Por: Alina Perera
20 de Febrero del 2016
20 de Febrero del 2016
En diversas
esquinas y calles de La Habana, en parejas o en grupos, los turistas se hacen
sentir como no lo hacían, al menos perceptivamente, tiempo atrás. Van
distendidos, mujeres y hombres con prendas de vestir sencillas, las que nos
llevan a pensar en días veraniegos, así los cubanos estemos sintiendo que llegó
el invierno por cuenta de la primera racha de aire frío.
Lo curioso es
que los escenarios en que irrumpen los visitantes no son exclusivamente las
bellas terrazas del Hotel Nacional o las adoquinadas arterias de la parte
antigua de la urbe. Ellos, para alegría de nosotros, los anfitriones, caminan
por doquier, se lanzan a cruzar las avenidas entre automóviles modernos o muy
antiguos, por sobre aceras en buen estado o vadeando charcos en depresiones o
furnias de temer.
Aunque nuestra
sociedad no es perfecta, sabemos que los curiosos forasteros —quienes también
están conscientes de tal verdad— se mueven en un escenario seguro, donde
reinan, más que todo, la nobleza y generosidad de la gente. Es un universo
donde incluso ellos no resultan indiferentes a sus semejantes, donde podrían
pedir auxilio, o un poco de agua, o la ubicación geográfica de una dirección
apuntada sobre el papel, o la explicación, con detalles de historiador, sobre
cualquier sitio que haya despertado su interés.
En una entrevista
ofrecida al diario La República por Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, y que
recoge un despacho noticioso de Prensa Latina fechado el 8 de febrero de 2016,
el prominente pensador ha dicho: «En Cuba se puede caminar a cualquier hora,
por cualquier lugar, sin correr peligro, y no hay ningún país de América Latina
que pueda ofrecer eso». Sus palabras nacen de una reciente visita a la Isla,
durante la cual, por cierto, asistió como un cubano más al concierto que Silvio
Rodríguez diera en el habanero y humilde barrio El Pilar.
Más allá del
natural paisaje, de las playas, de la danza colorida, de recuerdos condensados
en viejos automóviles de cerámica o reales —con los cuales algunos pretenden
sellar nuestra identidad—, más allá de pinturas infantiles sobre nuestros
campos, testeras dieciochescas o gitanillas tropicales, habita lo verdadero: es
todo lo que hemos llegado a ser como personas y que difícilmente alguna tabla
estadística podría encapsular; es esa riqueza interior que se percibe en todo y
que todo lo toca, incluso cuando el cubano se disgusta y no comprende, y
disiente y pide explicaciones, y se pone fiero hasta que su sol vuelve a salir
y reemprende el camino de la batalla y la esperanza.
El mercado
turístico cubano tiene en esa variable «intangible» su gran fortaleza. Lo
inédito —y el visitante lo intuye— está en rasgar todo lo profundo que sea
posible en la cotidianidad, en la cultura del isleño de este lado de las aguas,
ser tan dulce y terco, ser «de otra galaxia», que valdría la pena mirar en
primer plano en todas sus luces y fragilidades.
Desde la
voluntad de los anfitriones, lo esencial está más que claro. Es lo que decía
Fidel en mayo de 1999: «El turismo sexual no se admitirá aquí jamás, ni drogas,
ni cosas por el estilo. No es un turismo de juego; es un turismo sano, y ese es
el que queremos, ese es el que promovemos, porque hoy sabemos que en el mundo
una de las preocupaciones fundamentales de los turistas es la seguridad y
estamos en condiciones de darla. Tenemos un pueblo hospitalario, un nivel de
educación alto y creciente, un nivel cultural igualmente alto y creciente; es
decir, estamos en condiciones de brindar estos servicios turísticos y a la vez
cooperar con los países del Caribe».
Si lo valioso
está en nosotros, cubano adentro, más que en los espacios listos para postales
de catálogo, el desafío no es pequeño, porque cada uno de nosotros funge como
«guía» o «promotor». Es un asunto natural que nos obliga a prepararnos, no a la
impostación, sino a darnos en conocimiento, equilibrio y dignidad.
El inevitable
recorrido por nuestras venas impone dignificar lo nuestro no solo desde el
lenguaje, los modales, lo espiritual. Aprestarnos también pasa por vestir de
adentro hacia fuera, de abajo hacia arriba, todos los paisajes. Seremos más encantadores
en una Habana cada vez más restaurada, museo viviente de arquitectura y
costumbres, que pueda ir luciendo su gracia y lustre, sus nuevas luces nacidas
del esfuerzo y empuje de sus hijos.
Sé que los
cazadores de imágenes, los que se solazan atrapando el rostro inocente y sin
brillo de la humildad, reconocen en pacto callado con sus corazones que Cuba
les caló el alma por algo que va más allá de la pobreza sepia, esa tan bien
cotizada en el mercado de los estereotipos. Y justo por eso estamos abocados,
ahora que los visitantes seguirán llegando en número creciente, a
fortalecernos, lo cual significa funcionar mejor.
Solo así todo
acto generoso será más auténtico, despojado de poses con trastiendas. La
felicidad no es algo que pueda simularse; de modo que, a propósito de
visitantes y anfitriones, hay que seguir luchando por ella. Lucha que, por
cierto, es el mayor atractivo de todos cuantos quieren conocernos o volvernos a
mirar humanidad adentro.
Tomado de Juventud Rebelde.
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