lunes, 14 de diciembre de 2015

El arte de perdonar



Susana Gómes Bugallo
12 de Diciembre del 2015 
A los Lestrigones y a los Cíclopes,/ y al feroz Poseidón no encontrarás,/ si dentro de tu alma no los llevas,/ si tu alma no los yergue delante de ti. Es ese el fragmento de Ítaca, un poema de Kavafis que llevo como el regalo más valioso que me han hecho en un cumpleaños. Y lo repito a diario ante miles de situaciones que se empeñan en apagar el espíritu de amor y perdón. Soy martiana, redundo siempre que me cuestionan quereres absurdos, y esgrimo la verdad del Apóstol de que un perdón puede ser un error, pero una venganza es siempre una infelicidad.
Sin embargo, el perdón es una asignatura pendiente. Muchas personas de buena fe andan contaminadas con ese torpe sentimiento de andar por la vida guardando malas acciones como recordatorios de lo que no pueden volver a creer o del error bondadoso en el que no deberían recaer. Temen perdonar. Y acaban prisioneras de sus reservas y cargando con el más pesado de los pesos: el del rencor.
Gran parte de las cartas, correos electrónicos y hasta llamadas que recibimos en el periódico para comentar o pedir asesoría en cuestiones jurídicas tienen de fondo un conflicto familiar. Y todo esto ocurre en una sociedad que se distingue por su alto sentido de la amistad y la confianza. Más allá de esta redacción, por desgracia, tampoco son escasas las historias de amistades separadas por una incomprensión o una palabra fuera de lugar.
Porque cuando todos los sentidos están alterados es difícil dar o pedir perdón. Ambas partes siempre creen tener la razón, y, aun si descubren su error, la molestia de la discusión puede resultar demasiado fuerte como para ceder. Pero, cuando se cede, ¿se pierde o se gana?
Somos relicarios de defectos, preocupaciones, bajas pasiones y hasta caprichos. Nuestro carácter va y viene por los trillos tan enrevesados de la vida y a veces es complicado no olvidar el rumbo del bien. ¿O acaso alguien se atreve a alardear de perfección?
Si algo nos salva de la debacle, es la compañía de ese ejército salvador que se echa al hombro cada disgusto nuestro para que sigamos andando. ¿Qué ocurre cuando es una de esas personas quien se equivoca y nos daña?
Tiene el corazón, en ese instante, dos caminos. Uno de ellos parece más tentador porque escoge replegarse en sí y atrincherarse en las razones que culpan a la otra parte. Ese atajo es más sencillo porque es más natural. ¿O no es reacción humana la de pelear cuando se es agredido? Poner el odio al pie del cañón es el modo de ahorrar reflexión. Es más fácil dar por concluida la conversación y declarar el triunfo propio ante la beligerancia contraria sin más argumentos que el del error irremediable. Pero, en la mayoría de los casos, hay remedio. Y existen tantas verdades como personas implicadas.
Quien no perdona a los demás no se perdona a sí mismo. Y anda por la vida con la carga insoportable del rencor. No ve sino las manchas del Sol y prefiere ignorar la luz y el calor porque así se evita balancear cuánto de bueno y malo hay del lado de allá del cristal. Mas, en ese olvido voluntario, se va también la posibilidad del segundo camino, del más sacrificado en apariencia, pero mejor recompensado siempre: el sendero del perdón.
¿Cuántas historias terminan sin epílogo posible porque alguien no se da la oportunidad de perdonar? ¿Cuántas familias divididas, amistades distanciadas, teléfonos borrados de cualquier lista menos de la del alma, fotografías que preferimos olvidar antes que volver a disfrutar tiempos pasados que siempre fueron mejores, y que podrían volver a serlo si tomamos conciencia de ello y nos abrimos a la paz de perdonar las equivocaciones y hasta los defectos más irremediables?
Ceder es un arte necesario. Precisa siglos de entrenamiento para el alma, una enorme cuota de amor para transformar el dolor, paciencia en abundancia para construir lo que dañó, y tal vez ¿por qué no? un poco de olvido para desterrar lo que nada nos aporta, siempre que en ese destierro no se nos vayan algunos de los principios que nos hacen ser nosotros mismos. Como dijo el Papa Francisco, el primero en pedir disculpas es el más valiente, el primero en perdonar es el más fuerte y el primero en olvidar es el más feliz. La mejor elección es ser más valientes, más fuertes y más felices.
Tomado de Juevnetud Rebelde

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