Por: Graziella Pogolotti
27 de Febrero del 2016 21:37:16 CDT
En un reciente
encuentro con dirigentes del turismo, salió a la luz el peso creciente de los
visitantes de ciudad. El fenómeno, tangible en el volumen de ingresos, revela
la importancia de un componente decisivo de la imagen Cuba, portadora de
múltiples aristas acumuladas por la historia. Sería un error estratégico
limitar las políticas en este sector a estereotipos reduccionistas como el sol,
la naturaleza o en el más denigrante de la sensualidad de los hombres y las
mujeres del trópico.
Alejo
Carpentier había emprendido su regreso a la Isla en vísperas de la Segunda
Guerra Mundial, al cabo de una prolongada estancia en París. Su compañera de
entonces era francesa. Tomarían juntos un barco atracado en un puerto holandés.
Al presentar sus pasaportes en la frontera de ese país, las autoridades,
suspicaces, los separaron de los otros pasajeros. Conducidos al despacho de un
oficial de más alta jerarquía, vueltos a examinar, surgió la pregunta
inquietante. El destino de la pareja era La Habana, pero la francesa tenía un
visado cubano. Un maletero presente acotó dudoso: «Creo que La Habana es una
ciudad de Cuba». El entuerto se aclaró.
Durante mucho
tiempo, antes del crecimiento vertiginoso de la industria turística, poco se
sabía en el mundo acerca de nuestro país. Habano se asociaba a tabaco, el puro
de los españoles, producto de lujo, marca de distinción para las élites. La
música popular aportó otro componente al invadir Europa y Estados Unidos en los
30 del pasado siglo. El triunfo de la Revolución universalizó la visión de la
isla. Capturados por el mercado, las barbas, los collares, el vestir informal,
se hicieron moda y símbolo. No hubo entonces turistas de paquetes, sino
visitantes y peregrinos respetuosos.
Cuba había
adquirido voz propia. Contribuía a renovar el pensamiento de la época. Era
portadora de una cultura. Nuestro cartel sentó cátedra. Nuestro cine se
convirtió en impulsor de las vanguardias latinoamericanas. A la vez, comenzaba
una sistemática tarea de recuperación del patrimonio edificado.
Para Cuba, el
potencial turístico no se limita a quienes, llegados a la tercera edad, escapan
de los rigores impuestos por climas gélidos y a aquellos vacacionistas que
disfrutan con sus familias la seguridad de nuestras playas y hoteles. En ambos
casos, se trata con frecuencia de compradores de paquetes, escasos en dinero de
bolsillo. El atractivo más rentable se fundamenta en los rasgos que definen
nuestra singularidad como nación. El análisis de la composición demográfica de
los países emisores muestra franjas sociales numéricamente considerables con
intereses culturales, científicos y académicos. De esa zona poblacional puede
nutrirse un turismo cualificado, con preferencia por las ciudades.
Los centros
urbanos ofrecen la imagen viva de un acumulado de culturas. En ellos se
encuentra nuestro gran tesoro, nuestra marca de singularidad. La conmemoración
del medio milenio de las villas fundadas por Diego Velázquez llamó la atención
sobre sus valores intrínsecos a nacionales y extranjeros. Entre todas ellas,
por razones geográficas e históricas, La Habana es la ciudad mítica por
excelencia, validada por nuestro cancionero popular, por el testimonio de los
libros de viajeros, por las voces de poetas, narradores y ensayistas. Pero
desde hace años, nuestro cronista mayor, Juan Formell, nos dijo que «La Habana
no aguanta más». Las causas del deterioro son múltiples. Las han señalado
numerosos especialistas. Sin embargo, no es hora de lamentar, sino de encontrar
soluciones que contribuyan a preservar el inmenso legado tangible e intangible
acumulado por sucesivas generaciones.
Algunos
trabajos recientes del arquitecto Pedro Vázquez complementan la extensa
bibliografía acumulada por estudiosos durante los últimos años. Estamos acostumbrados
a ver en los arquitectos meros decoradores de fachadas. En verdad, la profesión
articula arte y técnica. Son constructores de espacios ajustados a las demandas
de cada época. El urbanista conjuga un conjunto de saberes culturales,
artísticos, sociales y económicos. Tienen una perspectiva integral e
integradora que no descarta los problemas de orden subjetivo.
Por la
dimensión aplastante de los gastos requeridos para la rehabilitación de la
capital, la solución deseada parecería escapar a nuestras posibilidades
actuales. Los valores acumulados en ella abren el apetito de especuladores
inescrupulosos. Un síntoma de ello se advierte en la compra de edificaciones en
los barrios situados en nuestra zona costera. Para afrontar el desafío, se
impone el intercambio de saberes y experiencias acumulados por profesionales de
alta calificación. En este tema se entrecruzan factores objetivos y subjetivos.
Por ese motivo, el diseño de estrategias debe centrar la mirada hacia adentro,
hacia los habaneros por nacimiento y adopción, verdaderos protagonistas de toda
hazaña transformadora. Sobre esa base, se acrecentarán los beneficios de la
industria turística. Pensemos, ante todo, en nuestras fortalezas latentes.
Recordemos que urbe y urbanidad, ciudad y ciudadanía, tienen raíces comunes.
Pauperización del entorno e indisciplina social se retroalimentan mutuamente.
Tomado de Juventud Rebelde