Por: Graziella Pogolotti
Ciudad portuaria y marinera, La Habana tuvo, desde fecha temprana, zonas con predominio de maleantes. Después de largas travesías, los hombres llegaban sedientos de sexo y alcohol. Para controlar la violencia, se contaba con los fortachones dispuestos a poner de patitas en la calle a los más agresivos. Con las prostitutas llegaron los proxenetas. El Capitán General Miguel Tacón, de tan mal recuerdo para los criollos deseosos de obtener mayores prerrogativas políticas, organizó una detallada retícula barrial para garantizar el orden público. Aparecieron en el panorama urbano los llamados curros del manglar. El estudio de este universo resultó para el penalista Fernando Ortiz el punto de partida para avanzar hacia el abordaje científico de la etnografía y la antropología.
El espacio de la «mala vida» se acrecentó durante la República Neocolonial. El guaposo tenía un andar característico, asociado al uso de cadenas y manillas de oro. Tales conductas recibían el repudio del conjunto de la sociedad. La mala clase se identificaba con la vagancia y cruzaba las fronteras del delito. Algunos se mantenían en el entorno prostibulario. Otros, matones de oficio, servían al que les pagaba.
Despreciados por las clases media y alta, también lo eran por los trabajadores más humildes. La ostentación de atributos áureos considerada de mal gusto, simbolizaba una forma marginal de ejercicio del poder, particularmente efectiva entre los obreros portuarios dado su papel decisivo en la distribución de plazas codiciadas en la carga y descarga de buques.
La guapería engendra su sistema de valores que trasciende la mala vida. Las cuentas se arreglan en la esquina. El más fuerte atropella al débil y termina por ejercer un liderazgo grupal. Desde tiempos remotos, se manifestó en las escuelas y en las áreas de juego, en los sitios destinados a la recreación y aun en los centros de trabajo.
A escala social, se remite a lo que el profesor Julio Fernández Bulté denominaba en sus clases de la Facultad de Derecho «ejercicio abusivo del poder». Hace años, me contaba el siquiatra de un paciente, chofer de un M7 que, al tener delante un “polaquito”, sentía deseos de aplastarlo como una cucaracha. No he olvidado la anécdota, reveladora de las múltiples ramificaciones sicológicas y sociales de la guapería, contaminantes de ambientes que trascienden la mala vida. Son formas de ejercicio del poder de origen remoto, emparentadas con las raíces del machismo. El hombre a caballo observa el panorama desde una altura situada por encima de los demás, mientras su fuerza latente crece con la energía transmitida por la bestia domesticada por él mediante el metódico empleo de la violencia. Se trata de dos fuerzas en combate hasta que el animal se doblega. Aun más potente resulta el individuo con un volante en la mano, alentado por el efecto multiplicador del motor y la velocidad potencial. Nuestro contexto actual, matizado por la escasez y precariedad de los medios de transporte agudiza el sentimiento de omnipotencia ante las masas de peatones obligados a correr tras un vehículo que incumple lo regulado por las paradas oficiales. En ambientes más refinados, algunos se enorgullecen de haber ganado una discusión poniendo los órganos sexuales sobre la mesa.
La violencia aplicada al empleo abusivo del poder arraiga desde las primeras edades. Se manifiesta en las relaciones intrafamiliares en sectores donde sobrevive aplicada física y moralmente a la mujer. Se extiende a los niños en la imagen simbólica y en la realidad concreta del cinturón paterno. Se manifiesta en escuelas y en centros de trabajo cuando se instaura el temor a posibles represalias.
Guapo no es sinónimo de valiente. El mecanismo de dominio de la guapería, similar al empleado por la mafia, se sustenta en la instauración del miedo. Este último, constituye condición propia de nuestra especie, enraizado en el instinto de supervivencia. Se manifiesta ante lo desconocido, se afinca en la incertidumbre en situaciones críticas. Se inocula inconscientemente en la infancia en el temor a la oscuridad, expresión de lo desconocido, de la indefensión ante amenazas intangibles. Tenía yo corta edad cuando la luna llena invadía mi cuarto. De una percha, colgaba mi bata de casa. Al despertar, la brisa ligera movía el vestuario como una presencia fantasmal. Me sacudía siempre un instante de terror. Luego, se imponía la razón. Identificaba los objetos, recuperaba el sentido de la realidad y volvía a dormir plácidamente.
La valentía no descansa en la fuerza de los músculos. Reside en una actitud ante la vida. Se vincula a la asunción integral de un sistema de valores. Tiene una base moral acrecentada por el cultivo de nuestra capacidad para conjurar los instintos primarios. Se sustenta en la reivindicación de la dignidad de la persona, en la adhesión a una causa que nos trasciende, en el cumplimiento de funciones que nos comprometen a arrostrar peligros para salvar otras vidas, como el bombero ante el incendio o el médico que se arriesga al contagio al combatir una epidemia, el capitán que permanece junto a los suyos en el naufragio, el educador que transmite seguridad a sus alumnos en circunstancias difíciles. La valentía se manifiesta así en la conducta solidaria, en la defensa de la verdad, en la coherencia de acción y palabra.
Nunca me ha gustado la imagen que equipara al ser humano con el acero. La grandeza de nuestra especie está en la dimensión de su conciencia. Vulnerables somos todos, porque cada cual tiene su talón de Aquiles. La auténtica valentía nace de la lucidez para reconocernos como somos y en la capacidad de superar nuestras debilidades intrínsecas.
(Tomado de Juventud Rebelde)
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