Los gangá de Perico
Solo una vez en el año suenan en
Cuba los tambores gangá, y se escuchan únicamente en Perico, porque en este
pueblo matancero radica la última familia que queda en Latinoamérica de esa
etnia descendiente de africanos
Por: Hugo
García
A la memoria de Magdalena Mora Herrera
PERICO,
Matanzas.— Todo el mundo le decía Piyuya, Piyuya, Piyuya... Muy pocos la
conocieron por su nombre. «Cuando niña la maestra no quería que me dijeran así
porque era un mote que no se debía usar», comentó a JR, poco tiempo
antes de morir, Magdalena Mora Herrera, quien falleciera este año siendo una
defensora legítima de los gangá, cuyas últimas familias en Latinoamérica se
localizan en este pueblo matancero.
Magdalena era
una pequeña mujer que usaba el doble sentido y la picardía en su hablar. Era
pura simpatía. Vestía con larga saya azul y una blusa blanca adornada en los
hombros con tela de pequeños cuadros azules y blancos. No llevaba pulsos, ni
aretes, ni anillos... A la sombra de los árboles del patio conocido como la
selva de los gangá, con ambientación de obras escultóricas como máscaras,
herrajes, pinturas y faroles del artista Alfredo Duquesne, hablamos con esta
mujer que sintió con fuerza el aire combinado de la herencia y la tradición.
—¿Cómo recuerda su niñez?
—Nací en la
casa gangá, señala hacia la vivienda de madera, semidestruida. También ahí
nacieron mis hermanos Roberto y Leonor. Estudié en la escuela primaria de la
carretera. Aún recuerdo a mis maestras María y Ernestina Barreto, y a Carmelina
Hernández, que fueron muy buenas maestras.
«No pasé de
sexto grado. Era enfermiza, todos los días tenía algo. Un día mi mamá me dijo
que no fuera más a la escuela. En una ocasión hasta cogí el tifus.
«Bien pequeña
conocí a la madrina que me bautizó y me enseñó el gangá, Florinda Diago. ¡Me
gustaba un mundoooo! Mis hermanos se acostaban a dormir y yo seguía oyendo los
cantos y viendo aquello.
«Tocaba junto
con los hermanos de Florinda, que eran buenos tamborileros, y me ponía en el
medio de ellos con una campana».
—Cuéntenos un poco más de Florinda...
—Era una
persona sociable. No tenía una mala palabra para nadie. Los abuelos de ella
vinieron de África con sus piedras, y en Santa Elena, cerca de aquí, acamparon
como esclavos. Cuando les dieron la libertad, su abuela y su bisabuela vinieron
para Perico. Su bisabuela, específicamente, fue la que trajo el gangá a Cuba.
Según cuenta la historia, dicen que habitaban cerca del río Longo, en un
pedacito de tierra de Sierra Leona.
Piyuya no tuvo
hijos, solo sobrinos. Era delgada, con pelo canoso y dos insignificantes
trencitas tejidas en la parte superior de su cabeza. Sus ojos, que vieron mucho
en vida, mostraban un aro grisáceo alrededor de la retina. Su rostro sorteó
aires fríos y calurosos, polvaredas, injusticias... Sus manos eran suaves, con
uñas sin pintar, pero cuidadas.
«Estoy
consagrada por el sindicado de la santería con la Virgen de Regla, Yemayá, hace
más de 40 años. Pero nunca abandoné esto del gangá, que es mi raíz. Lo
defenderé hasta que tome el camino sin regreso. Me hice santo, pero eso no me
impidió seguir la tradición».
—Se dice que los gangá tienen sus misterios. ¿Cómo fue que usted aprendió
algunos?
—Los gangá eran
muy cuidadosos de los secretos. Por eso nunca me atreví a ir sin que me
llamaran. Me sentaba en un sillón todos los días a encender las velas. Mi mamá
les encendía una vela a los santos. Cuando le cantaban al santo yo participaba
porque me gustaban los cantos, y mi mamá me decía que me acostara.
«Déjeme decirle
que yo soy lucumí, pero sé de los gangá porque lo vi todo, crecí observando
cómo hacían las ceremonias. Los hermanos de Florinda le decían “Déjala, que no
está haciendo nada malo”. Aprovechaba y miraba todo. De la familia gangá no
queda nadie que se sepa los cantos». El toque de santo gangá se reconoce porque
es en tres partes: se comienza suavemente y va subiendo el ritmo.
«Deme un papel
para que le ponga los nombres de los santos», me dijo resuelta. Y escribió en
mi agenda, sin ponerse espejuelos, varias denominaciones: Elegguá, Ogún, Las
Mercedes, Changó, La Caridad del Cobre, Yemayá y San Lázaro.
«A Elegguá es
al primer santo que se le rinde culto. Gracias a Elvirita Fumero se han
rescatado muchos cantos».
—Por lo que veo, aquí se sigue asumiendo la tradición...
—Ángela Pérez,
dice bien desenfadada y coloquial, en señal de confirmación.
«Por nada del
mundo se puede perder. Pudiera peligrar el futuro de esta tradición, pero
mientras haya uno que tenga fe no desaparecerá. Al morir Florinda se quedó el
nieto que ella crió; realmente han venido muchas personas a interesarse por los
cantos de los gangá».
—¿Cómo le gustaría que la recordaran?
—Muy sencillo:
que cuando llegue el 17 de diciembre, digan: «Ese canto lo entonaba Piyuya».
Cantar, bailar, tocar.
Los gangá,
término aplicado a diversas tribus de la cultura mandinga, tuvieron gran
representación en la población esclava del siglo XIX en Cuba. Pero la
accesibilidad limitada de sus prácticas a familiares y amigos cercanos
condicionó la disolución de sus cabildos, excepto una etnia de
afrodescendientes que vive en este pueblo matancero.
Fueron traídos
a Cuba como esclavos desde lo que hoy es Sierra Leona, dentro de la región del
Dahomey. En dicho lugar el santo más venerado era el que los yorubas llaman
Babalú Ayé y los gangá llaman Yebbé. Tras el proceso sincrético que tuvieron
que llevar a cabo los esclavos para venerar a sus deidades sin que los
españoles les reprimiesen, Yebbé se sincretizó como San Lázaro.
El 17 de
diciembre, día de este santo, es la única fecha del año en que los tambores
gangá suenan, y solo se escuchan en Perico, porque se trata de la última familia
gangá que queda en Latinoamérica. Ese día cantan, tocan, bailan, comen, beben y
hacen ofrendas a Yebbé.
La religión
gangá es netamente familiar, pasando de padres a hijos. Las mujeres eran las
principales oficiantes del culto gangá. Vivían en matriarcado y sus
características tribales consistían en: cara rayada, orejas agujereadas con
argollas de alambre, dos rayas en el brazo derecho y los dientes mellados.
Los gangá de Sierra Leona, con
Elvira Fumero (a la izquierda). Foto: Cortesía del grupo Gangá Longobá.
La visita a Sierra Leona
La matancera
Elvira Fumero, con 23 años en el grupo Gangá Longobá, preservador de la cultura
de esta etnia en el país, tuvo la oportunidad de visitar una remota aldea en
Sierra Leona y recuerda para JR aquel pasaje trascendental en su vida:
«Viven solo alrededor de 400 personas, en condiciones precarias, sin agua
potable ni electricidad. Lavan y se bañan en un río. La aldea se llama
Mokpangumba. El dialecto es bantá; allí se come con mucho picante, y se
siembran frijoles, ñame, plátano, boniato y arroz para subsistir. Es increíble
cómo coincidían nuestras letras y ritmos con los de ellos.
«Una etnóloga
de la Universidad de Sidney, la Doctora Emma Christopher, viajó por Nigeria y
otras naciones africanas llevando grabaciones de cantos antiguos, y se
sorprendió cuando en esta aldea sus pobladores reconocieron las canciones nuestras».
La académica
australiana dedicó dos años a mostrar las canciones y bailes del grupo Gangá
Longobá, de Perico, a numerosas personas en Sierra Leona, hasta que un día un
hombre exclamó lleno de júbilo: «¡They are we! (¡Somos nosotros!)». Emma Christopher
compartió sus descubrimientos con los Gangá Longobá de Perico.
«En mi viaje yo
canté y ellos respondieron bailando y cantando; eso me impresionó y me aportó
mucho conocer sus cantos. Es increíble cómo ellos y nosotros cantábamos al
unísono Ae, ae, ae… yumbo, yamba… Ae, ae, ae… yumbo, yamba… como si lo
hubiésemos ensayado antes», rememora Elvira y explica que dicho estribillo se
refiere a una hierba que se emplea para curar la conjuntivitis, la malaria o la
gripe.
Nota: Para la realización de este trabajo se consultó el libro Los Gangá en
Cuba, de Alessandra Basso Ortiz.
Tomado de Juventud Rebelde
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