Graziella Pogolotti •
Psiquiatra,
Frantz Fanon ejerció la profesión en su Martinica natal. En la consulta
cotidiana atendía a los pacientes más desfavorecidos de la pequeña isla. Al
abordar el diálogo indispensable para la psicoterapia, tropezó con obstáculos
que lo llevaron a detectar una de las huellas profundas e invisibles del
colonialismo oculta en lo más profundo de la psicología humana. Era la fractura
de la autoestima, valladar que se interponía en la capacidad para formular sus
problemas. La servidumbre y la marginación coartaban el reconocimiento del yo y
se convertían en factor mutilante de la persona.
Esa experiencia
iniciática en la práctica de la psiquiatría comprometió a Fanon en las luchas
anticoloniales más allá de su terruño. Involucrado en la guerra de Argelia,
escribió Los condenados de la tierra, uno de los ensayos clásicos del
pensamiento emancipador. El libro encajaba con los temas dominantes en el
debate intelectual y político de los 60 del pasado siglo. Obtuvo el respaldo de
Jean-Paul Sartre. Circuló ampliamente y se tradujo a varios idiomas, entre
ellos, el nuestro. Por recomendación del Che, fue editado en Cuba.
La pérdida de
la autoestima en lo individual se reproduce a escala social. Lo ocurrido con
Fanon es tan ejemplarizante como la moraleja de una fábula. Una coyuntura
histórica favoreció que, legitimada por su aparición en Francia, su obra
alcanzara amplia difusión internacional. Pasaron los años; la hegemonía
neoliberal se afianzó. Las pequeñas empresas editoriales fueron succionadas por
gigantescos consorcios internacionales. Como consecuencia de este proceso, las
ideas proceden de un mismo centro emisor y se reproducen entre nosotros como un
eco tardío. Devenidos meros reproductores, las aplicamos a contextos diferentes.
El problema ha sido denunciado por investigadores de distintos países. En el
mundo académico, los estudios culturales latinoamericanos no obtienen la debida
resonancia. Están en desventaja ante el alcance promocional obtenido por los
procedentes del universo angloparlante.
Disto mucho de
predicar el aislacionismo. En mi formación la influencia europea tuvo un peso
significativo. No debemos cerrar las fronteras a las fuentes de saber que
existen en la actualidad. Tampoco podemos asumirlas acríticamente. Lo decisivo,
aquello a lo que sería suicida renunciar, es definir el promontorio en que
estamos situados, el lugar desde donde nos observamos y desde el cual
contemplamos el resto del planeta. Libres de tonta vanagloria aldeana, resulta
imprescindible reivindicar nuestro legado propio.
A
contracorriente, latinoamericanos y caribeños, conscientes de la herencia
colonial, hemos construido voces, miradas, asideros de un pensar sustentado en
fuentes múltiples y en el reconocimiento de lo que somos. Hechos de culturas
entremezcladas, originarias unas, de conquistadores europeos y esclavos
africanos, de emigrantes llegados de todos los continentes, hemos adquirido,
por historia y necesidad, una perspectiva articuladora de lo local y lo
universal. Atravesados en medio de dos grandes océanos, incorporamos también
nuestro mediterráneo, un Caribe plurilingüe conviviente con idiomas propios
acriollados. Entre la insurrección y la resistencia, se han ido edificando
nuestras naciones.
Ese proceso de
creación y reconquista dispuso de un pensamiento que comenzó por marcar
diferencias, luego clarificó conceptos y más tarde diseñó propuestas
divergentes de desarrollo. Algunas proponían seguir los pasos de Europa y los
Estados Unidos, asumidos como modelos civilizatorios. Otros fueron eslabonando
proyectos emancipadores. No lo hicieron juntando parcelas. Procuraron visiones
integradoras de lo económico, lo político, lo cultural y lo pedagógico. Tampoco
desdeñaron los conocimientos acumulados por la tradición europea. Se apropiaron
de cuanto pudiera resultar útil. De acuerdo con este enfoque, Fidel impulsó las
Ediciones Revolucionarias invocando, ante todo, un derecho moral. La producción
intelectual europea cristalizó con el auspicio material de América. La deuda
contraída entonces estaba por saldar.
El coloniaje
deja cicatrices y modela mentalidades que perduran más allá de los tiempos
históricos. El deseado proceso de integración latinoamericanista pasa por la
necesaria reconstrucción de la historia de nuestro pensamiento.
Un pensamiento
latinoamericano vigoroso se ha desarrollado en medio de los vaivenes de la
historia tanto en el continente como en el Caribe. Excluido de los
destinatarios nacionales, su voz se disuelve en los confusos rumores de los
feriantes de baratillo. Sin embargo, desde el Río Bravo hasta la Patagonia,
nuestros procesos han sido similares. Volcados hacia proyectos de educación,
nuestros países no se encerraron en especializaciones estrechas. Optaron por
interconectar conceptos económicos, sociales y, sobre todo, pedagógicos.
Apremiados por la voluntad de echar a andar las ideas, sus pensadores
ejercieron simultáneamente múltiples oficios. Fueron periodistas y maestros, y
se involucraron con frecuencia en la acción política directa. Por ese motivo, se
interpelan a través de los siglos Simón Rodríguez, maestro de Bolívar que
planteó a la sombra del Iluminismo, la necesidad de incluir la enseñanza del
quechua en el sistema de educación, y Evo Morales, actual presidente del Estado
multinacional de Bolivia.
Me atrevo,
pues, a sugerir a los gestores de nuestras instituciones integracionistas la
formulación de un proyecto conjunto de investigación científica dirigido al
rescate del pensamiento latinoamericano, con el propósito de llevar los
resultados al diseño de programas de estudio de maestros, periodistas,
historiadores. No propongo un rescate reverente, sino una acción dinamizadora
de ideas, en función del presente y del futuro.
Tomado de Juventud Rebelde
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