo. Sin querer, le había mordido bajo la pata del balance la chancleta contra el piso. Solo pedía que la soltara.

Las mangas largas tenían un motivo esa mañana. Iría a una consulta médica en el hospital. De pequeño me enseñaron a ir siempre presentable al hospital.
«Ese calzoncillo no, el blanco, y las medias ajustadas y sin huecos. Uno no sabe nunca si tiene que desvestirse en el médico, y no va a ir a pasar pena». Decía una de las lecciones recurrentes de mi abuela.
Ya frente a la consulta había un asiento grande, con varias personas. Todas estaban molestas, se quejaban, contaban sus percances, y yo que demoraba en entender qué especialidad tan rara podía atender a pacientes de caras largas, al parecer provocadas por un padecimiento aún más extraño, con síntomas de ansiedad, de intolerancia, de «esto es inconcebible», de «tú vas a ver si no me atienden», de «si no, me voy para el gobierno»...
Las historias escuchadas sobre desatenciones, faltas éticas, descortesías, incomprensiones, indolencias, algunas inenarrables en estas páginas, causaban pena en verdad, pena por los responsables, por los culpables primarios de aquellas quejas, un cierto tipo de actor social que cobra por un puesto de servidor público, y que no sabe quizás el significado de servir, una palabra que es estatuto moral dentro del sacerdocio de la Medicina.
Un hospital es como una gran industria que reproduce la vida, que trabaja incansablemente por sanar lo malo, pero donde no hay máquinas ni materias primas, sino humanos en todos lados, unos curando y otros siendo curados.
Y donde hay humanos hay errores, y discrepancias, y malentendidos, y personas inconformes, con razón o no, a quienes la ley da el derecho de ser escuchados, para esclarecer o resolver el problema.
Esa es precisamente la esencia del revolucionario sistema de atención a la población, que han de tener por norma todas las instituciones. En el hospital de marras, aquella era la puerta donde esperaban las personas de enfrente.
Por entrar y salir de mi consulta, no supe si la abrieron ese día, a sabiendas de que en muchos lugares similares hay, para «atender a la población», un día de la semana y un horario, como si fuera posible que la gente planifique sus problemas, sus imprevistos, para que ocurran en una fecha exacta.
Habrá lugares en que esto pueda hacerse, pero en otros no, los de servicios públicos sobre todo; donde debe haber personas dedicadas de modo permanente a atender reclamos, quejas, incomprensiones, que medien para explicarlas, o lleven al promovente de la mano hasta el último lugar en que esté su respuesta.
Esa, la respuesta a una inquietud por un servicio, es una necesidad, y ofrecerla un deber social, un principio revolucionario, una obligación por ley. Sin embargo, todavía hay funcionarios públicos que obvian tales cualidades, servidores designados más allá de la recepción o la secretaria, que dicen tranquilamente que lo sienten, que no está en el plan del año, que no es la hora, que no es el día, y dan la espalda para cruzar una puerta que se cierra.
Casi siempre tienen una espalda erguida, de hombros muy rectos, vestida con una camisa limpia perfectamente planchada, o una blusa impecable adornada con bufanda; de las que a veces confunden la aptitud para un cargo directivo, que ahogan la sensibilidad con lentejuelas, y que piden a gritos –eso sí– un tirón sorpresivo de conciencia que haga saltar de la mano, sobre la tela exquisita, una taza grande del mejor café, del de la sierra.
TOMADO DE GRANMA

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